Las productoras de televisión llevan años midiendo el talento a base de followers. La negociación de cachés a partir de agencias de representación que antaño se miraban en el cine, la música o los propios medios, ha pasado a competir con una distorsión cotidiana: “mi representada cobra 1800 euros por un stories publicitario. ¿Cómo no vamos a cobraros 3000 por ir a un plató para una entrevista?”. TikTokers, instagramers y streamers, entre otros, tienen una abierta desafección por los medios tradicionales ya que exigen dedicación y exposición no controlable, mientras que en sus micromedios –no pocos más masivos que los tradicionales– el control del contenido original y la negociación por la publicidad es más interesante que relacionarse con lo que fue establishment en el siglo XX.
Desconozco si esto que les cuento les sorprende o les resulta obvio. Me sirve para ofrecerles una fotografía del escenario de la industria aquí citada. Porque mientras esas miserias de la producción televisiva son el pan nuestro de cada día, mientras hay graduados con dos másteres currando en esa misma producción por 900 euros netos (y pagando un alquiler en Madrid), el Gobierno de España prepara un futuro marco legal en el que, imagínense, por fin, lo que sucede en YouTube, TikTok o Twitch resulta que acabará existiendo a ojos de actividad económica real… ¡como industria audiovisual! Por primera vez, quizá, si es que la normativa de la Comisión Nacional del Mercado de la Competencia prospera en algún sentido, habrá unas reglas de juego, protecciones básicas, mirada sobre los derechos laborales… en fin, que, por ir al grano, no cuesta creer que para cuando esto llegue, ese ‘otra’ industria del audiovisual, en España, necesite una ley propia porque su volumen es mucho mayor a aquella otra donde, con 15 años de latencia, se la quiere incluir.
El audiovisual, en términos generales, vive una edad dorada. Las consecuencias de la streaming wars entre grandes plataformas y la disolución del arte y toda creatividad en el concepto “contenido”, hace que nunca se haya movido tanto dinero en lo de hacer cosas con una cámara y un guion. Incluso, ‘en provincias’, nos llega el maná de un negocio que tiene una infinidad de repercusiones positivas en sectores paralelos (especialmente, el turístico). Lo tiene desde o para una sociedad que en la fabricación de microconductores no tiene su mayor bagaje histórico, mientras que en la consolidación de industrias culturales llevamos irrigando al mundo de bienestar desde hace milenios. Y en estas, sin embargo, pese a que el momento es propicio, pese a la necesidad de empezar a tomarse la vía online del audiovisual como algo serio (17 años después de YouTube), el Gobierno de España hizo una consulta pública para que los creadores hicieran sus aportaciones y… no recibió ni un solo mensaje.
Lo denunció el youtuber Carles Caparrós, más conocido por El canal de Korah. Su voz, crítica con la plataforma, le llevó a llamar la atención porque la consulta publica de la CNMC llegaba a su fin y no habían recibido respuestas. Una consulta a la que había llegado por sus propios medios, por su interés en tratar de comprender el escenario de negocio en el que vive desde hace 10 años. Como él mismo se preguntaba en el video, ¿alguien en los mundos de Twitch se había enterado de ello, de que se estaba tratando de poner orden en su industria? ¿En qué diario de papel habrá publicado la CNMC ese anuncio a la espera de que algún creador digital de video lo vea? La falta de conexión entre la futura normativa del audiovisual, la consulta pública de la CNMC y el absoluto silencio e indiferencia del 100% de los creadores en este ámbito evidencia la empanada digital del Gobierno.
Esa empanada se resume todavía mejor en el término con el que la CNMC denomina a estos creadores audiovisuales: “vloggers”. Esa es la desconexión y también la falta de control gubernamental sobre lo que sucede en ese mundo –que tiene una influencia inter-clases e intergeneracional en toda la sociedad-. De hecho, la falta de control gubernamental no nos permite saber si esta industria no es ya mucho más grande que la de las producciones audiovisuales tradicionales. La opacidad de los datos que se deriva del algoritmo como cultura empresarial augura un futuro incierto en este sentido. Esto, qué duda cabe, sigue patrocinando un maravilloso estado de anomia para la creación. De hecho, la única cortapisa al todovalismo y la ausencia de normas general vuelve a ser el mercado: los derechos de terceros no dejan de ‘cortar el rollo’ en Twitch –después de haberlo hecho en YouTube– donde las y los creadores aprenden por la ley del mercado (no porque ningún gobierno supervise nada) que no puedes monetizar (hacer dinero) utilizando la obra musical o audiovisual de otros sin a) pagarles, b) su consentimiento.
El Gobierno se prestó al postureo cuando incluyó en la vicepresidencia primera del Gobierno la cartera de Transformación Digital. Su ministra, Nadia Calviño, ciertamente no ha dejado de mostrarse interesada por el tema. Incluso, huelga decir, se presta a la confrontación pública en podcast para jóvenes. Pero esa estética de la política convive con la vida real: juzgados que, en el envío de pruebas a las partes, en vez de tener los recursos económicos y de conocimiento para copiar un DVD, lo envían fotocopiado (físicamente. El DVD. Sí). Mucho más grave (tanto que cuesta imaginar nada más grave) como es posible que la desconexión telemática más básica entre juzgados que permitió el asesinato de un niño en Sueca hace tan solo unos días.
No obstante, queda por investigar hasta qué punto en el citado caso de Sueca pudo haber otros problemas, aunque todos ellos derivados del innegable anquilosamiento de las estructuras públicas. El Gobierno quiere elevar a la RAE hasta las alturas de la inteligencia artificial, pero de momento, en eso del uso de las palabras, su y nuestra CNMC llama “vloggers” a una industria que domina el peso de las audiencias televisivas, determina castings de series de Netflix y, en fin, sirve para que la gente se informe de hasta cuáles serán sus condiciones de jubilación. Una desconexión tal que hasta se permite quejarse –como recogía Korah– que nadie haya hecho aportaciones a una consulta pública de la que es imposible encontrar rastro online. La empanada digital del Gobierno no es nueva ni propia del Ejecutivo actual, pero uno ya no sabe si no sería mejor que soltaran lastre y, definitivamente, nos invitaran a aceptar el desamparo al que nos aboca una economía que, en lo cultural, se construye desde plataformas extranjeras y bajo una desregulación que no solo afecta en positivo a la creatividad, sino que pasa por alto la idea de los derechos laborales y las consecuencias sociales de su existencia.