El cambio climático no es neutral en cuanto al género se refiere, y para la activista Fátima Muriel, este hecho es demasiado real para miles de mujeres en su país de origen, Colombia.
En 2017, un desastre de grandes proporciones golpeó su ciudad natal Mocoa en el departamento de Putumayo. Justo antes del amanecer del sábado 1 de abril, lluvias inusualmente fuertes provocaron inundaciones repentinas y deslizamientos de tierra que sepultaron varios barrios y sus habitantes a lo largo de las orillas de los ríos Mocoa, Sangoyaco y Mulato.
Aunque la región, situada en el extremo sur de los Andes en Colombia, es conocida por sus lluvias frecuentes, ese año Mocoa recibió un tercio de la cantidad de lluvia que cae en un mes en una noche, y quienes pagaron por este cambio en los patrones climáticos fueron principalmente las mujeres y los niños.
“El 90% de las víctimas fueron mujeres. Ocurrió un viernes, que es cuando todos los hombres salen a parrandear y las mujeres se quedan en la casa cuidando a la abuela, a los niños y atendiendo a todos. A algunas mujeres las encontramos hasta con dos hijos amarrados en su cuerpo ahí ahogados, eso fue desastroso”, Fátima narra a Noticias ONU.
‘¡Es por esto por lo que luchamos!’
Mocoa estuvo sin electricidad ni ningún tipo de comunicación durante varios días, en algunas zonas, durante semanas. Fátima fue testigo de lo peor de la tragedia antes de viajar a la capital para buscar ayuda.
Varias agencias de la ONU y otras organizaciones sin fines de lucro se hicieron presentes después del desastre.
“Yo pensé que no íbamos a salir de esa crisis tan horrible allá. A mí me dolió mucho tener que cavar fosas comunes para enterrar niños de 3 y 4 años, sin contar aquellos que sobrevivieron a la avalancha, pero no pudieron volver a encontrar su casa y se perdieron. ¿Ellos qué culpa tienen de todo esto?”
Aunque las autoridades lo han considerado un “desastre natural” potenciado por el cambio climático, expertos académicos y activistas afirman que otros factores, incluida la deforestación en las montañas, podrían haber contribuido a la tragedia que mató a más de 300 personas y afectó a 45.000.
“Es por esto que luchamos, no queremos que vuelva a ocurrir. Putumayo está en medio de dos grandes montañas. Al escarbar esas montañas, las petroleras y mineras lo que hacen es desestabilizarlas y eso hace que los ríos se desborden cuando llueve”, denuncia la activista.
Fátima Muriel es la presidenta de la red de mujeres Tejedoras de Vida, que comprende 120 organizaciones femeninas en la región que buscan protegerse y apoyarse entre sí.
Ellas también reclaman abiertamente su derecho humano a un medio ambiente sano, incluso a costa de poner en riesgo sus vidas.
Mujeres sobrevivientes
Lamentablemente, el dolor que enfrentaron las mujeres y los niños tras la tragedia en Mocoa es solo la punta del iceberg, ya que los habitantes del Putumayo han tenido que luchar desde hace décadas por su derecho a la vida al estar en el centro del conflicto colombiano.
Putumayo fue un bastión de la guerrilla de las FARC, la región sufrió masacres y desapariciones a manos de grupos paramilitares así como violaciones de derechos humanos por parte de algunos miembros de las fuerzas de seguridad, como se documenta en informes realizados a través de los años por la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos en Colombia.
Además, el departamento es tierra fértil para la hoja de coca, por lo que su propio suelo fue víctima de una campaña masiva de fumigación aérea lanzada a principios de la década de los 2000 como parte de la guerra de los gobiernos contra las drogas. En las zonas rurales, la fumigación es vista como una causa de graves problemas económicos, ambientales y de salud.
Según Fátima, las mujeres han pagado el precio más alto por todas estas circunstancias: han sido sometidas a esclavitud sexual, prostitución y trabajo forzado, mientras otras han sido violadas, asesinadas o desaparecidas.
Como víctimas y sobrevivientes, las mujeres han tenido que asumir la carga familiar provocada por el desplazamiento o el hambre derivada de las fumigaciones que no solo erradican la hoja de coca, sino que destruyen otros cultivos y contaminan los ríos.
Testigo del dolor
La propia Fátima ha sido víctima de la guerra. Grupos armados desplazaron a toda su familia luego de apoderarse de sus tierras y secuestrar y atacar a su esposo dejándolo discapacitado.
“A dos de mis hermanos también los mataron las FARC y mi cuñado sigue desaparecido. Es por eso por lo que trabajo con otras mujeres que han sufrido lo que yo sufrí”, la activista cuenta a Noticias ONU sin poder contener las lágrimas.
Supervisora de educación de profesión, Fátima ha viajado por toda la región y sido testigo de una violación sistemática de derechos humanos, especialmente a mujeres y niños, incluso en las zonas más remotas y aisladas.
Ella ha acompañado y apoyado a docentes de comunidades rurales víctimas del conflicto armado, se enfrentó a los exguerrilleros de las FARC para detener el reclutamiento forzado de niños y niñas, acompañó a madres en la búsqueda de sus hijos y esposos desaparecidos por grupos paramilitares, y fue testigo de los asesinatos de maestros y líderes sociales.
“En uno de mis viajes al municipio de San Miguel, vereda San Carlos, cinco taxis fueron quemados con sus ocupantes, las puertas de las escuelas tenían marcas de disparos de diferentes tamaños, mientras que mujeres asesinadas yacían en el suelo con sus genitales y senos completamente destruidos”, narró durante una entrevista en 2020.
Una red de esperanza
La red Mujeres Tejedoras de Vida, nacida como respuesta a la crisis humanitaria desatada por la guerra en Putumayo, se encuentra en funcionamiento desde 2005.
“Lo más importante en nuestra organización es llenar de esperanza a las mujeres, ellas son las que crían y cuidan a los niños. Donde deja de existir una mujer, se destruye un hogar, por eso nos llamamos tejedoras de vida porque tejemos todos los proyectos, programas, ideas, sueños, y esperanzas. Es como tejer y no permitir que nadie vuelva a romper las fibras como sucedió durante la guerra”, explica la activista.
La red se centra en tres prioridades: derechos humanos y consolidación de la paz; políticas públicas; y cultura y el medio ambiente. Ellas llevan a cabo sesiones de capacitación para ayudar a educar a las mujeres sobre sus derechos y brindarles habilidades prácticas. También les ofrecen apoyo psicosocial, recreativo y legal.
Hasta ahora han subsistido solicitando subvenciones de organizaciones internacionales, incluidas algunas agencias de la ONU y países europeos que las ayudan a implementar proyectos específicos para apoyar el empoderamiento de las mujeres.
“Estaba trabajando con otras organizaciones y docentes, y en un momento contamos 1000 mujeres asesinadas y nos preocupamos mucho por los niños que quedan solos. Ahí nos dimos cuenta de que teníamos que organizarnos y ayudarnos”, dice, y agrega que desearían tener más recursos para ir más allá de su trabajo actual, y poder tener la capacidad de acoger a mujeres y niños desplazados.
Fátima hizo parte de un panel de mujeres líderes que abordaron los riesgos de seguridad relacionados con el clima durante la sexagésima sexta sesión de la Comisión sobre la Condición Jurídica y Social de la Mujer (CSW) celebrada en marzo en la sede de la ONU en Nueva York.
Luchando por un medio ambiente sano
Actualmente, 150 mujeres integrantes de la organización están creando un mapa de todos los ríos de su territorio y las actividades de las industrias mineras y petroleras, así como los proyectos del Estado que están afectando o pueden afectar su calidad de vida.
“La mayoría de las mujeres en Putumayo han sido desplazadas por el conflicto. Ellas han encontrado un hogar en las orillas del río porque así no tienen que pagar por el agua. El agua es vida para ellas y sus familias, por eso luchan para que sea limpia y no contaminada por las grandes empresas. Si a esto le sumas las inundaciones provocadas por el cambio climático esto significa que estas mujeres se están viendo hasta tres veces afectadas”, explica.
Natalia Daza, quien trabaja para la ONG colombiana DeJusticia como investigadora de justicia ambiental, explica a Noticias ONU que los estudios muestran que cuando los ríos están contaminados, las mujeres son las primeras en darse cuenta.
“Esto cambia la productividad de los cultivos, lo que lleva a una mayor inseguridad alimentaria. Los estudios han demostrado que las mujeres tienden a pasar la comida a sus hijos, a sus padres, a sus maridos… y siempre son las últimas en comer”, afirma la experta.
La realidad es que, tal como sucede durante las guerras, la carga de los impactos climáticos y ambientales recae predominantemente sobre las mujeres y los niños.
La razón es la vulnerabilidad: más del 70% de las personas más pobres del mundo son mujeres. Las mujeres tienen menos acceso a los derechos humanos básicos, como la libertad de circulación o la capacidad de adquirir tierras. Sin embargo, constituyen hasta el 70% de la mano de obra agrícola en algunos países.
Esto significa que cuando ocurren desastres o fallan sus cultivos de subsistencia, no tienen los medios para hacer frente. Además, también se enfrentan a una violencia sistemática, que aumenta durante los períodos de inestabilidad. Esto incluye el matrimonio infantil, el tráfico sexual y la violencia doméstica.
Una investigación realizada en China por ONU Mujeres, por ejemplo, también mostró que más allá de la falta de acceso a recursos y protección, la mayoría de las mujeres de ese país (hasta el 80 %) no estaban familiarizadas con los planes de emergencia para desastres. Esto las hace más vulnerables a eventos climáticos extremos, como el que azotó a Mocoa.
Mientras tanto, el Programa de la ONU para el Medio Ambiente afirma que el 80% de las personas desplazadas por el cambio climático son mujeres, y estas también tienen un mayor riesgo de quedarse sin hogar, así como de ser víctimas de violencia sexual y enfermedades.
Según la agencia, existe además un consenso global emergente de que el cambio climático pondrá presión sobre los sistemas económicos, sociales y políticos que sustentan a cada nación.
Y es que el cambio climático es un “multiplicador de amenazas” que agrava situaciones ya frágiles y puede contribuir a aumentar las tensiones y el conflicto social.
“De hecho, el cambio climático crea condiciones que exacerban el conflicto armado en Colombia. Se ha reportado que ha habido un mayor número de disputas relacionadas con el acceso al recurso hídrico en los últimos años, y se sabe que quienes son mayormente desplazadas por estos conflictos suelen ser mujeres afrodescendientes”, agrega Natalia.
Así, el cambio climático es una causa y una consecuencia cuando se habla de conflicto y sus variadas repercusiones, y las mujeres y los niños son los más afectados por ambos problemas.
“Cuando las condiciones del suelo se deterioran por el cambio climático, ya sea por cambios en las precipitaciones o aumento de las temperaturas extremas, se traduce en condiciones de vulnerabilidad de las poblaciones. Esto hace que los jóvenes sean más propensos a ser reclutados por grupos armados por la falta de oportunidades y el hambre”, explica Natalia.
Los desastres naturales exacerbados por el cambio climático también afectan el futuro de los niños y su educación.
“Cuando las niñas dejan la escuela, hay una alta probabilidad de que no regresen. Y esto sucede cuando ocurren desastres y los servicios esenciales como la salud y la educación no se restablecen rápidamente. Las más afectadas siempre son las mujeres”, añade Daza.
Circunstancias complejas
Pero en Putumayo, los riesgos que enfrentan las mujeres lideresas sociales y defensoras ambientales es aún mayor.
“Las mujeres ambientalistas son las que corren mayor riesgo. Están comprometidas con el territorio, un territorio que está en disputa por muchos actores armados, son las más desfavorecidas y están en peligro”, advierte Fátima Muriel.
La activista cuenta que algunas mujeres en Tejedoras de Vida han recibido amenazas por exigir su derecho a un medio ambiente sano, y algunas incluso han sido asesinadas.
“Hemos tenido que ir a recoger sus cuerpos cuando las matan. Hemos tenido que ver a niños que se quedan solos. Es muy doloroso”.
Fátima agrega que, lamentablemente, la guerra ha regresado a su territorio, con varios grupos de disidentes de las FARC y otros actores armados que ahora están obligando a las mujeres a cultivar hoja de coca y venderla al precio que quieran, amenazando sus vidas si se niegan.
“Cuando se firmó el acuerdo de paz, nosotras pensamos que la guerra al fin había terminado. Estábamos realizando tantos proyectos para las 3000 mujeres a las que ayudamos, todas víctimas de la violencia. Pero la guerra se ha recrudecido nuevamente, con grupos armados tomando los mismos territorios donde antes estaban las FARC”
Según el último informe de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos en Colombia, al menos 100 defensores de derechos humanos, incluidas defensoras ambientales, fueron asesinados en 2021.
Políticas de seguridad y medio ambiente
Fátima afirma que se necesita una política de seguridad para proteger a las mujeres ambientalistas, incluso de los propios actores legales.
“Están expuestas. Las grandes empresas han militarizado el territorio y cuando intentan intervenir y detener la contaminación de los ríos y el mercurio, se exponen a ataques o a ser judicializadas como criminales”, lamenta, y agrega que cualquier proyecto de desarrollo debe venir con garantías y protección ambiental para las comunidades.
“Vienen con kits, gorras y mochilas para la gente. Pero ¿de qué te sirve eso hoy, si mañana no vas a tener agua para vivir?”.
Natalia Daza, quien también participó del panel de la Comisión sobre la Condición Jurídica y Social de la Mujer apoyado por la Oficina de Operaciones de Mantenimiento de la Paz de la ONU, explica que las industrias extractivas, e incluso algunas de energía renovable, a menudo vienen junto con actores de seguridad estatales y no estatales.
“En muchos casos, estos actores están para proteger la mina o el proyecto, pero también para desalentar la oposición, que termina amenazando a los líderes sociales, especialmente a las defensoras ambientales”, explica.
Natalia argumenta que los actores de seguridad, si están involucrados en la política climática, deben partir de una “idea de seguridad humana” cuando actúan, teniendo en cuenta las consideraciones ambientales.
Otro tema que señala es que actualmente en Colombia no existen leyes específicas sobre participación comunitaria en la elaboración de leyes ambientales.
“No hay mecanismos para asegurar que las comunidades puedan decidir si quieren actividades extractivas en sus territorios y la información que tienen disponible para ir en contra de los proyectos es muy difícil de leer. En otros países hay recursos para que la gente haga contraestudios sobre el sitio donde, por ejemplo, se va a montar una mina, pero en Colombia eso no existe, entonces la gente está tratando de hacer lo que puede. Y cuando intentan ir a una audiencia pública, que ni siquiera define nada, los amenazan”, denuncia Daza.
El informe de 2020 de ONU Derechos Humanos nota la contaminación por mercurio en algunos ríos de Colombia, que afecta particularmente a los pueblos indígenas, afrocolombianos y comunidades rurales.
Asimismo, expresa su preocupación por las consecuencias negativas de las medidas antinarcóticos, como el efecto de la fumigación aérea en la seguridad alimentaria, así como sus impactos adversos en la salud y la privación de medios de subsistencia.
La Oficina también ha documentado casos de proyectos controlados por el Estado y empresas mineras privadas que han impactado negativamente el derecho de las poblaciones rurales a un medio ambiente seguro, limpio y saludable.
La ‘ética del cuidado’ como solución
Fátima Muriel y Natalia Daza son ambas de Colombia, pero provienen de entornos, ciudades y experiencias muy diferentes. Sin embargo, coinciden de manera contundente en cuál es la solución para proteger el medio ambiente y hacer que su país sea más pacífico y resiliente: la participación de las mujeres.
“Las mujeres tienen que estar involucradas en la prevención de desastres, tienen que estar involucradas en la adaptación al cambio climático, en la educación, en la salud, porque somos el 50% de la población”, insta Fátima. Natalia dice que la clave está en la ‘ética del cuidado’, una teoría ética-normativa desarrollada por feministas en la segunda mitad del siglo XX.
“La ética del cuidado nos muestra que hay mejores formas de relacionarnos con la naturaleza, con los demás, y de construir un planeta saludable e igualitario para todos, incluidos los más jóvenes”.
Ella argumenta que actuar a partir de este marco moral como punto de partida significaría que las comunidades son alertadas de los desastres a tiempo, por ejemplo.
“Cuidar a los demás es asegurarse de que tengan la información para tomar decisiones en el momento oportuno. También significaría que los recursos estarían mejor distribuidos”.
La experta pone como ejemplo el huracán Iota que diezmó la isla colombiana de Providencia en 2020.
“Había estudios sobre cómo Providencia era altamente vulnerable al cambio climático, pero las estrategias de resiliencia no se habían implementado por completo, y eso deja a la gente sin atención, los deja solos. Si las personas se quedan atrás, no hay atención para ellas, desde una perspectiva feminista de cuidado esto nunca hubiera sucedido”, explica Natalia.
“Cuidarlos sería asegurarse de que tengan los recursos para ser más resilientes, asegurarse de que dispongan de la información necesaria para tener opciones y apoyo después del desastre. Ha pasado más de un año desde el huracán y muchos servicios todavía no funcionan, incluyendo de salud y educación”, añade.
Mujeres como Fátima, Natalia y las 3000 integrantes de la red Tejedoras de Vida son un ejemplo de lo que significa ser un “multiplicador de soluciones” frente al ‘multiplicador de amenazas’ que es el cambio climático.
“No somos enemigos de los hombres sino del sistema patriarcal. El sistema que tanto daño nos ha hecho. Por eso tenemos que luchar, para que los programas, los gobiernos y las instituciones trabajen con las mujeres. Mientras no participemos, no habrá paz”, concluye Fátima.