—En su último libro, “The Return on Inequality”, usted sostiene que el capitalismo contemporáneo no es nuevo, dinámico y turboalimentado y que está marcado por el afianzamiento de los privilegios heredados y la renovación del imperio en un mundo poscolonial. ¿Cuándo empezaron a sentarse las bases de esta situación?
—Vimos en muchas ocasiones, en los últimos cuarenta años, un aumento de la desigualdad. Solíamos pensar la desigualdad en términos de ingresos, de cuánto ganan las personas con sus sueldos o salarios, pero en realidad, y aquí me estoy inspirando mucho en el trabajo de Thomas Piketty en algunos aspectos, son solo la punta del iceberg. Detrás está la importancia de la riqueza. Por riqueza me refiero a activos, el valor de tu casa, esos ahorros, las acciones que alguien posea. Los economistas demostraron que en los últimos cuarenta años las personas más ricas del mundo aumentaron muy rápido sus activos. Hay límites al dinero que podemos ganar en un año. Aun las personas mejor pagadas solo reciben hasta un límite, aunque sea muy alto. Pero la riqueza se puede seguir acumulando y se puede heredar. Se transmite cuando alguien muere. Se da el efecto Matthew: cuanta más riqueza tienes, más riqueza puedes acumular porque hay un retorno de tu inversión, que es desproporcionado. Este proceso comenzó realmente en la década de 1980 con el aumento de las políticas liberales.
—Con Margaret Thatcher.
—Con el auge de los mercados, sobre todo en el mundo desarrollado. Un caso son los recortes fiscales. Algo que sucedió en Estados Unidos, pero también en Sudamérica. Es un proceso que se remonta a cuarenta años atrás, pero que se acumuló en los últimos años. En la medida en que se mantenga crecerá la desigualdad.
—¿Hubo un corrimiento en el paradigma que llevó a que la pobreza y la desigualdad dejen de ser objeto central de la economía y pasen a ser ámbito exclusivo de la sociología?
—Durante décadas, nuestra principal preocupación fue pensar en cómo sacar a la gente de la pobreza. Más de la mitad de la población mundial vive en Asia. Muchas personas vivían en la pobreza crónica. Las ciencias sociales pensaban cómo sacar a la gente de la pobreza y mejorar su nivel de vida. Fue un proceso que tuvo bastante éxito. Si se mide la pobreza como estado de privación, eso disminuyó a nivel mundial. No se ha eliminado. Todavía hay bolsas de pobreza significativas en muchos países, aunque disminuyó sustancialmente. Los economistas lo señalan como un éxito. Pero la cuestión realmente crucial es el aumento de los ingresos de los más ricos. La posición de los más pobres del mundo mejoró; pero la posición de los más ricos del mundo mejoró aún más. Los sociólogos coinciden en que los privilegios desproporcionados y la riqueza desigual generan todo tipo de disfuncionalidades sociales. Una de ellas es la influencia sobre la política de los más ricos.
—¿La pandemia fue una mala noticia en materia de inequidad?
—Fue una sorpresa, aunque numerosas personas habían alertado que sucedería. Tomó a muchos gobiernos, particularmente fuera de Asia, por sorpresa. En un principio se consideró que era una fuerza ecualizadora. Todos íbamos a contagiarnos o podíamos contagiarnos. Se imaginó que podría tener un efecto de nivelación. En muchos países, se pusieron en marcha políticas para apoyar a las personas relativamente pobres, que podrían perder sus puestos de trabajo. En el Reino Unido el gobierno pagó el 80% de los ingresos de quienes perdieron sus trabajos. Pero a medida que la pandemia avanzó percibimos que aumentó la desigualdad. Las personas con más probabilidades de sufrir el covid-19 son las que están en primera línea, las que trabajan en el sector público, las que trabajan en el transporte, los servicios sanitarios, la educación. Han estado expuestos al virus. Las personas que perdieron su trabajo son esencialmente quienes no pudieron adquirir el Zoom. Los trabajos más afectados por el covid-19 son los de los obreros manuales. Una de las características extrañas es que los ricos no pudieron gastar su dinero fácilmente. Los restaurantes estuvieron cerrados. Las vacaciones caras no estuvieron disponibles, eso facilitó la acumulación. La desigualdad ya estaba en niveles altos, y se exacerbó. Un fenómeno que también se dio en materia de raza y género. Por lo tanto, creo que en general ha agravado la situación.
—Usted dijo que “el cambio climático, la intensificación de las crisis médicas que se manifiestan de forma más evidente en la pandemia del covid-19, y la profundización de las políticas militaristas y nacionalistas se han hecho cada vez más evidentes”. ¿El cambio climático afecta a los más pobres?
—Uno de los principales argumentos de mi libro es que le tenemos que hacer frente al cambio climático. Al principio, teníamos negacionistas. Gente que decía que era exagerado o que se le daba demasiada importancia. Pero con el tiempo, la negación se convirtió en algo muy poco significativo. Con unas pocas excepciones, la mayoría de los científicos, de los líderes políticos reconocen que hay que tomar el tema. Debemos abordar la desigualdad de una manera similar a la del cambio climático. Son dos retos fundamentales en las próximas décadas. Para el cambio climático existen planes. No soy un experto en la materia, así que no puedo evaluar si serán exitosos. Pero hay esfuerzos serios. La desigualdad todavía no está en el mismo plano. Todavía no hay un consenso en el mundo en que la desigualdad es un problema sistémico. Todavía hay gente que niega que la desigualdad sea un problema, un número considerable de personas dicen que no es un problema tener desigualdad, mientras la gente pobre esté razonablemente bien atendida. Cuando se tiene una sociedad muy desigual, las élites tienen gran cantidad de recursos para actuar de manera contraria al interés público y son capaces de distorsionar la política del gobierno a su favor. El primer paso con la desigualdad es reconocerla como problema. Es una tendencia. Si comparamos los debates actuales con los de hace diez años, hay un mayor reconocimiento de ello. Sabemos que existe un fuerte vínculo entre las personas que utilizan más recursos ecológicos, las personas que dejan más depósitos de carbono son las más ricas. Los ricos tienen coches grandes, viajan más en aviones, tienen casas más grandes que cuesta más calentar. El país más rico del mundo, Estados Unidos, es de lejos la nación que peor funciona en cuanto a sus emisiones climáticas. Cuanto más desiguales son las sociedades, más probable es que las emisiones de carbono sean un problema, precisamente porque los ricos son sus agentes causales. Los pobres no pueden permitirse mucha calefacción o tener autos. Hay que abordar la desigualdad y pensar en formas en las que frenamos los recursos de los superricos, pero también desarrollamos formas de vida sostenibles para la gente de clase media, que generarán un mejor ámbito y servicios públicos. La lucha contra el cambio climático y la lucha contra la desigualdad van de la mano.
—Usted se preguntó: “¿Qué significa pertenecer cuando se vive en un país muy dividido? ¿Cuál es el vínculo entre las fronteras nacionales, el capitalismo global y la desigualdad?”. ¿Cómo contestaría a ambas preguntas hoy?
—Vivimos la paradoja de que a medida que avanza la desigualdad no hemos visto el ascenso de la izquierda, sino que hemos visto el ascenso de las fuerzas populistas. Pienso en Donald Trump y su éxito en los estados, en el populismo europeo, incluyendo el Reino Unido. Pienso en Brasil con Jair Bolsonaro. Es una complicación, porque esperaríamos que sociedades más desiguales llevarían hacia propuestas más progresistas. Donald Trump es un ejemplo clásico de cómo aparecen empresarios ricos capaces de capitalizar la ira de los grupos desfavorecidos. Son los que hablan de casta política. La gente de la clase media tiene los mejores trabajos, las mejores casas. Prometen rescatarlos de la casta. Es una estrategia muy hábil. En muchos países, la izquierda se asocia a los profesores, los servicios de salud, las clases medias profesionales. Por tanto, se las asocia al principio del problema: tienen buenos trabajos, buena educación, y les fue bien en una situación de desigualdad. Con el tiempo, se encontrarán más pruebas de que sus intereses consisten en desafiar el poder de las grandes empresas y las élites. Seguí con gran interés la elección de Gabriel Boric en Chile. Representa un nuevo tipo de política socialista. Se basa en el movimiento estudiantil y en los movimientos sociales. Intenta utilizar el populismo de una manera más progresista. En Argentina, tienen su propia gran historia de populismo con el peronismo. Con el tiempo, encontraremos más ejemplos de fuerzas populares que eligen una estrategia más progresista de desafiar el poder. Pero tenemos que ver cómo se desarrolla esto en diferentes países. La elección de Joe Biden en los Estados Unidos puede marcar un cambio hacia una corriente similar. Y veremos qué pasa con las elecciones en Brasil que se avecinan. Los próximos cinco años abren un momento crucial para el futuro de nuestro planeta. Es vital que los progresistas piensen en cómo construir alianzas, abrazar a los movimientos sociales y pensar políticas que aborden la desigualdad de manera abierta. No es perseguir proyectos sectarios. Deberíamos intentar construir un frente popular. Una alianza popular.
—¿Boris Johnson es un populista o le cabe otra categoría de análisis diferente a Trump, los populismos de izquierda latinoamericanos o Jair Bolsonaro?
—Es un caso muy interesante, como Donald Trump. Hace diez años jamás hubiéramos imaginado que Donald Trump fuera presidente de Estados Unidos. Nadie se tomaba en serio su voluntad de ser presidente. Sin embargo, ganó en 2016. Y perdió en 2020, pero de manera muy ajustada. Lo de Boris Johnson es parecido. Muchos medios de comunicación británicos y miembros de la opinión pública coinciden en que no es apto para el cargo. Es un mentiroso, no es digno de confianza, no trabaja mucho, no escucha a la gente. ¿Por qué fue elegido entonces? La razón es que efectivamente era un populista, y mucha gente se siente excluida. Sienten que las élites son las que mandan y establecen las leyes. Johnson, que no forma parte de ese consenso en la elaboración de políticas racionales, resulta bastante atractivo. Les gusta elegir a un pícaro, porque quieren romper y desafiar el sistema. También cabe pensar este término: «nacionalismo». A menudo se dice que su proceso lo es, especialmente después del Brexit. Es demasiado simplista. Detrás del Brexit, de Boris Johnson y del Partido Conservador no hay nacionalismo. Está preocupado por reafirmar a Gran Bretaña como una gran potencia cuasi imperial. La idea de salir de la UE parte de un proyecto de eliminación de la regulación de la economía, convirtiendo al Reino Unido en un centro de finanzas en el extranjero, reduciendo los impuestos, alentando a la gente rica de todo el mundo a invertir en el Reino Unido. Hay algo ridículo en ello, porque Boris Johnson no es un líder imperial como lo fue Napoleón. Su héroe es Winston Churchill. Se ve a sí mismo como una remake de Winston Churchill, lo cual es un poco loco. Está claro que Winston Churchill fue un líder de la Gran Guerra, lo cual es inimaginable en el caso de Johnson. Sin embargo, es la imagen que intenta evocar. Se puede ver algo similar con Putin o Erdogan. Aprovechar la visión imperial del mundo y el papel imperial de su país es una característica creciente en la política contemporánea, algo que desafía la soberanía de las naciones más pequeñas y menos poderosas. Resulta particularmente inquietante.
—Usted señaló que “los estudios sobre la desigualdad permiten a las ciencias sociales centrarse más en los problemas en lugar de guiarse por una agenda disciplinaria. Esto ha permitido un nuevo tipo de conversaciones. Obviamente, tenemos muchos paradigmas: marxista, bourdieusiano, varios paradigmas feministas, antirracistas, poscoloniales, etc. Pero creo que también estamos reconociendo que esos paradigmas individuales por sí mismos no son suficientes. Hay que pensar en las cosas de forma más creativa y abierta”. ¿El feminismo es el eje de la agenda progresista del siglo XXI?
—En las ciencias sociales todavía tenemos disciplinas muy fuertes. Nos pensamos como economistas o sociólogos. Así retornamos a nuestras metodologías y teóricos preferidos. En las ciencias naturales, en medicina, los grandes avances se dan sobre temas específicos como la fabricación de vacunas. Para desarrollar vacunas se necesitan conocimientos en diferentes áreas: como biología o química. Hay que ser mucho más creativos a la hora de colaborar en ciencias sociales. En la cuestión de la desigualdad se puede colaborar: los economistas, los sociólogos y los politólogos reconocen que la desigualdad es importante. Podemos pensar en aunar fuerzas y desarrollar un entendimiento compartido. Tomar el paradigma del abordaje del cambio climático. Los científicos del clima provienen de diferentes tradiciones: geografía, física, química e ingeniería. En lo que respecta al feminismo es un gran ejemplo de la forma en que, tomando el tema de la desigualdad de género, el uso de diferentes tipos de experiencia de la historia y la filosofía, de la economía, para entender el significado del género y llegar a una interpretación global de las tendencias. Hay grandes problemas en torno a la desigualdad de género. Muchos fueron expuestos por el movimiento MeToo. Sabemos más sobre la violencia a la que se enfrentan las mujeres. También es cierto que se experimentó una mejora al respecto en los últimos cincuenta años. El feminismo como movimiento social, con investigadoras y académicas feministas y más el aporte de muchísimas mujeres y algunos hombres movilizó a la opinión pública. Un paradigma que puede aplicarse con la raza. Y también con la desigualdad económica. Un trabajo colaborativo que dará frutos en el futuro.
—En una entrevista de esta misma serie, el filósofo Thomas Pogge dijo que el FMI es un promotor de desigualdades. ¿Coincide? ¿Estamos frente a un FMI “más humano”, como se insinuó ante la salida de Christine Lagarde?
—Estoy de acuerdo con el espíritu de ese argumento, sobre todo con el auge de las llamadas políticas neoliberales. Desde la década de 1980, en muchos países, incluidos muchos de América del Sur, apoyó la idea de que para sacar a la gente de la pobreza hay que desarrollar soluciones de mercado. Fomentar la mercantilización de muchos aspectos de la vida. Implica la privatización de los servicios estatales, las empresas y las industrias. Ese proyecto llevó a un aumento sistemático de la desigualdad. El ejemplo más asombroso es el de la antigua Unión Soviética. Cuando cayó el régimen comunista en la década de 1980, los Chicago boys estadounidenses llegaron con doctrinas de mercado muy impactantes sobre cómo había que privatizar y vender los servicios públicos al mejor postor. Y eso generó enormes desigualdades en la sociedad rusa, incluyendo el hecho de que en Rusia cayó la esperanza de vida entre los más pobres. Por supuesto, a algunos oligarcas les fue extremadamente bien. Lo mismo pasó con el régimen de Augusto Pinochet en Chile el famoso ejemplo de cómo los Chicago boys entraron y moldearon realmente la sociedad en este modelo basado en el mercado. La Argentina es diferente, pero podemos notar también paralelismos. La idea de pensar extender el papel de los mercados y reducir el papel del Estado y del sector público tuvo instituciones que lo apoyaban. El Banco Mundial, que has mencionado, el FMI, el mundo de muchos académicos universitarios y ciertos tipos de economistas promovieron eso. En muchos casos lo hicieron de buena fe: pensaban que era la mejor manera de fomentar el desarrollo social. No debemos atacar personalmente a las personas que propusieron esas iniciativas que a largo plazo generaron desigualdad y ubicaron al sector público en un lugar muy discapacitante. Algunos sociólogos dijeron que en muchos lugares, aunque tengamos un trabajo decente, ingresos razonables y vivamos en una casa decente, nos sentimos inseguros. Percibimos que la situación es precaria porque no tenemos un sector público que nos apoye. Si perdiésemos nuestro trabajo, si nuestros ingresos se reducen, no podremos pagar el alquiler, nuestras hipotecas. Para algunos especialistas, el sentido de la precariedad, de la vulnerabilidad se está convirtiendo en algo endémico entre muchas personas, no solo pobres, sino también personas que se ven a sí mismas como de clase media. En el Reino Unido habitualmente la gente paga hipotecas para tener sus casas. A medida que la inflación aumenta, no pueden pagarlas, pierden sus empleos y abandonan la vivienda y no tienen adónde ir. Esa sensación de vulnerabilidad está vinculada a la aplicación de políticas neoliberales, respaldadas por poderosas instituciones mundiales.
—En sus análisis puede verse cómo la cuestión de la desigualdad se produce. ¿Cuál es el vínculo entre generación de la riqueza y distribución de esta? ¿Se puede redistribuir en una sociedad empobrecida?
—Me preocupa el lugar que muchas sociedades le dan a la meritocracia. Un argumento a favor de una desigualdad que sería aceptable consistiría en afirmar que necesitamos cierta desigualdad para que la gente tenga incentivos para trabajar. Así, muchas personas creen que viven en una especie de sociedad meritocrática. Creen que la desigualdad está bien: si trabajás lo suficiente o contás con talento, sos capaz de aumentar tus ingresos, conseguir un buen trabajo y tener éxito. Y que no hay nada malo en ello. Se puede ver en muchos ámbitos de la vida. Los futbolistas cobran mucho dinero. Está bien porque son grandes artistas y nos gusta ver futbolistas hábiles. Pero la cuestión es que la mayoría de la riqueza se hereda. Hay excepciones de personas que lo consiguen por mérito propio. Thomas Piketty brinda números esclarecedores al respecto. Cuando la mayor parte de la riqueza se hereda y no se gana, es realmente difícil defender la desigualdad. En el fondo solo se trataría de la cuestión de suerte de nacer en una familia rica y no pobre. Si se piensa profundamente, la desigualdad es difícil de defender. Eso nos lleva a tu pregunta sobre si es razonable intentar redistribuir la riqueza. Hay una demanda creciente en muchos sectores para desarrollar un impuesto sobre la riqueza. La propulsó Thomas Piketty, por ejemplo. La idea del impuesto sobre la riqueza, algo de la índole de un impuesto sobre la renta. Tener que pagar una cierta proporción de nuestros ingresos al gobierno como impuestos. Algunos países tienen un impuesto sobre la riqueza, pero no muchos. En el Reino Unido no hay impuesto sobre el patrimonio. Se puede tener millones de libras en activos y no se gravan. Solo una parte. Si los conviertes en fuentes de ingresos, si recogen una vez que se convierten en ingresos, como en el caso de la venta de una casa. Por lo demás, la riqueza puede acumularse sin ser gravada. Si hubiera un impuesto incluso a una cantidad bastante pequeña de esos activos, haría una diferencia sustancial. Mi colega de la London School of Economics, Andy Summers, y un economista de la Universidad de Warwick, llamado Arun Advani, dirigieron una Comisión del Impuesto sobre el Patrimonio en el Reino Unido. Solo los muy ricos pagarían un impuesto sobre el patrimonio. E incluso si solo pagas el uno por ciento de tu riqueza al año, como el impuesto sobre el patrimonio, generaría una gran cantidad de dinero para el erario. Se obtendría una enorme cantidad de dinero que podría utilizarse para apoyar los servicios públicos. Así que pusieron esto en el debate público. Como parte de su trabajo, encargaron una encuesta preguntando a los británicos de a pie lo que pensaban sobre el impuesto sobre la riqueza y es mucho menos impopular que el impuesto sobre la renta. La gente reconoce que la riqueza es estática y es razonable en el extremo superior. Será una tendencia en los próximos años. En Reino Unido tenemos una reforma del impuesto de sucesiones que mostró un cierto umbral. Usted tiene que pagar el 40% de la herencia como un impuesto al gobierno. La mayoría de la gente no pagaría un impuesto a la riqueza, pero se aportaría una cantidad importante de dinero. También existe el hecho de que la gente rica es muy buena para ocultar su riqueza. Una de las preocupaciones es un impuesto de este tipo conducirá a más esfuerzos para ocultar la riqueza. El impuesto sobre la riqueza es para trabajar también el hecho de que necesitamos una mejor transparencia financiera entre los países, así como dentro de los países y asegurarse de que los bancos están cumpliendo completamente con los gobiernos y la regulación de las transacciones Fatca. Y esto está ocurriendo en muchos, muchos ámbitos. No hay sistemas perfectos aún, pero hay iniciativas. Sin estas políticas convergentes podemos imaginar un mundo en el que la tributación de la riqueza sería muy significativa. No sería masivo y los ricos mantendrían gran parte de su fortuna. No estamos hablando de una revolución. Aun así, establecería una diferencia masiva en los servicios públicos y aumentaría la atención de la salud y mejoraría la educación.
—¿Cómo definiría a las clases sociales en el siglo XXI? ¿Siguen siendo un factor determinante de los procesos políticos y sociales?
—Son muy importantes. Tradicionalmente, pensamos las clases como la diferencia de ser clase media y clase trabajadora. Esa es la única manera, ciertamente en el Reino Unido y en muchas naciones, la gente suele distinguir dos grandes clases. ¿Eres de clase media? ¿Eres profesional o eres un trabajador manual? ¿Trabajas con tus manos? Es demasiado simple para entender la clase hoy en día. Lo que tenemos que hacer es desarrollar una nueva forma de pensar sobre la clase, que reconozca que las clases están bastante fragmentadas. Pero también hay una gran polarización entre las clases de élite, que son muy ricas, y las clases que están en la base, a las que he llamado clases precarias, las clases inseguras, que a menudo tienen muy pocos bienes en los que confiar. Así que creo que si pensamos en la clase de estas formas más sutiles, sigue siendo muy importante para entender la dinámica política y las desigualdades políticas en la vida contemporánea.
—Usted, en la estela del trabajo de Pierre Bourdieu, define el concepto abstracto de clase en función de tres dimensiones de recursos económicamente relevantes que poseen los individuos: capital económico, capital cultural y capital social. ¿Cuál es su visión sobre la definición de clases de Bourdieu y cómo definiría su compromiso crítico con su obra?
—Tiene usted razón. A menudo pensamos que las clases tienen que ver solo con los ingresos o el trabajo, y Pierre Bourdieu argumenta que eso es demasiado simplista. Y lo que creo, siguiendo su espíritu, es que tenemos que entender la clase como algo multidimensional que abarca los dominios económicos, los dominios culturales y también los sociales. Nuestra forma de entender la clase es en gran medida una mezcla de los ingresos y la riqueza junto a las redes sociales y al estilo de vida y educación. Se precisa combinar estos tres elementos para desarrollar una explicación mucho más completa de la clase que decir simplemente que la clase tiene que ver con tu trabajo. Lo otro sería un esquematismo burdo.
—La socióloga Eva Illouz habla de “capital sexual” en el siglo XXI. ¿Existe como categoría de análisis?
—No conozco su obra. El argumento era algo así como que tu apariencia física y tu belleza pueden ser un activo con el que puedes comerciar. Ser guapo permite tener más posibilidades de desarrollar redes sociales o conseguir un mejor trabajo. Hay algunas pruebas sobre eso. No creo que tenga el mismo grado de importancia que el capital cultural económico o social. Es difícil de intercambiar. Las personas tal vez tienen diferentes grados de atractivo físico, pero no se puede comerciar con él de la forma en que se comercia con el capital económico o se adquiere o se transmite. Y por lo tanto, eso puede ser personalmente valioso de tener. No creo que tenga el mismo grado de importancia social. Así que es interesante, pero yo no le daría tanta importancia.
—Usted dijo que “desde la década de 1970, un inspirador grupo de economistas como Anthony Atkinson, Amartya Sen y Joseph Stiglitz insistieron en la necesidad de tomar en serio la desigualdad y desarrollaron nuevas herramientas de medición para estudiar las tendencias de la desigualdad. A principios del siglo XXI, estas herramientas cristalizaron en el desarrollo de la base de datos World Top Incomes en 2011, y en 2015, renombrada como World Wealth and Income Database”. Stiglitz es uno de los maestros inspiradores del actual ministro de Economía de la Argentina, Martín Guzmán. ¿Cómo definiría usted a la ideología del Premio Nobel?
—Es uno de esos economistas más importantes. Hizo que la economía vuelva a poner foco en la desigualdad. Muchos piensan que el enfoque fundamental del pensamiento económico debería ser sobre el crecimiento. La famosa metáfora era que la marea creciente levanta todos los barcos. En las últimas décadas, una serie de economistas se han movido en contra de esa corriente. Que solo el crecimiento en el crecimiento en sí no va a resolver los problemas de la gente, va a crear otro tipo de problemas. Stiglitz fue uno de los primeros en hacer su argumento. Y lo importante de Stiglitz es que lo hizo en una posición muy prominente. Es muy popular en el Banco Mundial, y tiene un trabajo muy famoso en la Universidad de Columbia, y como usted dice, es un Premio Nobel. Así que creo que jugó un papel muy importante en el cambio de rumbo de la economía. Pero lo veo como alguien que trabaja junto a gente como Atkinson y el grupo que rodea a Piketty. Todos ellos estaban empujando el mismo tipo de dirección, pero es realmente impresionante que están trabajando en diferentes países, y aunque hay diferentes énfasis allí. Están haciendo puntos similares.
—¿Por qué el papa Francisco siente tanta atracción por las ideas de Stiglitz? ¿Cuál es su opinión sobre el Papa?
—Una de sus mayores habilidades es, obviamente, ser un gran economista, pero también puede popularizar sus ideas bastante bien. Sabe que uno de los problemas que estamos encontrando en las economías contemporáneas es la búsqueda de rentas. Así que lo que se encuentra es que la gente que tiene mucha riqueza está tratando de maximizar su renta. Y el problema de la renta es que no genera beneficios para nadie más. Es solo un medio de extracción de excedentes, si se quiere, que se puede utilizar para el beneficio privado. Y creo que la idea de la extracción de la renta es muy metafórica, muy poderosa. Y también reconoce cómo la búsqueda de rentas es una fuerza más grande que muchas economías en estos días. Creo que ese tipo de enfoque atrae a alguien como el Papa al dividir a las personas de espíritu público, a las buenas personas que intentan pensar en ayudar a la humanidad, frente a otras personas que se centran en la extracción de rentas. Tal vez eso explique el interés del Papa. Y en cuanto a mi opinión general sobre el Papa, no soy religioso. No puedo hablar en detalle. En Sudamérica existe la teología de la liberación. Las fuerzas religiosas son muy importantes para hacernos conscientes de la desigualdad. Y muchas religiones están preocupadas por el bien común. Y el Papa forma parte de eso.
“Estados Unidos y China actúan con egoísmo y socavan la solidaridad entre los países”
—¿Cuál es el vínculo entre las reivindicaciones por derechos individuales, como los de las minorías y los derechos nacionales, como los independientismos?
—En los últimos cincuenta años, el Estado nación se convirtió en una forma de desarrollar políticas para abordar la discriminación. La mayoría de los países cuentan con diversas políticas para hacer frente a la discriminación: de género, a menudo racial, sobre la discapacidad. Se puede ver en muchos países. La posición de las mujeres en el mercado laboral sigue siendo desigual, pero es mucho mejor que hace treinta o cuarenta años. Es importante desarrollar y defender la legislación a nivel nacional. Sin embargo, lo que también sucedió es que estamos viendo un mundo en el que hay una creciente desigualdad entre los Estados nación. Muchos de los países más desiguales del mundo, como los Estados Unidos, son también los que intentan hacer valer su músculo en el escenario mundial. Donald Trump no actuó en el sentido de la colaboración con otras naciones. Se puede pensar similarmente qué pasa en China, Turquía, Gran Bretaña. Hasta qué punto cambiaron hacia condiciones más xenófobas y nacionalistas. Convocan el espíritu del Imperio de engrandecimiento y socavan la solidaridad entre los países. Fomentan formas de populismo y xenofobia, sentimientos antiinmigrantes. Socavan la viabilidad de las naciones como comunidades compartidas. Me preocupa el efecto de estas acciones sobre la desigualdad cada vez más egoístas.
“En muchos países democráticos se suponía que el crecimiento llevaría a una sociedad más racional”
—¿El riesgo es gobiernos como el de Jair Bolsonaro o Viktor Orban o imagina un retorno de gobiernos militares e interrupciones del sistema democrático, al estilo de Daniel Ortega en Nicaragua o Nicolás Maduro, más allá de los matices ideológicos en un caso u otro?
—En muchos países democráticos en Europa y América del Norte, se suponía que el crecimiento económico llevaría a una sociedad más racional. Que el asesoramiento científico y las mejores políticas establecerían las estrategias correctas. Pero desde el crack financiero de 2008 fue algo que no se produjo. A los gobiernos democráticos les resulta cada vez más difícil gobernar de esa manera progresista. Vimos más pruebas de división. Donald Trump y otros líderes populistas no parecen cumplir con las normas democráticas. Sucede en Rusia con Vladimir Putin. Turquía y China van en la misma dirección. Estamos en una situación muy grave y no hay que limitarse a buscar un gobierno que haga un poco mejor las cosas y nada más. Se intenta militarizar la sociedad. Se apela a las masas para ponerlas en contra de los inmigrantes y del lado de las élites. No hago predicciones, señalo un cuadro de situación. En los últimos dos años hay indicios de que la marea puede estar cambiando en una dirección más positiva. Soy un poco más optimista que cuando escribí mi último libro. Vemos señales alentadoras en algunos países, aunque no en todos.
Producción: Pablo Helman y Natalia Gelfman.
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