La poeta Muriel Rukeyser (Nueva York, 1913-1980) volvió en el siglo XXI. Fue como una ráfaga inesperada que rompió contra la monotonía del calor del verano, en medio del infierno del gobierno de Donald Trump: “Yo viví en el primer siglo de guerras mundiales. /La mayoría de las mañanas estaba más o menos loca, / Los diarios llegaban con sus artículos desprolijos, /Las noticias chorreaban de varios aparatos/ Interrumpidas por intentos de vender productos a los que no vemos. / Llamaba a mis amigos por otros aparatos;/ Estaban más o menos enojados por las mismas razones.”
Por WattsApp, por Twitter, Instagram; inclusive por mail, muchos adultos recordaron y muchos jóvenes descubrieron estos versos de la poeta de mediados del siglo XX. Esto señala con justicia Sam Huber de la revista neoyorkina The Paris Review. Rukeyser, Rukeyser se había vuelto actual de pronto al recoger la bronca y la impotencia de una parte de la población norteamericana frente a las fake news, el sexismo, el racismo y la xenofobia del magnate presidente.
Era El poema, así se titula, incluido en su emblemático poemario La velocidad de las tinieblas. Apareció de la misma manera que en 1968, allí Rukeyser regresó al centro de la escena poética e intelectual gracias a este libro, tras años de olvido. Entre las tensiones de la lucha por los derechos civiles, el Black Power, los movimientos feministas de liberación de las mujeres y homosexuales y la oposición a la guerra de Vietnam emergió esta obra esencial en el segundo momento de reconocimiento de una escritora que nunca fue de medias tintas. “Mis temas y el uso que hago de ellos depende de quien soy, de mi vida como poeta, mujer, estadounidense, judía”, escribe en su libro de ensayos The life of poetry en 1949. A la vez, fue reconocida por la segunda ola de escritoras feministas como Alice Walker, Sharon Olds, Adrienne Rich y Anne Sexton, quien la llamó justamente “madre de todas y todos”.
Ganadora del premio Yale para poetas jóvenes a los 21 años con su primer libro Theory of flight en 1935, Rukeyser fue desde un principio una escritora de la poesía y la acción, una artista inquieta tanto en la experimentación con su producción poética como en sus enérgicas posiciones ideológicas. Entonces, abandona sus estudios para dedicarse a la poesía y el periodismo literario en distintas publicaciones hasta que en 1933 es enviada a Alabama por la revista socialista de la Liga Nacional de estudiantes para cubrir el famoso juicio a los «Scottsboro Boys», nueve adolescentes afroamericanos acusados injustamente de violación. O colabora con la revista New Masses, por la que pasaron autores como John Dos Passos o Dorothy Parker comprometidos en las luchas sociales tras la gran crisis económica de los años ´30.
Pero es con su segundo trabajo El libro de los muertos (1938) donde se hace por primera vez conocida por fuera de los círculos literarios. Junto con la fotógrafa y productora de documentales Nancy Naumburg investigan el caso de la muerte de más de mil trabajadores por silicosis en una mina de Union Carbide en West Virginia:” Mi chico trabajó ahí como dieciocho meses, / una tarde llegó a la casa respirando cortado. / Me dijo, ‘Mamá, no puedo respirar’. / Shirley estuvo enfermo como tres meses. / Yo lo llevaba en brazos de la cama a la mesa, / desde su cama hasta la terraza.”. El libro cita testimonios y estadísticas, recorta documentos e inventa lo que hoy llamamos poesía documental sin dejar a un lado la versificación, sonoridad y ritmo tan afín a la tradición poética norteamericana.
Muriel Rukeyser publicó más de una docena de libros de poesía y su obra fue reunida en 1978 para luego desaparecer prácticamente del canon de lecturas de la poesía y los ámbitos académicos norteamericanos. En la Argentina, el poeta y traductor Alberto Girri la rescata parcialmente en una antología de 1969 aunque es a partir de mediados de los años ‘80 que heredamos la admiración por ella gracias a la labor de la poeta argentina Diana Bellessi. La heredamos de su fundacional antología de poetas norteamericanas Contéstame, baila mi danza (último Reino, 1984- reedición Salta el Pez, 2019), donde la traduce, y de lo que nos contó más de alguna vez: su fascinación al escucharla por primera vez dentro de un café de la avenida Broadway en su iniciático viaje por América, del sur al norte. Allí, en pleno Nueva York, estaba Muriel Rukeyser, con su voz expresiva y cargada, su figura imponente, mirada penetrante, su respiración exacta y cortante en la lectura; recitando sus poemas frente a un público en trance.
En el número 46 de la revista Hablar de Poesía, de reciente aparición, hay un adelanto de La velocidad de las tinieblas que será publicado por primera vez de manera completa en español por la editorial Salta el Pez en el 2023, traducido por quienes escribimos estas líneas. El libro está atravesado de modo variado por el verso y la cadencia bíblica de Walt whittman, por la puntuación introspectiva de Emily Dickinson, por el uso material de la palabra y el espacio de Ezra Pound y Williams Carlos Williams. También condensa sin velos el tema de los hijos y la transmisión, los conflictos bélicos del siglo XX y la Guerra Fría, feminismo, género y sexualidad. Son la trama política y poética de esta excepcional obra aún vigente.
De él hemos elegido para acompañar esta nota El poema como máscara, Entre rosas y Para mi hijo. En ellos Muriel Rukeyser pone en tensión entre otras cosas, con agudeza y convicción para la época, los deseos vitales del feminismo, el amor de una mujer hacia otra mujer, el legado de madre sola a su hijo. Lo hace bajo su forma única de escribir y politizar con emoción, técnica y certeza la experiencia íntima. Una marca original de esta poeta central e ineludible de la poesía estadounidense del siglo XX.
Orfeo
Cuando escribí de las mujeres en sus bailes, salvajes, fue una máscara,
en su montaña, cazando dioses, cantando, en orgías,
fue una máscara; cuando escribí del dios,
fragmentado, exiliado de sí, su vida, el amor unido con el canto,
fui yo misma, partida por la mitad, incapaz de hablar, exiliada de mí.
No hay montaña, no hay dios, hay memoria
de mi vida desgarrada, abierta mientras duermo, la niña rescatada
a mi lado entre los doctores, y una palabra
de rescate desde los ojos grandes.
¡Basta de máscaras! ¡Basta de mitologías!
Ahora, por primera vez, el dios levanta su mano,
los fragmentos se juntan en mí con su propia música.
Acostada aquí entre la hierba, ¿estoy muerta estoy durmiendo
asombrada entre silencios no me tocás nunca
Aquí muy profundo, la pequeña luna blanca
llora como una ficha y oigo?
El sol vuelto cobre o me disuelvo
sin tocar sin tocar una tierra sin tacto
niega mi muerte mi mano caída
el silencio corre por el lecho de los ríos
Un viento alto camina sobre mi piel
brisa, memoria
aguantan en mi cuerpo (mientras el mundo se desvanece)
entrando
muy tarde en la noche del mundo para ver las rosas abrirse
Recordá, amor, acostadas entre rosas.
¿No nos acostamos entre rosas?
Venís de poetas, reyes, deudores, predicadores, casi deudores, constructores de ciudades, vendedores,
los grandes rabinos, los reyes de Irlanda, almaceneros fracasados de alimentos secos, bellas
mujeres de las canciones,
grandes jinetes, padres tiránicos en la orilla de un océano, las madres occidentales que miran al oeste por sus ventanas,
las familias escapándose por el mar a toda prisa y de noche —
las torres redondas de la puesta violeta del sol celta,
los difuntos, los brillosos, voladores, hombres expulsados del pueblo, hombre sobornado por
sus primos para que se quede fuera del pueblo, maestras, el cantor litúrgico del viernes a
la noche, los diarios morbosos,
mujeres fuertes manteniendo con elegancia relaciones, la niña judía que va al colegio
parroquial, los niños que juegan carreras con sus barcos sobre el hielo en Lakes,
la mujer quieta frente al diamante en la ventana de terciopelo, dice “Maravilla de la
naturaleza”.
Como todos los hombres,
venís de cantantes, de guetos, de hambrunas, guerras y rechazos de guerras, hombres que
construyeron aldeas
que crecieron hasta ser nuestras ciudades solares, estudiantes, revolucionarios, derramar de
edificios, los diarios del mercado,
un sastre pobre en un cuarto en penumbras,
un hombre del desierto, el héroe de las minas, el astrónomo, una mujer con cara pálida que
enseña piano hora tras hora y su muñeca tullida,
como todos los hombres,
no has visto la cara de tu padre
pero lo conocés desde siempre en una canción, la costa de los cielos, en un sueño, donde sea
que se encuentre el hombre jugando su rol de padre, padre entre nuestra luz, entre
nuestras tinieblas,
y en tu ser hecho completo, completo con vos y completo con otros,
las estrellas tus antepasados.
(Traducción: Y.S y S. W.)
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