El trabajo de menores en obras de construcción está prohibido en México, pero adolescentes y niños de un pueblo indígena de Veracruz son reclutados para laborar en Ciudad de México. En Ginebra, Suiza, políticos prometieron erradicar el trabajo infantil. Promesa incumplida: así funciona un negocio que vulnera sus derechos y les orilla a vivir con inhalantes, lo que los quiebra y los hace volver a su pueblo, a veces, sin recordar siquiera quiénes son. Les llaman Los Chalancitos
Texto: Rodrigo Soberanes y Lev García
Fotos: Juan Pablo Romo y Ginnette Riquelme
VERACRUZ y CIUDAD DE MÉXICO.- En un poblado de la región de las altas montañas de Veracruz llamado Xocotla, dos adolescentes de 14 años de edad, Fermín y Benito, lograron cargar cada quien un bulto de 50 kilos de cemento. A partir de ese momento sus familias y su comunidad los consideraron aptos para irse a construir casas y edificios a la Ciudad de México.
“Aquí todos los que aguantan ese peso ya se empiezan a ir para allá”, contó Fermín, actualmente de 16 años de edad y con dos de experiencia trabajando y viviendo en la capital del país, yendo de aquí para allá en la urbe buscando emplearse en construcciones. Nunca con contrato. Siempre con algún patrón que actúa fuera de la ley.
Desde el momento de la cargada del bulto ocurrido hace dos años, ellos –como cientos de menores de edad que salen de zonas pobres de México a la capital del país- recibieron el apodo de “chalancitos”, diminutivo de chalán, término comúnmente empleado para identificar a un albañil principiante que ayuda a otros.
Ya han trabajado con empresas que violan las leyes laborales vigentes que fueron anunciadas el 11 de junio de 2015 por el gobierno mexicano en Ginebra, Suiza, ante dignatarios de la comunidad internacional, en el Día Internacional Contra el Trabajo Infantil.
Ahí, México dio a conocer que mediante un decreto presidencial prohibió la contratación de menores de 18 años de edad en 12 actividades consideradas “peligrosas o insalubres” para los adolescentes. En la lista figuraban las “obras de construcción” como en las que se han desempeñado Benito y Fermín.
Para Fermín, sin embargo, no hay duda de lo que está decretado en materia laboral en su pueblo: “Ya cuando aguanta uno allá para trabajar, ya se va uno”.
Él y Benito comenzaron a sus labores cuando no llegaban a 15 años de edad. Dejaron sus estudios de nivel secundario y se mudaron a la Ciudad de México, a 320 kilómetros de casa. Ambos personifican la violación de las leyes y son sólo una pequeña muestra dentro del flujo constante de menores que salen de Xocotla antes y después del decreto.
Ruta 35 -en alianza con la plataforma de periodismo latinoamericano CONNECTAS y con el apoyo del International Center for Journalists – ICFJ- reconstruyó de principio a fin el ciclo que comienza en el momento de la cargada del bulto de 50 kilos, continúa con la llegada a ciegas a la Ciudad de México y la entrada a un mundo donde trabajan con riesgos, viven hacinados, suelen ser estafados y se vuelven adictos a los inhalantes.
El ciclo termina, en algunos casos, con escenas de chicos que perdieron el uso de la razón: la dependencia de ese tipo de sustancias, según las autoridades locales, se ha convertido en una epidemia entre los adolescentes en esa comunidad veracruzana.
La cadena revelada refleja un problema que aún desborda al Estado mexicano. Aunque los datos oficiales más recientes indican una reducción del número de afectados, en 2015 había 2.4 millones de niños y adolescentes en tareas que eran consideradas prohibidas o peligrosas por las autoridades. La cantidad es suficiente para no mirarla de soslayo.
La cuna de los “chalancitos”
Xocotla, del municipio de Coscomatepec (52 mil habitantes), es una comunidad serrana en la región central de Veracruz, en las faldas del Volcán Pico de Orizaba. Su economía se sostiene principalmente del trabajo en la albañilería en la Ciudad de México, que atrae no solo a adultos sino también a jóvenes que como Benito y Fermín abandonan sus estudios y no aspiran a una vida trabajando en el campo o el comercio. En esas actividades, según sus testimonios, sólo pueden ganar 25 por ciento de lo que obtienen al ejecutar labores de construcción en la capital del país.
“Yo estudiaba la primaria, el quinto grado, pero aquí no cae chamba” contó Fermín, frente a su casa de Xocotla. “Llegué al metro Hidalgo en el centro de la Ciudad de México y desde aquí ya te dicen a qué parte vas a trabajar. Yo me fui a la colonia Portales, trabajé en un edificio de seis niveles, era chalancito. Ahí estuve dos meses. No firmé ningún documento. Los patrones me vieron y dijeron a `ver si no hay problema y ya me metieron a chambear”.
Él y Benito se fueron juntos. Se los llevó uno de los hombres que cada semana buscan mano de obra en esa comunidad. A estos personajes les llaman “contratistas”, pero, en realidad, no ofrecen contratos formales.
José Luis Montalvo es uno de esos contratistas. Habitante de Xocotla, comenzó su carrera como «chalancito» en Ciudad de México hace 15 años. En ese período nunca recibió un contrato legal. Ahora se dedica a reclutar a otros albañiles para llevarlos a la capital.
Durante una tarde de domingo, desde una esquina de Xocotla, Montalvo contó: “Sí, se llevan a menores de edad y los llaman chalancitos. Ganan 1.400 pesos semanales (78 dólares). Se les hace una constancia de la empresa que no se hace responsable y se ponen a trabajar”.
Minutos después, el agente municipal, máxima autoridad de Xocotla, Carlos Martínez Ramos, reveló que suele recibir peticiones de firmas de padres de familia “para deslindar a las empresas de posibles accidentes de trabajo”.
El alcalde de Coscomatepec, Manuel Álvarez Sánchez, dijo a Ruta 35 que en su administración se calcula una circulación de 3 mil 500 trabajadores de la construcción que viajan constantemente yendo y viniendo entre ese municipio y la Ciudad de México, y que la mayoría son de la comunidad de Xocotla. “La población que se va a la Ciudad de México está entre los 13 y 25 años”, añadió el funcionario, quien calcula que la mitad de ellos podría ser menor de 18 años.
Entre esos grupos de personas que salen cada semana desde distintos puntos de ese municipio serrano, van los menores de edad, sin control oficial, sin que el gobierno lo note y sin entrar siquiera en una estadística.
“Entre los líderes comunitarios hay una red de complicidades”, afirmó Hugo González Saavedra, diputado por el distrito XVIII, al que pertenece Coscomatepec, y quien reconoció el éxodo de jóvenes hacia la Ciudad de México. La cadena informal que los lleva a la capital incluye no solo reclutadores, sino unidades de transporte, espacios para brindar alojamiento y contactos en obras específicas.
Es un negocio irregular con un engranaje que aparentemente funciona bien para todos, pues el objetivo de obtener recursos se cumple. El precio que pagan los menores por exponerse a un trabajo y un entorno riesgosos, es lo que le roba la calma al pueblo.
González Saavedra, al igual que el alcalde, dijo no tener responsabilidad en el problema ni herramientas para solucionarlo.
Las autoridades de Veracruz tienen las manos afuera y a las compañías constructoras les conviene la llegada de jóvenes –menores y mayores de edad- porque “saben que ellos vienen a trabajar de verdad y necesitan el trabajo”, según un contratista de la capital del país que habló con Ruta 35 bajo condición de anonimato.
El decreto de Xocotla
El 11 de junio de 2015, en Ginebra, Suiza, el entonces secretario (ministro) del Trabajo de México, Alfonso Navarrete Prida, se sentó en una mesa llamada “No al trabajo infantil, Sí a la educación de calidad”, junto al Premio Nobel de la Paz, Kailash Satyarthi.
Dice el comunicado emitido por el gobierno ese día: “El futuro en materia de trabajo infantil depende de la eficacia de las acciones del presente por los niños que serán los protagonistas del México del mañana”, y siguió un fragmento de lo dicho por Navarrete ante la comunidad internacional:
“Vencer esta batalla significa devolverles el derecho básico de vivir plenamente la infancia y la adolescencia, periodos fundamentales para el desarrollo individual y para lograr su inserción plena en la sociedad”.
Un día después, fue publicado el decreto presidencial en México.
Los domingos en Xocotla, a miles de de kilómetros de Ginebra, Fermín, Benito y los demás chalancitos siguen con su tren de vida alejados de las palabras del secretario del Trabajo.
Ése es un día cuando la gente suele despertar temprano porque están atentos a don Ricardo Alejo, quien recibe los anuncios de oferta de trabajo en su casa y los vocea con los tres altoparlantes que se levantan sobre el techo de su casa entre la fría neblina de la montaña.
“Se necesitan cuatro ayudantes. Contactar con….” fue una de las ofertas de trabajo que se difundió el domingo 22 de enero. Otros anuncios provenientes de contratistas corrieron de boca en boca o de celular en celular y antes del medio día las decisiones estaban tomadas. Sólo quedaba alistar el equipaje en una mochila y esperar a las camionetas de transporte rural. Aquí es donde comienza la salida en masa desde la sierra hasta la capital del país.
Consultada sobre el fenómeno, Alicia Athie, consultora sobre trabajo Infantil de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), afirmó que esa organización no ha recibido información específica sobre el caso, pero anticipó una hipótesis basada en su conocimiento general del tema: cree que los menores de edad son reclutados por intermediarios que los ponen al servicio de constructores grandes, que usualmente tienen buenas prácticas como empleadores. En el esquema que opera en Xocotla, sin embargo, no se observó la verificación rigurosa del personal reclutado por parte de las compañías beneficiadas.
En el pueblo hay unas 60 camionetas de transporte rural que los fines de semana se dedican sólo a llevar trabajadores desde sus casas hacia abajo de la montaña a una estación de gasolina donde esperan los autobuses que los llevan a la ciudad de México. A cada camioneta le caben 15 personas y hacen hasta dos viajes los domingos. Ni las camionetas ni los autobuses tiene permisos oficiales.
“Nos distribuimos todos en pirata” dice Montalvo, el “contratista” que lleva 15 años yendo y viniendo entre la Ciudad de México y Xocotla y que nunca ha firmado un sólo contrato laboral.
Un domingo nublado cuando comenzaba a oscurecer comenzaron a bajar las camionetas con chalancitos, chalanes, albañiles y contratistas por las curvas que sortean los acantilados del territorio montañozo donde está Xocotla. A sus espaldas se iba alejando el Pico de Orizaba, la cumbre más alta de México.
Algunos vehículos con capacidad para 12 pasajeros se enfilaban directo hacia la Ciudad de México. Mientras tanto, otros se dirigían a distintos puntos de las cercanías donde los esperaban autobuses listos para tomar la carretera.
En la explanada de una estación de gasolina, uno de los puntos de reunión, ya estaban siete autobuses listos con capacidad para 45 pasajeros cada uno e iban llegando más personas de otras comunidades de Coscomatepec. Lo mismo ocurría en otros puntos estratégicos donde se anuncian salidas hacia la capital mexicana.
A los choferes de esos vehículos que esperan a los cientos de trabajadores en la estación de gasolina no les gusta que le tomen fotos a sus vehículos ni al suceso del embarque de los “chalancitos”. Forman un grupo, se tapan el rostro y amenazan, pero poco a poco aceptan dialogar y permiten la presencia de los reporteros.
Su actividad no cumple con las regulaciones oficiales. “Los trabajadores son trasladados en líneas fuera de control y no estamos facultados para ordenar la piratería en el transporte público”, aseguró Álvarez. “A los autobuses les dicen los turismo de terror”, dijo el diputado González Saavedra, quién también se declaró incapaz de intervenir.
“Siempre fallan los carros. Luego se descomponen y algunos quieren arder. Se encierra el humo adentro”, contó Benito, con un recuerdo relacionado en su memoria: un accidente ocurrido el lunes 4 de julio de 2016, en la carretera hacia la Ciudad de Puebla, en las inmediaciones de la ciudad de México, en el que murieron seis personas.
Fue una mañana cuando 11 albañiles procedentes de Xocotla viajaban hacia sus lugares de trabajo y fueron embestidos por un tráiler de transporte de carga. Entre las víctimas, la mayoría parientes entre sí, hubo un chico llamado Alfredo Hernández, de 16 años.
Poner el transporte bajo la regulación del gobierno aumentaría el precio drásticamente cerca de 200 por ciento, lo cual sería un obstáculo para ir a trabajar. Esto afectaría la principal circulación de dinero en Xocotla. Los “autobuses del terror”, por lo tanto, son necesarios. La policía municipal vigila mientras los albañiles suben a los vehículos y no cuestionan a los dueños del negocio pero sí a algún extraño que registre los hechos.
Buscar testimonios directos de los menores de edad se torna complicado en el lugar. Los chicos saben que su situación supone la violación de leyes por parte de sus empleadores, no quieren que les vean hablar con extraños, ni arriesgar sus posiciones de trabajo, que constituyen la principal alternativa para tener dinero. La actividad es vista con buenos ojos en Xocotla porque se ha convertido en un motor para sacar al pueblo y sus habitantes de la pobreza.
Los lunes en Xocotla son silenciosos después de que se han marchado las camionetas y los autobuses. Los chicos volverán de visita en una, dos o tres semanas después de haberse internado en la metrópoli más grande y poblada del continente: Ciudad de México.
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Los olvidados de la megalópolis
Son las 8:30 de la mañana en Polanco, una de las colonias más adineradas de Ciudad de México. Un edificio de vivienda de siete pisos está siendo remodelado. Los trabajadores llegan puntuales y hacen una fila para entrevistarse con el contratista.
En un parque vecino hay un grupo de cinco adolescentes, originarios de Xocotla, un pueblo indígena del municipio Coscomatepec de Veracruz. Los chicos aguardan antes de aproximarse al encargado, quien rápidamente los hace ingresar al inmueble.
Para conversar con los adolescentes primero hay que pedir permiso a quienes los trajeron desde su pueblo. “Depende de para qué quiere hablar con ellos”, contestó uno. Otro prometió conseguir el permiso y después de eso pasaron días de evasivas. La respuesta no llegó. Los llamados contratistas, que forman parte de la cadena que lleva a los adolescentes a trabajar a la capital, son precavidos para proteger el negocio.
La asignación al lugar de empleo es azarienta, según explican los relacionados con la operación. Los adolescentes pueden lo mismo ser enviados al sur de la capital a trabajar en una casa que al norte en un lujoso edificio de Santa Fe, una zona con un pujante desarrollo urbanístico a la que la etiquetan como un Manhattan mexicano.
Los lunes en la madrugada suelen llegar a la Ciudad de México los albañiles de Coscomatepec después de dejar atrás la serranía. Los autobuses se estacionan en las inmediaciones del Metro Hidalgo.
El sitio donde aparcan está a pocas cuadras del famoso Palacio de Bellas Artes. También los vehículos de transporte llegan a las inmediaciones de las estaciones de autobuses Tapo y Taxqueña. Fermín y Benito, dos adolescentes de 16 años que han trabajado en obras de construcción desde 2015, llegaron por primera por el Metro Hidalgo y de allí los remitieron a donde les prometieron pagarles 1.400 pesos (78 dólares).
Ellos dos aceptaron hablar en Xocotla, frente a sus casas, en su hábitat normal. “Cuando llegué ya me dijeron a dónde me iba a trabajar, a qué parte de la ciudad. Yo era chalancito. Ahí estuve dos meses. No firmé ningún documento. Los patrones me vieron y dijeron a ver si no hay problema y ya me metieron a chambear”, contó Fermín.
Él comenzó a trabajar a la Colonia Portales, un sector marginal de la Ciudad de México. Ahí trabajó en un edificio de siete pisos. Cerca estaba Benito, con quien compartió una habitación alquilada, en total, por ocho adolescentes, según relatan.
Ambos vivieron un par de estafas en construcciones en donde, llegado el día del pago, no recibieron nada o lo recibieron incompleto. Se sobrepusieron a las pérdidas y no les importó seguir intentando en más faenas dentro de la construcción. Benito trabaja ahora en Santa Fe, Fermín no tienen un rumbo fijo.
Ambos viven con sus parejas en Xocotla y las visitan los fines de semana. A sus 16 años tienen en mente formar sus familias.
José Luis Montalvo, contratista de mano de obra para construcciones quien recluta en Xocotla, afirma que a los chicos solo se les exige un requisito: “Se les hace una constancia de la empresa que no se hace responsable de asumir obligaciones contractuales y se ponen a trabajar”.
Llegados a la capital los aspectos logísticos están cubiertos, aunque precariamente. En Ciudad de México hay una serie de casas o en bodegas que han sido habilitadas como albergues para los albañiles de Xocotla, incluidos los adolescentes. Las instalaciones se encuentran en puntos cercanos a donde llegan los autobuses.
Una de ellas está a cargo de Pedro Marín, un hombre originario de Xocotla que ha sido albañil en la Ciudad de México por 45 años. Nunca trabajó bajo un contrato legal y ahora que no es apto físicamente para laborar en la construcción, aceptó encargarse de esta bodega que antes fue un frigorífico de carnes.
Marín también gana 1.400 pesos a la semana (78 dólares), lo mismo que los chalancitos que llegan a dormir en los rincones de esa gran bodega sobre cartones y sábanas viejas. Pernoctar ahí y en esas condiciones es otro de los males necesarios que se les acumulan en su experiencia en la Ciudad de México.
Al margen de todo lo que ha cambiado desde que Marín se enfrentó por primera vez a la Ciudad de México, hay dos cosas que persisten: los salarios bajos y la falta de previsión laboral por parte del Estado mexicano.
“Este lugar lo usamos para apoyarnos como compañeros. Todos venimos de provincia y aquí les damos hospedaje. Todos venimos de la región de Xocotla. La situación que yo viví es como la de los chicos que vienen a trabajar porque yo también así lo experimenté. Desde los 13 años comencé a trabajar”, contó Marín.
“Aquí llegan buscando trabajo y alguien quien les dé la comodidad del hospedaje. Aquí es siempre con gente conocida. No podemos quedarnos por cualquier esquina o cualquier baldío, tenemos que buscar un lugar. Aquí no hay luz ni nada pero nos conformamos en dormir en un lugar seguro”.
-¿Cómo se duerme aquí?, se le preguntó.
“Lo más humilde que se puede. No tenemos colchón ni cama. Compramos cartones y ahí somos felices”, narró el cuidador de la bodega, quien confirmó que los chalancitos llegan con frecuencia allí. “Llegan rodando como las piedras”, soltó Marín, una especie de faro para al menos cinco chalancitos de los que llegan cada semana a ese rincón en los viejos autobuses.
La escena de esta bodega se repetirá en otro lugar que maneja un sobrino de Pedro Marín, en otro punto de la ciudad.
La actividad ocurre sin controles oficiales. Cuando el gobierno de México decretó en 2015 los cambios en la Ley Federal del Trabajo en materia de trabajo infantil, ya estaba en marcha la creación de los instrumentos que, entre otras misiones, deben controlar a las empresas: el Programa Nacional para Prevenir y Erradicar el Trabajo Infantil y Proteger a los Adolescentes Trabajadores en edad Permitida y la Comisión Intersecretarial para la Prevención y Erradicación del Trabajo Infantil y la Protección de los Adolescentes Trabajadores en Edad Permitida, de la que se han instalado versiones en los 32 estados del país.
La Red por los Derechos de la Infancia en México (REDIM) ve estas acciones como “un acto protocolario, una reunión de funcionarios sin traducción en la vida real”. Juan Martín Pérez, vocero de la organización, afirma lo siguiente sobre las comisiones estatales: “Carecen de recursos, de voluntad política y usualmente los funcionarios que asisten, no traducen esto en ningún tipo de práctica institucional o acción de supervisión”.
Alicia Athie, consultora de Organización Internacional del Trabajo, opinó que cada comisión de los estados “debería tener recursos para que puedan ejecutar acciones sin el argumento de no tener dinero (…) Lo que sucede es que las secretarías responsables ya tienen etiquetados sus presupuestos para los rubros en que los pueden ejercer y no pueden hacer traspasos para otras acciones”.
Ruta 35 preguntó a la Secretaría del Trabajo y Previsión Social cuántas y cuáles empresas constructoras han sido sancionadas en la Ciudad de México a partir de junio de 2015, fecha cuando se emitió el decreto que prohíbe el trabajo en construcción de adolescentes menores de 18 años de edad.
La delegación de esa dependencia en la Ciudad de México respondió que “no ha impuesto sanciones por utilizar mano de obra de menores de edad entre 15 y 18 años”.
La Dirección de Asuntos Jurídicos informó que “no cuenta con información sistematizada y/o clasificada respecto de las empresas constructoras que han recibido sanciones por utilizar mano de obra de menores de edad entre 15 y 18 años” desde el decreto.
En la REDIM esta respuesta de las autoridades no tiene lógica. “Ellas tienen súper claro qué empresas incurren en contratación ilegal de menores y cuáles son los municipios de donde salen adolescentes para trabajar en empresas de construcción tan grandes como las de Ciudad de México”, afirma Pérez. “El tema de fondo es que esta información no se usa para tomar decisiones en términos de prohibir la participación de chicos y chicas y sancionar a las compañías. El gobierno no está asumiendo su responsabilidad de prevención”.
Desde la fecha del decreto y de la creación de los nuevos mecanismos oficiales de control, Benito y Fermín han seguido sus vidas bajo la lógica de Xocotla y no la de Ginebra, donde México anunció sus reformas, destacando la protección a menores de edad durante “periodos fundamentales para su desarrollo individual”.
En esos periodos de sus vidas estaban –y siguen estando– Benito y Fermín cuando comenzaron su travesía por estos escenarios hace dos años.
Ellos recuerdan que durante sus primeros días en la Ciudad de México alquilaron un cuarto de 12 metros cuadrados y un baño para residir con otros seis albañiles.
Algo semejante vivió hace 12 años José Morales, un trabajador que comenzó como ayudante en obras, en la Ciudad de México y vivió en la colonia Minas Coyote, en el municipio de Naucalpan, que está dentro de la conurbación de la capital del país.
Dos de sus compañeros eran de Xocotla. Vivían cuatro por cada cuarto y cenaban a diario sopas instantáneas “Maruchan” y un bolillo, una pieza de pan salado. Los viernes iban por las “monas”, nombre que se le atribuye a los botes de pegamento industrial que compraban en sus excursiones al centro de la ciudad cuando iban a los bailes.
En esos rumbos, adolescentes de Xocotla suelen caer en problemas de adicciones. A Benito y a Fermín les ocurrió, pero también a otros que han sido engullidos en Ciudad de México por las labores de construcción.
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Volver lastimados por la adicción
Rubén Olguín recuerda a su primo José cuando aún no lo habían encerrado en casa. Juntos partieron hace una década desde Xocotla, Veracruz, a trabajar como albañiles principiantes en el barrio popular Mixcoac en Ciudad de México. “Él llegó conmigo a chambear y tenía 17 años de edad. Lo hacía muy bien, era una persona normal, un muchacho serio”.
El paso por la ciudad fue breve, de seis meses, pero hubo tiempo suficiente para que su primo se convirtiera en adicto a los inhalantes. “Ahí comenzó con eso de la droga”, recordó Olguín, que hoy tiene una panadería en Xocotla. Siendo adicto, José emigró poco después a Estados Unidos y regresó completamente distinto. “No sé si le afectó la distancia. No ha podido recuperar su mente”, dijo su primo.
De regreso del extranjero, sus familiares no sabían qué hacer ante los trastornos de conducta. Modesta Chávez, madre de José, decidió destinarle un rincón de su casa de madera y encadenarlo a falta de posibilidad alguna de brindarle tratamiento. “Ahí duerme en el piso porque no se deja su cama ni su ropa. Ahí está enredado con su cobija. Ahí hace todo”.
El caso es conocido en el pueblo, pero no es el único. Las autoridades del municipio Coscomatepec, del cual forma parte Xocotla, consideran que las adicciones han contagiado a los jóvenes de la jurisdicción como una epidemia. La temprana emigración laboral a Ciudad de México, donde les ofrecen puestos de trabajo informal en construcción, es asociada al fenómeno que ocurre en ese lugar veracruzano.
Manuel Álvarez, alcalde de Coscomatepec, calcula que su municipio tiene una población flotante de 3 mil 500 personas que trabajan en la capital y vuelven los fines de semana, días festivos o vacaciones. “La población que se va a la capital del país está entre los 13 y 25 años de edad. El 80 por ciento está en la drogadicción y el vandalismo”, calculó el funcionario, una valoración que coincide con las opiniones recogidas en Xocotla.
En Coscomatepec hay 52.000 habitantes de los cuales un tercio son de Xocotla. “La falta de productividad en el campo y de apoyos bien direccionados del gobierno también son la causa de la situación”.
Modesta Chávez, sin saber de estadísticas, confirma el problema: “Aquí hay muchos así. El hijo de mi cuñado también está igual. Andan a las drogas y ellos ya no entienden, andan mal”.
El ayuntamiento de Coscomatepec en junio de 2015 envió una brigada de salud para realizar “diagnósticos” entre los jóvenes para “saber qué tan informados o incluso enrolados se encuentran con el tema de las drogas”, según información oficial difundida por el municipio.
Un año antes el ayuntamiento produjo un video titulado “Xocotla, Generación Condenada” que compartió en las redes sociales. En el audiovisual se reflejó el problema de los jóvenes con adicciones. El alcalde Álvarez dijo a Ruta 35 que ese video fue mostrado a autoridades federales para persuadirlas para que ayuden a combatir la drogadicción.
El único resultado de ese audiovisual, de acuerdo a habitantes de Xocotla, fue un enojo generalizado entre la población por la “mala fama” que causó a su comunidad. Entre los comentarios en Youtube, por ejemplo, hubo quienes negaron la situación o dijeron que había sido magnificada, pero también hubo quienes dijeron que reflejaba la realidad.
“No hay un padrón exacto sobre qué es lo que pasa”, dijo al respecto Jorge González Rojas, dirigente de Frente Unificador de Trabajadores Urbanos y Rurales Organizados (Futuro), que trabaja en las comunidades indígenas de la región serrana en el centro de Veracruz. “Las autoridades se dan cuenta hasta que por ahí alguien falleció o quedó abandonado a su suerte”.
De lunes a viernes, la vida en Xocotla transcurre con normalidad. A menos de 10 kilómetros hacia cualquier dirección y en cuaquier colina de la serranía se pueden encontrar poblados con evidentes razgos de pobreza. Pero ahí, la primera impresión que se tiene es la de un lugar que está superando sus principales problemas. Las escuelas tienen estudiantes, hay un centro de salud en buenas condiciones y la mayoría de las casas son grandes y están hechas de concreto y no de madera, lo que ha supuesto un progreso material.
Con pocos minutos ahí, los detalles empiezan a revelar otra realidad. La clínica tiene una médica y una enfermera. Las filas de pacientes comienzan a las 4.00 de la madrugada. La doctora Carolina Román, paró de atender pacientes unos minutos y dijo a Ruta 35 que “a los chicos con problemas de drogadicción no hay quien los atienda”, salvo en ocasiones en que hay campañas políticas y los candidatos quieren ganar votos enviando campañas de combate a las adicciones.
Ella frecuentemente recibe a los adolescentes que llegan de la Ciudad de México con lesiones de trabajo, con heridas, golpes y fracturas.
El dinero de los programas asistenciales del gobierno –recursos mensuales destinados a las familias más pobres– se le queda a los cobradores de tiendas departamentales que suben a la sierra a cobrar las deudas.
Hay niños desde los seis años de edad deambulando y manipulando los videojuegos sin ponerles monedas, afuera de una tienda donde suena con altos decibeles el hip hop de la Santa Grifa, una música traída desde la Ciudad de México, con canciones que describen la vida violenta de los barrios capitalinos.
La descerción escolar se dispara cuando los jóvenes llegan a una edad en la que pueden trabajar. En este caso, la edad es de 14 y el trabajo está lejos, a 340 kilómetros, en la capital del país.
Según Gustavo Martínez, profesor voluntario de Xocotla, unos mil niños entran al nivel de primaria; a la secundaria entran 250 alumnos; al bachillerato entran 40 y cada año se gradúan entre ocho y 15 jóvenes.
En Xocotla hay tres profesionistas universitarios. Uno es el maestro Ernesto Martínez, síndico del ayuntamiento, y Ofelia Martínez, su hermana. Otro se llama Román Morales.
Hay un parque con juegos infantiles y dos canchas deportivas para el entretenimiento. En una de ellas está un pintada que dice: “Dí no a las drogas”. Es ahí, y en otros rincones, donde los niños y jóvenes se juntan en grupitos e inhalan pegamento utilizando en construcciones.
Muchas personas que se ven en las calles más tarde son esos jóvenes y niños caminando sin rumbo y pidiendo dinero. Son el daño colateral del aparente progreso de Xocotla, el costo humano de que la mayoría de las familias vivan en casas de cemento con las ganancias obtenidas con los empleos en la capital.
El agente municipal, Carlos Martínez Ramós, reveló que en Xocotla la venta de inhalantes ha aumentado: “Los que distribuyen lo agarran como un negocio porque hay mucho joven que se droga. Detuvimos a una persona la semana pasada nos confesó que lo hizo porque tenía una deuda de 4 mil pesos (223USD) y con tres cajas de 24 botes cada una que se trajo de activo, salió de su deuda y hasta le sobró”.
Cerca de las canchas vive Benito, un chico de 16 años de edad que comenzó a trabajar en la Ciudad de México a los 14. Cuando estuvo allí, vivió en un pequeño cuarto donde comenzó a probar los inhalantes con otros adolescentes.
En su viaje de regreso después de la primera semana como “chalancito”, iba en un autobús “pirata” que se llenaba de humo cuando el chofer forzaba la máquina. “Hay morros (jóvenes) que vienen moneando (inhalando) adentro del autobús, hablan solos y se escucha bien fuerte. Se encierra el humo adentro. Ellos van adormecidos y no lo sienten”. No iban dormidos, sino adormecidos. Drogados.
Benito ahora lo recuerda que está rehabilitado y hace el viaje con frecuencia. Antes él pudo ser uno de los que iban adormecidos y hablando solos.
Rubén Olguín, el primo de José, trabajó 17 años de albañil. Él habló de los motivos y la forma en que sale la mano de obra hacia la Ciudad de México.
“Si te encuentras un buen patrón, ya la armaste. Si no, ya te chingaste. Nos vamos al ahí se va y vivimos en las obras donde llegamos. Nos vamos a la voluntad de Dios, todos los que están mejorando sus casas en Xocotla es porque se han ido, pero los jóvenes se han ido perdiendo, se van a México y llegan transformados. La drogadicción es el problema número uno”. Dijo Rubén cuando recordó cómo vio a su primo por última vez, y soltó una frase sin pregunta de por medio: “Dicen que todavía está vivo”.
Olguín se alegra durante las mañanas de los fines de semana, en días feriados y en vacaciones porque sus ventas son muy buenas en la panadería. Vuelven al pueblo los trabajadores y traen dinero. Pero en las tardes es mejor cerrar las puertas del negocio porque comienzan los recorridos errantes de algunos chicos.
Como en los barrios de la capital, el pueblo aprendió a dividirse. Están los de arriba y los de abajo imitando a las pandillas y creyendo en una rivalidad territorial. En el pueblo hay pintadas con el nombre de la pandilla Sur 13 y peleas frecuentes entre grupos.
“Aquí la inseguridad es porque los chamacos se agarran entre ellos a pedradas, con cadenas, cinturones, con lo que tengan. Es normal que las personas salgan lastimadas en temporadas de vacaciones”, confirmó Gustavo Martínez.
Los últimos días de José en las calles eran así, en la “loquera”, y todavía los recuerda. Se lo contó a Leonardo Tiburcio, lugareño familiarizado con los males de Xocotla, durante una visita a su cuarto, en la que Ruta 35 estuvo presente con el permiso de Modesta Chávez.
La escena, ocurrida en 2014, se desarrolló en la oscuridad, pues el cuarto de José no tiene ventana y sólo entra la luz por las rendijas de los tablones de madera. Como es común en esa región montañosa, hacía frío. Para alegría de su mamá, el chico ya aceptaba cubrirse con una cobija.
“Me tengo que curar, tengo que salir, ya no voy a ser loco, tengo que buscar la forma de cómo curarme. Así poco a poco”, dijo José, con una recobrada capacidad de hilar mayor cantidad de oraciones.
Leonardo Tiburcio disparaba preguntas una tras otra, como si quisiera despertar la memoria perdida del chico acurrucado en la penumbra. “¿Estarías de acuerdo tomarte un tratamiento para que te levantes?, ¿quieres que te vea bien tu mamá, tus amigos?, ¿te duele?”.
“Ya no podía yo con la loquera, me hacía daño a lo grande. No podía, no podía. Quiero decirles que me ayuden”, decía José. “Si estuviera curado, yo no necesitaría yo nada más”.
José no ha mejorado desde aquel día. Su caso para muchos es una metáfora extrema de las consecuencias que puede traer el modelo de trabajo que da sustento a Xocotla, es un ejemplo de las heridas que, en muchos casos, deja la búsqueda del bienestar en un lugar donde las políticas públicas, según las propias autoridades, no funcionan.
“No tiene caso que el pueblo esté progresando mucho en alumbrado, calles y campos deportivos y que el joven en lugar de que le dé gusto, se drogue”, dice el agente municipal. Así es más lo que se pierde, que se lo que gana.
*Este reportaje fue realizado en el marco de la iniciativa para el periodismo de investigación en las Américas, del International Center of journalist (ICFJ), en alianza con Connectas.