“Quizás nada ilustra la general desintegración de la vida política mejor que un indeterminado y generalizado odio hacia todos y todo, sin un foco para su atención apasionada, sin nadie a quien hacer responsable por el Estado de cosas, ni el gobierno ni la burguesía o un poder externo. Consecuentemente se vuelve en todas las direcciones, peligroso e imprevisible, incapaz de asumir un aire de saludable indiferencia sobre nada bajo el sol”. Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo (1951).
1. Combatir los frutos del árbol del odio mientras se nutren sus largas raíces. El gobierno combate las consecuencias de los discursos de odio sin tratar de dar respuestas a sus causas más profundas. Sin futuro, no hay comunidad; no habrá paz ni posibilidad de acuerdos sociales, se multiplicarán los nihilismos propios de las vidas de precariedad extrema que entre el miedo y la angustia constante invitarán a más procesos de violencia política. Sin moneda no hay derechos. La inflación no sólo destruye salarios y expectativas sino la estabilidad mental. Estabilizar la economía es estabilizar las emociones sociales y reducir sus pasiones tristes. Sin una contención, los resentimientos y temores sociales traerán un sol negro, el invierno más largo y cruel.
Los niveles de incertidumbre social y política de la actualidad alimentan de manera excepcional las ansiedades colectivas que se potencian y brotan como fuerzas subterráneas de un malestar civilizatorio global que en nuestras latitudes tienen ritmo inflacionario, rasca cicatrices históricas y puede llevar a un Estado fallido.
La esfera pública, hoy privatizada por las plataformas de marketing, fue trasladada a un complejo industrial de emociones negativas. El complejo industrial controlado por algoritmos necesita de las emociones potenciadas al extremo para mantener la atención. No hay nada más adictivo que el odio, la envidia y las pasiones oscuras especialmente si se nutren en la lógica del amigo-enemigo, ellos o nosotros. Paradójicamente, las guerras culturales de ideologías políticas fortalecen a actores privados que construyeron las plataformas que habitamos virtualmente y debilitan los actores públicos, al Estado y sus funcionarios electos en el mundo real. En la actualidad, militar ideologías en redes sociales es trabajar gratuitamente para monopolios tecnológicos responsables de los efectos en la salud mental y capacidad de concentrarse de generaciones. Militar en redes sociales es debilitar lo público y la Estatalidad, quizás incluso la propia cultura democrática, pero cumplir con un impulso narcisista de “tener un perfil público” y “defender causas” aunque la impotencia de expresarse hoy entre tanto ruido sea evidente.
Las políticas del resentimiento (que analizamos en esta nota de noviembre del 2021) y los gritos del malestar social (que comentamos en esta nota de hace unos meses), no se solucionan con voluntarismo ni con la superioridad moral habitual en tantos que impostan virtud ante una sociedad que no tiene ni contención ni respuestas para un mañana cada vez más complejo. Para contener a la sociedad, tienen que dejar de pensar con la lógica de las redes sociales y la ansiedad que busca status en la derrota y humillación del otro. Las reacciones que pretenden castigar violencia y crueldad con más violencia y crueldad solamente refuerzan el trauma social y el resentimiento con bilis negra que echa raíces más profundas en ese nuevo maltrato que busca “prestigio” efímero de las audiencias ávidas de distracciones.
La sociedad y sus miembros se sienten solos y abandonados, sin conexión ni comunidad, y ante tanta incertidumbre y todas las tormentas por venir, necesita contención y que la escuchen, no que la usen para demostrar “lo roto que está el pacto democrático”. La soledad y desmembramiento es el prólogo de procesos autoritarios y de sugestión de masas. Justamente hace tiempo está en descomposición “el pacto democrático” entre la falta de proyecto de largo plazo, la destrucción de la capacidad del Estado, el empobrecimiento colectivo, la inseguridad económica, los funcionarios que no funcionan y un sistema político que se doblega sin imaginación ni sensibilidad, ajusta a los más humildes y da privilegios inconstitucionales a sectores extorsivos. Si ese es el referido pacto hay que repensarlo como “pacto democrático”.
Capitalismo de amigos con los que fugan y después se fugarán, capitalismo caníbal con la sociedad que genera la riqueza con sus recursos soberanos mientras se empobrece y sólo crece la desesperanza y la bronca estructural ante un gobierno que lo abandona. El sistema político protege al modelo de acumulación que lo humilla y somete. Un sistema político subordinado a un modelo de acumulación que crea inteligentemente discursos y opciones “antisistemas” para disputar sentidos comunes e impulsar reformas estructurales que lo tendrán como principal beneficiario. El Estado y el gobierno cuidan mucho mejor a unos pocos empresarios oligopólicos que a sus votantes y a la sociedad. Cabe recordar el mandato constitucional obvio por más que suene naif: los gobiernos tienen la obligación de proteger a la sociedad y a cada una/o de sus miembros, en lugar de ser siervos de las corporaciones y oligarquías por las que se dejan sodomizar.
Mientras que el empobrecimiento colectivo sea lo único que se expanda en nuestro horizonte, lo razonable es que los procesos de descontento y frustración aumenten de manera exponencial. Se intentará sedar todo el dolor con formas de hedonismo depresivo, juegos electrónicos, drogas recreativas y otras formas de distracción de plataformas. Mientras tanto no se identifican las causas de los discursos de odio y tampoco se dan respuestas integrales. Una parte significativa de esas causas son responsabilidad del actual gobierno, que está por entrar en sus últimos meses de gestión preelectoral. En una gestión de gobierno que nunca terminó de comenzar y que se caracteriza -más allá de expresiones retóricas y posibles buenas intenciones- por la falta de respuesta a problemas estructurales, la ausencia de liderazgo, zig zag en sus proyectos legislativos y políticas públicas, pérdidas de oportunidades, internas abiertas en contexto de desafíos explosivos, deudas institucionales, errores no forzados y graves fallas de comunicación. Es probable que, al terminar su gestión, se refuercen las causas del descontento político por los desafíos ambientales de un verano infernal y por las pugnas del nuevo orden internacional.
Las propuestas caricaturescas -ellos malos, nosotros buenos- evidencian la ausencia de escucha y se invita al enfrentamiento fratricida junto a la aparición de demagogos y fascistas con talentos que manipulen el malestar real de una sociedad huérfana de respuesta y contención de sus líderes. Son los falsos progresistas que tanto saben como solucionar (sic) los discursos de odio los que están alimentando las bases sociales del descontento que votará con irracionalidad, bronca visceral y odio puro. Las campañas del Brexit (junio 2016), la elección que llevó a Trump (noviembre 2016), a Bolsonaro (2019) al poder y la campaña del apruebo en Chile (2022) fueron producto, menos de la radicalización de la derecha, y más de los discursos alienados por una cultura de la fragmentación superficial, narcisista y profundamente hipócrita que está impostando virtud, destruyendo la posibilidad de acuerdos y los mismos ideales de igualdad y justicia social.
La hipocresía exacerbada de una esfera de validación invita a reforzar el cinismo de emociones negativas de otra esfera. Negar un argumento porque es “políticamente incorrecto” refuerza que los discursos negados aumenten entre las mayorías silenciosas que terminan censurándose en la discusión pública, ocultándose en campañas de trolls y votando sus preferencias identitarias en partidos “antisistemas”. El consumo irónico, la necesidad de mostrar una falsa virtud junto a la impotencia de la indignación colectiva ante los discursos “políticos incorrectos” hacen que las derechas crezcan a causa de los infantilismos de los puritanos y las policías del pensamiento que cancelan, difaman y humillan “desde el lado correcto de la historia”. La identidad se construyó con la emoción de la negación del diálogo, el dogmatismo y la prohibición eclesial de hablar de ciertos temas. En definitiva, movimientos que querían cambiarlo todo lo lograron: empeorarlo todo es cambiarlo todo.
Ciertas izquierdas y progresismos abandonaron a las mayorías que viven con asfixia y desesperanza la crisis social y económica. Incluso aquellas fuerzas que tienen bases populares no pueden expresar el malestar con sincera bronca por sus alianzas de gobierno. Así, ciertas expresiones de las izquierdas y progresismos renunciaron de forma cobarde a la crítica al sistema político, al pensamiento crítico de largo plazo que no abraza las modas pasajeras, a la libertad de expresión como herramienta para poner un límite a la estupidez estructural o para escandalizar a los burgueses, la iglesia y a los oligarcas, al debido proceso, las garantías constitucionales -que tanto se violó para perseguir históricamente todo movimiento que luchó por expansión de derechos- y al carácter universal de los derechos humanos por ideologías de minorías privilegiadas que dividen y debilitan, que después de jugar su juego reaccionario y puritano volverán a sus vidas de privilegio sustancialmente enriquecidas y serán cómplices de los autoritarismos que como inquisidores bienintencionados (sic) contribuyeron a gestar.
2. Una sociedad se derrota a sí misma con sus guerras culturales. En cada esfera de la sociedad, vemos que hay guerras culturales e ideológicas que potencian los conflictos en lugar de reducirlos. Reuniones familiares, de trabajo o grupos de whatsapp de jardines de infantes pueden volverse un campo de batalla a partir de un desacuerdo tribal y trivial. El conflicto es inescapable pero hay herramientas para reconducirlo e, incluso, para hacer que sea productivo en lugar de destructivo. Vivimos en tiempos donde las herramientas que se usan potencian al extremo la división y la diferencia. Se lee, escucha, conversa y actúa con espíritu bélico.
Las guerras culturales son el principal alimento del odio y el resentimiento, en algunos casos formas de racionalizaciones sofisticadas que primero refuerza identidades divisivas, fragmenta con polarización y después la sociedad se ataca a sí misma al no reconocer a su pares como miembros de la comunidad. Las guerras culturales pueden justificarse en la justicia social o en la libertad. Las guerras culturales no construyen derechos sino que los destruyen y dividen a la sociedad como prólogo para que sus facciones entren en la metástasis de las guerras de hermanos contra hermanos, de pobres contra pobres, degradando todo. Todas las pedagogías de la crueldad de las guerras identitarias que concretó patrullas de control social en redes sociales y grupos de whatsapp para hostigar, atacar, escrachar y hacer campañas de difamación y desprestigio hace unos años -todo documentado con lujo de detalle- fue el prólogo de lo que hoy vemos como práctica en el proceso que investiga la red de personas involucradas en el atentado a la Vicepresidenta.
Hay una conexión íntima entre las guerras culturales y las guerras judiciales. Diferentes esferas de la sociedad tienen sus formas de interacción bélica hoy potenciadas. La clase empresarial siempre hizo espionaje comercial y lucha libre de expedientes en tribunales con los competidores que no puede neutralizar, subordinar y/o comprar. Las agencias aduaneras, mineras o tributarias tienen disputas interpretativas para generar excepciones poéticas o aplicar normas públicas de formas inventivas que podemos sospechar no tienen como beneficiario al pueblo soberano y su tesoro público. La clase burocrática y sus operadores tienen guerras administrativas en las diferentes agencias del Estado.
Las guerras judiciales son una consecuencia de la judicialización de la política que muchos actores que hoy las sufren ayer fomentaron en una posición de mayor poder, sin siquiera entender las fuerzas que conjuraba. No se posee la vocación ni las herramientas conceptuales para entender las fuerzas políticas que se desató con las guerras culturales y judiciales. La lógica de la guerra devora toda práctica social por más insignificante que sea y no permite hacer previsible su fin. Lo avisamos desde el año 2010 al señalar las diferentes razones para (no) judicializar la política (en esta nota), mucho tiempo antes que se haya banalizado hasta la exageración el concepto de lawfare.
Las noticias falsas son parte de las campañas de desinformación y distracción de la lógica de la guerra. Después de las elecciones de EEUU en noviembre de 2020 se desarrolló la campaña más efectiva de noticias falsas que todavía hoy hace “pensar” a gran parte de la población de EEUU que la elección fue “robada” a un candidato presidencial. Este año la propia Corte Suprema de los EEUU consolidó su jurisprudencia conservadora con un hito simbólico (Dobbs) como clara declaración de guerra al sistema político y a los movimientos sociales. El sistema político de EEUU no quiere -pero tampoco puede- encarar reformas estructurales en el sistema productivo, económico o social dado que la propia Corte Suprema será resguardo de intereses concentrados con decisiones previsibles.
El sistema político se está reformulando y sus actores desarticulados y distraídos. Más allá de los excesos de llamar a todo lawfare, el miedo a las guerras judiciales crece y es una forma de disciplinar todo el sistema político mientras la sociedad le hace bullying, control social desde abajo, demostrando su descontento político estructural. El poder judicial disciplina, anula y cancela candidatos mientras el descontento político de una sociedad con problemas de salud mental alimentados por una bronca colectiva y una falta de futuro está en espirales de recrudecimiento. Todos dispersos y desorientados no ven el proceso de debilitamiento de un Estado cada vez más bobo, débil y fagocitado por sus propias fuerzas satelitales. Tanto a nivel nacional como internacional, las corporaciones transnacionales, con ayuda de socios internos, se ven muy interesadas en ser sucesoras de un posible Estado fallido en gestación.
La negación de las guerras judiciales es parte del arte de la guerra híbrida. Toda estrategia debe ser negada cínicamente. Se realiza a través del uso de intelectuales públicos que trabajan para intereses privados concentrados bajo la promesa de llegar a lugares supremos o para obtener minutos de pantallas que les permitirá tapar el vacío de sus evidentes carencias afectivas mientras esperan sus designaciones en las cortes del poder.
El miedo a los linchamientos mediático-judiciales deben ser tomados en serio hoy, cuando los pactos se han roto en todas las latitudes. La guerra de Ucrania abrió un nuevo capítulo del lawfare a nivel internacional con las sanciones económicas. Francia y España tuvieron persecuciones judiciales famosas como el caso de Mélenchon y del conflicto de Cataluña y hay nuevos casos resonantes en formación. En EEUU tanto demócratas como republicanos se preparan para una guerra judicial abierta, que ya comenzó con reformas legislativas distritales y estaduales en el proceso electoral de 2022 como laboratorio de la elección presidencial de 2024.
Todo funcionario político puede tener razonablemente miedo al armado de causas, procesos mediáticos de humillación y linchamientos judiciales, que dependen más de correlaciones de fuerza que de argumentos legales y pruebas fehacientes. El miedo al disciplinamiento ante la amenaza judicial es real, pero muchas veces parece que se quiere la legítima soberanía política sin interferencia judicial para ser obediente a la crueldad del ajuste constante, o para concretar acciones afirmativas para los sectores con poder extorsivo en la economía. Que las guerras judiciales no oculten la disciplina con que se administra la descomposición colectiva y el saqueo de los recursos abundantes y estratégicos del país como único proyecto político de largo plazo.
3. La fragilidad del Estado abrirá la posibilidad de la reconfiguración de lo público. Vivimos tiempos de aceleración excepcional. Pandemia, monopolios tecnológicos como feudos de vidas digitales, decadencia de imperios, distracción masiva e inflación global aceleran el ya presente proceso de debilitamiento de los Estados y de las culturas democráticas con desconsuelo colectivo. Argentina será uno de los países con más inflación interanual a nivel comparado y el mundo está inaugurando un capítulo complejo en la historia de la economía. La ausencia de una moneda fuerte a nivel nacional abre la posibilidad concreta de un Estado fallido. Sobre todo cuando la misma moneda de referencia de nuestro bimonetarismo está en disputa. Los desafíos ambientales suman nuevos problemas en un contexto de reformulación del mundo en dos bloques cada vez más separados. Estados débiles en el fin de la globalización y sociedades cada vez más enfrentadas y cerradas.
Evitar analizar los problemas no los hace desaparecer. En el plano nacional, negar la realidad es una práctica histórica. Negar problemas, como el narcotráfico creciendo y controlando territorio, tendrá consecuencias directas. Negar los problemas ambientales con gestiones irresponsables que ni siquiera hacen un mapa público de los desafíos colectivos, será suicida. Negar los problemas de control territorial, esto es, espacios donde el gobierno no puede proveer seguridad y no hay control ni autoridad republicana, resulta un error fatal. La ley ya no se aplica tanto en terrenos digitales como en territorios concretos, y posiblemente en estos años la situación se profundice. Los desafíos ambientales, pensados aisladamente de otros conflictos inseparables, requieren una respuesta global que ninguna fuerza política o corporativa ni Estado Municipal, Provincial y/o Nacional podrá resolver aisladamente. La necesidad de dejar lógicas bélicas y de construir respuestas conjuntas es manifiesta si no queremos que el colapso ambiental refuerce las tendencias autodestructivas cuando se multipliquen las sequías, los incendios y las disputas por los recursos. Si no se responde a estos desafíos y al crecimiento del vacío de autoridad estatal, la violencia del Estado fallido traerá respuestas autoritarias y será el resultado directo de la irresponsabilidad e inacción política de las fuerzas que, sin real compromiso democrático, se autoperciben liberales, republicanas, nacionales y populares.
La distracción del sistema político es la regla, la responsabilidad es la excepción. La clase política puede reconocer -antes de que sea tarde- que no tiene sentido ganar las batallas electorales de un país en cenizas.
Las guerras culturales como las guerras judiciales, potenciadas por un marco internacional bélico reconfigurando todo en términos de bloques y recursos, encuentran a las mayorías de los responsables institucionales distraídos y divididos sin posibilidad de acción o diálogo, esto es, debilitados de manera estructural. Ese contexto requiere poner como objetivo principal detener la degradación de la fuerza y autoridad pública para evitar un Estado fallido ante la desintegración social. Proyectar una acción reconstrucción de las capacidades de un gobierno y Estado responsable que escuche, abra puertas a la participación democrática y defienda a la sociedad que le da su razón de ser. Carl von Clausewitz afirmó: “Todo en la guerra es simple pero la cosa más simple es difícil”. Prestar atención es simple y hoy parece casi imposible.
Lucas Arrimada es Profesor de Derecho Constitucional y Estudios Críticos del Derecho (UBA).
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