Cada francés suele consumir un kilo de mostaza al año. Pero en 2022, probablemente, será menos. Desde hace meses, hay escasez de la variante de Dijon, picante y cremosa, debido a la falta de sus semillas. Los fabricantes franceses importaban un 80% de las semillas que utilizaban de Canadá, pero el año pasado ese país sufrió una sequía que redujo las cosechas a la mitad. Otros productores de la semilla son Rusia y Ucrania, pero este año la guerra y las sanciones han impedido que se pueda recurrir a ellos.
En Reino Unido hay una creciente alarma por la escasez de mano de obra. La hay en la agricultura, la construcción, el transporte y la industria. También en los cuidados de la gente mayor. De acuerdo con cifras oficiales, en el país hay más de un millón de puestos de trabajo vacantes. Pero esto no solo ocurre en Reino Unido. En Dinamarca faltan hasta funcionarios. En plena temporada turística, los hosteleros australianos se quejan de que no encuentran cocineros. En España, contaba este periódico en junio, durante el verano están faltando socorristas, camareros, repartidores y reponedores de supermercado. Las causas son múltiples. Está la gran resaca de los cierres pandémicos; en Dinamarca, al parecer, se está produciendo una oleada de prejubilaciones. Pero en Reino Unido parece claro que la escasez se debe en gran medida a que tras el Brexit cada vez llegan menos inmigrantes; también aquí, señaló el Banco de España, la falta de mano de obra se debe a la menor llegada de inmigrantes durante la pandemia.
Ramón González Férriz
Al mismo tiempo, suben los precios en los restaurantes; los servicios de ‘delivery’ que nos llevan la comida a casa se encarecen o cierran debido, en parte, a las subidas de los tipos de interés; faltan aviones para llevarnos a los destinos vacacionales con los que llevamos soñando desde que empezó la pandemia y seguimos sin tener todos los chips que necesitamos para hacer más cepillos de dientes eléctricos y coches. ¿Billetes de avión baratos a ciudades de todo el mundo? Olvidémonos también de eso: “No hay duda de que no volveremos a ver en varios años nuestras ofertas promocionales realmente baratas”, dijo el consejero delegado de Ryanair.
Estos son problemas de ricos, por supuesto: aunque sea un poco peor, la vida es perfectamente posible sin mostaza autóctona (siempre se puede importar de Estados Unidos, aunque los franceses desprecien las variedades dulzonas), con menos camareros y con cepillos de dientes manuales de toda la vida. Pero estas carencias son una buena indicación del mundo al que nos dirigimos: un mundo menos fluido, con pequeñas incomodidades más frecuentes, en el que incluso la clase media tendrá que renunciar a algunos placeres como salir a cenar o viajar con frecuencia, o limitarlos: simplemente, se volverán demasiado caros.
Esteban Hernández
Así será nuestra vida en los próximos años: menos cosas buenas en menor cantidad. Las causas, como decía, son variadas: del Brexit a la pandemia, el envejecimiento de la población, la guerra fría entre Estados Unidos y China y la caliente entre Rusia y Ucrania, y la reducción abrupta —aún no sabemos si duradera— de la inmigración. También el aumento del precio de la energía, que tampoco sabemos si se prolongará. Pero todo, al final, se debe a una sola causa: el mal funcionamiento de la globalización.
En contra de lo que afirmaban las interpretaciones más grandilocuentes de la globalización, según las cuales esta llevaría la democracia liberal, la moral de la clase media y las ventajas de la homogeneidad cultural a todos los rincones del mundo, la globalización ha servido, sobre todo, para hacer la vida más fácil. En algunos lugares del mundo, como la China rural o India, la vida de cientos de millones de personas ha sido mucho mejor porque, simplemente, pudieron salir de la pobreza. En Occidente, la globalización representó, además de un brutal descenso de nuestra actividad industrial, sobre todo precios bajos —de la ropa tirada de precio a incontables cachivaches de plástico—, mano de obra barata y la costumbre, que dábamos por sentada, de tener una oferta internacional y casi infinita de cosas entre las que elegir.
Ramón González Férriz
Eso no requería exactamente paz y orden en el mundo. Durante los años álgidos de la globalización existió una seria amenaza del terrorismo islámico a escala mundial, guerras en Afganistán e Irak, otra en la antigua Yugoslavia, tan cerca del corazón de Europa como la de ahora en Ucrania, y una enorme inestabilidad política en buena parte del mundo: de Rusia a África. Pero, con todo, en ese momento coincidieron dos cosas. Las dos se están desvaneciendo.
La primera es el optimismo: la globalización se alimentó sobre todo de este combustible tan volátil. Funcionaría mientras la mayor parte de los países del mundo pensaran que podía ayudarles económica o políticamente: el Partido Comunista chino basó en ella su legitimidad; Europa creó el euro, en parte, con la esperanza de que fuera una moneda global. En Occidente, quizá la inmigración no era vista con entusiasmo, pero sus ventajas económicas resultaban tan evidentes que no era uno de los temas principales de la agenda política. Lo importante era la eficiencia. Hoy parece importar más la protección.
La segunda es el dominio incontestado de Estados Unidos: en los últimos cinco años, el mundo ha dejado de ser unipolar. China quiere compartir la hegemonía. De manera un tanto patética, Rusia cree que también merece estar en esa competición por el liderazgo global. La UE sigue dudando si participar en esa carrera o conformarse con ser el socio junior de esa vieja ‘joint venture’ llamada Occidente.
A veces, puede parecer que quienes escribimos sobre la globalización nos situamos en un plano remoto de la realidad que no afecta a la vida de las personas normales que trabajan, votan y consumen en la medida que pueden. Pero cuando hablamos de una progresiva desglobalización, o de una globalización disfuncional, de un cambio esencial en la manera en que hemos entendido la eficiencia y el comercio durante décadas, hablamos de eso: de mostaza, de camareros y de billetes de avión baratos. Sin optimismo ni unipolaridad, todo eso será más escaso. No es dramático necesariamente. Pero echaremos de menos los tiempos en que la globalización funcionaba.
Cada francés suele consumir un kilo de mostaza al año. Pero en 2022, probablemente, será menos. Desde hace meses, hay escasez de la variante de Dijon, picante y cremosa, debido a la falta de sus semillas. Los fabricantes franceses importaban un 80% de las semillas que utilizaban de Canadá, pero el año pasado ese país sufrió una sequía que redujo las cosechas a la mitad. Otros productores de la semilla son Rusia y Ucrania, pero este año la guerra y las sanciones han impedido que se pueda recurrir a ellos.