Fue un evento tan traumático que durante medio siglo nadie quiso recordarlo. La pandemia de influenza ocurrida entre 1918-1919 fue la mayor que sufrió el mundo en todo el siglo XX y una de las peores registradas en la historia de la humanidad. Erróneamente conocida como “gripe española”, esta enfermedad causó unas 25 millones de muertes, cifra que según algunas estimaciones podría elevarse hasta unos 40-50 millones.
“Solamente en Estados Unidos fallecieron 675.000 personas, probablemente más. Era una pérdida descomunal, pero no puede separarse del hecho de que ocurrió al mismo tiempo que se desarrollaba la Primera Guerra Mundial. Esos dos acontecimientos estaban completamente vinculados”, dice el historiador Kenneth Davis, autor del libro More Deadly Than War (Más mortal que la guerra), a BBC Mundo. Agrega que mientras la guerra terminó en noviembre de 1918, la influenza siguió matando y causó más muertes en todo el mundo que el propio conflicto.
“La vida se había paralizado por completo en Estados Unidos y en muchos otros lugares del mundo. La gente no podía ir a la iglesia ni moverse libremente, tenía que usar mascarillas, etc. Todas las cosas que hoy asociamos con la pandemia actual sucedieron en 1918, aunque en una escala diferente porque el país estaba mucho menos urbanizado en ese momento”. La sociedad reaccionó, entonces, con una deseo tremendo de “regreso a la normalidad”, idea que de hecho fue el lema de campaña de Warren Harding, quien ganó las elecciones presidenciales en Estados Unidos en 1920.
“La gente quería olvidar la guerra, la pandemia y sus pérdidas terribles, pero también quería divertirse”, apunta Davis, quien ve un claro vínculo entre estos traumas y la irrupción de los míticos “locos años 20″, una época asociada en el imaginario al charlestón, el jazz y la agitada vida nocturna. Pandemia y guerra impulsaron un cambio en las mujeres y en la forma como la sociedad las percibía, pues para hacer frente a esos eventos se habían incorporado a las actividades productivas, trabajando en fábricas, oficinas y hospitales. “No es coincidencia que fue entonces cuando en Estados Unidos se aprobó la enmienda que le dio a las mujeres el derecho al voto”, indica el historiador.
En el caso de Estados Unidos este doble trauma trajo consigo otros cambios polémicos: el crecimiento de los partidarios del aislacionismo ante el mundo y un resurgimiento del Ku Klux Klan. “La gente pensaba que las ideas peligrosas, al igual que la pandemia, procedían del extranjero, por lo que querían cerrar el país. De hecho, había personas que creían que los alemanes habían causado la pandemia como una táctica de guerra. Esta actitud se reflejó luego en una dura reforma migratoria que restringió la inmigración europea. Veían a los inmigrantes como peligrosos, sucios y enfermos”, señala Davis.
En cuanto al Ku Klux Klan explica que su auge se debió al temor de parte de la población de que los soldados afroestadounidenses que fueron a combatir en la guerra en Europa regresaran al país exigiendo más derechos. “El crecimiento del Ku Klux Klan también estaba impulsado por el rechazo a los extranjeros e inmigrantes, pues había un fuerte movimiento nativista en el país que reflejaba la tendencia aislacionista”, agrega. Pero ¿cuáles fueron los principales cambios sanitarios que impulsó la pandemia de 1918 en la vida de las personas?
BBC Mundo te cuenta de cinco hábitos de salud que cambiaron desde entonces.
Antes de la pandemia de influenza de 1918, lo usual es que en los edificios públicos de Estados Unidos y en las estaciones de trenes hubiera una especie de vaso de metal conocido como “tin dipper” que se usaba para servir y tomar agua. Era el mismo vaso para todos, por lo que decenas o centenares de personas lo usaban cada día. Ese hábito antihigiénico solamente logró ser erradicado con la llegada de la pandemia cuando estos vasos metálicos fueron sustituidos por los vasos desechables Dixie que se hicieron ubicuos desde entonces.
Aunque habían sido creados en 1907 y eran promovidos como una forma de proteger la salud ante los gérmenes con el nombre de Health Kup, estos vasos desechables no habían logrado conquistar a los consumidores. Con la pandemia fueron rebautizados como Dixie y promocionados agresivamente en anuncios publicitarios como una medida necesaria para protegerse de la enfermedad. Desde entonces, se convirtieron en un éxito que sería exportado a todo el mundo.
El hábito de cubrirse la boca o la nariz con un pañuelo al toser y/o estornudar fue otro hábito de salud que se generalizó durante la pandemia de influenza. “Coughs and sneezes spread diseases” (la tos y los estornudos propagan enfermedades) era un lema adoptado por las autoridades de salud de Estados Unidos durante esta pandemia.
El mensaje era impreso en anuncios en los que se advertía que se trataba de gestos “tan peligrosos como una bomba venenosa”.
Hasta la llegada de la pandemia de influenza de 1918 escupir en lugares públicos era visto como un hábito socialmente aceptable. Aunque ya desde hacía algunas décadas, gracias a las campañas contra la tuberculosis, había habido movimientos a favor de su prohibición e incluso en algunas ciudades se habían aprobado sanciones para quienes realizaran esta práctica, esta no había podido ser erradicada.
“Te ponían una multa de US$1 [equivalente a unos US$1.800 de la actualidad] si escupías en el metro de Nueva York y tenías que ir a los tribunales. Por todas partes del país, especialmente en lugares como Filadelfia, donde la pandemia había golpeado con fuerza, había letreros por todas partes que decían: escupir transmite la muerte”, cuenta Kenneth Davis.
El historiador recuerda que para aquel momento mucha gente tenía la costumbre de mascar tabaco, por lo que solían escupir con frecuencia, pero que tras la pandemia mucha gente tomó conciencia de que escupir públicamente no era recomendable desde el punto de vista de la salud ni aceptable socialmente.
Aunque para 1918 ya los médicos habían empezado a entender que había ciertas enfermedades que se transmitían por el aire, Davis explica que aún había cierta confusión sobre cómo ocurría esto. “Si ibas en un tranvía en una ciudad como Filadelfia o Nueva York y había frío no querías tener las ventanas abiertas y, además, había algunos médicos que recomendaban mantenerlas cerradas porque temían que los virus se esparcieran por el aire. Y así era, pero más por vía de la respiración y de la proximidad y no por el viento”, señala Davis.
“El tema de mantener las ventanas abiertas o cerradas era un tema de debate candente entre los médicos. Finalmente se entendió que el aire fresco y el sol, en realidad, eran buenos para los pacientes, pero durante mucho tiempo la práctica era cerrar las ventanas. Cuando había una persona enferma se le encerraba en una habitación, se le cubría con mantas y con frecuencia terminaban deshidratadas por la fiebre. A veces la cura era peor que la enfermedad”, agrega. Pero en 1918-1919, la idea de mantener las ventanas abiertas para evitar contagios cobró gran fuerza. “¡Mantén las ventanas de tu habitación abiertas! Evita la influenza, la neumonía y la tuberculosis”, decía carteles que entonces colocaban en el transporte público.
La práctica de abrir las ventanas para mantener las habitaciones aireadas derivó en otra práctica que transformó el diseño de las viviendas en Estados Unidos: colocar un calentador de acero debajo de las ventanas. Dado que las autoridades sanitarias recomendaban mantener las ventanas abiertas incluso en los días más fríos de invierno, los ingenieros buscaron maneras de mantener las habitaciones calientes incluso en esas circunstancia y el resultado fue colocar el radiador en ese lugar. Una práctica que persiste hasta ahora.
“El calentador lo ubicaron bajo la ventana porque pensaron que esa sería la forma más efectiva de calentar el aire frío que entraba a través de la misma”, dice Davis. Un último hábito de salud que se puso en marcha durante la pandemia de influenza fue el uso de mascarillas, aunque este no se mantuvo en el tiempo. El historiador señala que estas eran un poco “primitivas” en comparación con las que se usan actualmente. Se esperaba que las personas las confeccionaran en su casa con capas de gaza o de tela y que luego de usarlas las lavaran antes de volver a ponérselas.
“Evidentemente no eran tan efectivas como una N95 y pocas personas se tomaban la molestia de hacerlas y de lavarlas debidamente”, comenta Davis. Sin embargo, hubo casos muy exitosos como en San Francisco, donde las autoridades aplicaron una normativa estricta sobre el uso de las mascarillas y lograron mantener una tasa baja de contagios y muertes.
“Luego relajaron la norma y tuvieron un gran aumento de las muertes porque la gente no quiso volver a ponerse las mascarillas después de que ya habían dejado de usarlas. Se negaron usando muchos de los mismos argumentos que escuchamos ahora. Pero fue muy claro que las mascarillas fueron muy efectivas en los lugares donde su uso fue exigido”, asegura.
Aunque estos hábitos de salud pública fueron incorporados a la vida cotidiana a partir del aprendizaje obtenido durante la pandemia de 1918, Davis destaca que el trauma causado por este fue tan grande que, al menos en EE. UU., ese episodio quedó fuera del debate público por décadas y que no fue sino hasta medio siglo después cuando la comunidad científica quiso revisitar el tema.
“La sociedad estadounidense pasó por algo terrible que no quería repetir, pero en lo que tampoco quería pensar y creo que esa es la razón por la cual esta pandemia estuvo olvidada durante mucho tiempo”, dice Davis. “Mientras escribí mi libro conocí a muchas familias que me dijeron que sabían que su abuela había muerto por la influenza, pero que nadie sabía mucho al respecto porque era un tema del que se no hablaba. Era como si fuera un secreto familiar peligroso que querías ocultar. Y así fue como se trató la gripe española durante casi medio siglo”, concluye.