Cada temporada de lluvias vuelve a recordarle al país el desafío enorme que tiene por delante en materia de adaptación al cambio climático y mitigación de sus consecuencias. Desafortunadamente, el más reciente corte de cuentas, a cargo de la Contraloría, prende las alarmas: 11,4 billones de pesos se han destinado a la prevención y atención de desastres en los últimos diez años, sin que esta inversión muestre hoy los resultados esperados, sobre todo en el campo de la prevención.
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El tema no es menor: Colombia se encuentra entre los países que con más rigor están sintiendo los efectos de que la temperatura promedio del planeta ya haya aumentado 0,76 grados. Hacia el futuro, el panorama es preocupante. Hoy es cada vez más difícil que este aumento se detenga en el corto o mediano plazo, como sería el ideal, en los 1,5 grados. Esto quiere decir que los fenómenos extremos –periodos de sequías prolongadas seguidos de otros de lluvias intensas, que ya vivimos– serán la constante de aquí en adelante para el planeta, realidad ante la cual nuestro país, reiteramos, por su ubicación geográfica, se muestra particularmente vulnerable.
Lo vivido en Popayán, Armero, el río Páez y el Eje Cafetero sirvió para construir una institucionalidad contra las tragedias naturales que es referente para muchos países del mundo. No obstante contar con esta arquitectura institucional, no se ha podido traducir en gestión eficaz para prevenir. En actuar antes para no tener que lamentar después. Y aquí está el principal reto. Todavía, y ha quedado en evidencia estos días, la acción gubernamental se concentra en brindar algo de alivio tras los hechos catastróficos, en lugar de tomar las decisiones correctas en el momento oportuno para que los fenómenos naturales causen el menor daño posible.
No olvidar el ordenamiento territorial, la necesidad que tienen los municipios de actualizar sus POT a la luz de las nuevas realidades.
Aquí hay tres frentes para examinar. Por un lado está lo que pasa en cada municipio con la gestión del riesgo, con los planes y las obras en esta materia y con la reacción a las alertas que emite el Ideam. En esta tarea la ciudadanía tiene un papel clave. Le corresponde actuar con sentido de responsabilidad, acatando las alertas, teniendo claro en qué zonas no puede construir y cuidando los cauces de los ríos. Habitar un territorio con la conciencia de que se pertenece a un colectivo cuya suerte está atada a la mía inexorablemente. El tejido social ayuda mucho a reducir la vulnerabilidad de las comunidades.
No menos importantes son los megaproyectos cuyo impacto se extiende a vastas regiones. Y aquí las noticias no son alentadoras: ninguno de los cinco que se planearon a raíz de la emergencia invernal de hace diez años –el canal del Dique, La Mojana, Gramalote, jarillón de Cali y río Fonce– está hoy enteramente concluido.
Luego está el tema del ordenamiento territorial, de la necesidad que tienen los municipios de actualizar sus POT a la luz de las nuevas realidades que trae consigo el cambio climático. Esto, en plata blanca, significa tener claro qué usos del suelo deben cambiar debido al nuevo panorama en términos de fenómenos climáticos. Hay que detener el calentamiento, claro. Está en nuestras manos, como también lo está que las consecuencias de lo que ya es irreversible tengan el menor impacto negativo posible, sobre todo en los más vulnerables, sus principales víctimas, que requieren oportuna solidaridad.
EDITORIAL