La longevidad va ya por barrios en casi todas las grandes urbes del mundo donde vive más de la mitad de la población mundial, debido a la alimentación, el impacto de las drogas, los niveles educativos y otros factores. Pero podemos estar ante pasos que nunca antes se habían dado en la humanidad. Imaginemos que usted puede pagarse una edición genética, o unas medicinas, que le alargaran la vida, la buena vida, hasta los 120 años (generalmente se calcula que la vida humana tiene un máximo de 115 años, 10 abajo o arriba) mientras que su vecino, con menos medios, se tendría que conformar con llegar, y no necesariamente bien, a los 60 o 70. ¿Es sostenible una sociedad así?
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No es mera especulación. Según Peter Ward, autor de The Price of Inmortality (2022), 3.475 empresas dedicadas a la longevidad (que hay que diferenciar de diversas formas de búsqueda de una cierta inmortalidad, incluyendo la digital, anhelo al alza en Silicon Valley) han atraído en estos últimos años un total de 93.000 millones de dólares de inversión en EE UU, frente a solo 113 empresas que recibieron 17.000 millones de dólares en China, el segundo país con mayor inversión en este campo. Y según el ‘Financial Times‘, es un negocio en auge, que se está llenando de startups y de grandes de la tecnología, como Jeff Bezos, el fundador de Amazon, el empresario israelí Yuri Milner y los cofundadores de Google Larry Page y Sergey Brin, sin buscar beneficios a corto plazo. Tampoco es un mero sueño. Según la revista Wired, es probable que para finales de este 2023 alguna de las ideas que se barajan con estos fines haya demostrado su eficacia en humanos. Entre ellos los senolíticos, una clase de tratamientos dirigidos a las células envejecidas -o senescentes- que se acumulan en nuestro organismo a medida que envejecemos. Estas células parecen impulsar el proceso de envejecimiento -desde el cáncer hasta la neurodegeneración-, cuya eliminación se busca, para ralentizarlo o invertirlo.
Además, los avances en genética pueden llevar no solo a mejoras en el ser humano, en individuos y, en algunos casos, en su descendencia, sino a detectar tempranamente y predecir el futuro de enfermedades graves en una persona. Este es un proceso que está avanzando rápidamente y bajará rápidamente de precio como la secuenciación del genoma de cada cual, lo que podría tener impacto, por ejemplo, en la cobertura de los seguros sanitarios privados, si se niegan a cubrir futuras enfermedades anunciadas en el estudio del genoma de cada asegurado. Fitoussi y Rosanvallon advertían contra ello, para que impedirlo, y asegurar la capacidad pública. Como tan bien se ha hecho en Europa y en algunos otros países con las vacunas contra el Covid19, fabricadas por empresas privadas, pero inoculadas por los servicios públicos.
También se está desarrollando lo que se denomina diagnóstico genético preimplantacional, en fetos muy poco desarrollados, para evitar que crezcan con enfermedades o taras congénitas -un avance que ya se considera, en general, moralmente aceptable-, o, en un tiempo no tan lejano, para deducir el cociente intelectual que tendrán de adultos. Con el riesgo de caer en la eugenesia (la aplicación de las leyes biológicas de la herencia al perfeccionamiento de la especie humana), tan en boga en un tiempo, ahora con edición genética.
La capacidad de esta edición está avanzando rápidamente de la mano técnicas como CRISPR y otras que van apareciendo, heredable o no (edición somática). De hecho, el caso del biólogo chino He Jiankui (recién salido de tres años de cárcel por lo que hizo) que, haciendo caso omiso de las reglas morales prevalecientes editó los genes de dos niñas para hacerlas inmunes al virus del sida, del que son portadores sus padres, ha abierto una puerta difícil de volver a cerrar. Como se pregunta el biólogo Siddhartha Mukherjee (El gen: una historia personal, 2016) ‘¿Y si aprendiésemos a cambiar adrede nuestro código genético? Si dispusiéramos de las tecnologías necesarias, ¿quién las controlaría y quién garantizaría su seguridad? ¿Quiénes serían los amos y quiénes las víctimas de esta tecnología?‘.
Baste un ejemplo que cita Walter Isaacson (El código de la vida: Jennifer Doudna, la edición genética y el futuro de la especie humana, 2022): Nacer negro en Estados Unidos podría considerarse una desventaja. Hay, señala, un gen (el SLC24A5) que tiene una grandísima influencia en la determinación del color de la piel. ¿Qué ocurriría si unos padres negros consideraran que el color de su piel constituye una desventaja social y, en consecuencia, quisieran editar ese gen para que sus hijos tuvieran la piel clara?
Está también el coste de tales intervenciones, que, al menos de momento, es muy elevado. El precio de 3,5 millones de dólares por tratamiento de la multinacional CSL para la hemofilia hereditaria ha desatado un debate sobre cómo pagar fármacos y otros sistemas revolucionarios. Como añade Isaacson, ‘en un mundo en el que hay personas que no tienen acceso a unas gafas, cuesta imaginar cómo podríamos encontrar la manera de disponer de un acceso igualitario al mejoramiento genético. Imaginemos el efecto que tendrá eso en nuestra especie.’
Obsesionados con lo digital y la Inteligencia Artificial -sin las cuales todo esto no sería posible y que conllevan, en sí, una enorme transformación- la gran revolución en la que estamos entrando y que transformará lo que entendemos por humano, será también la biológica. La explosión de libros de reflexión y divulgación sobre el tema es colosal, y comprensible. Debemos prevenir que estas nuevas capacidades del ser humano de jugar a ser Dios no generen desigualdades sin igual antes en la historia, o incluso incompatibilidades entre humanos a la hora de reproducirse. Hay que gestionarlas y controlarlas antes de que sea demasiado tarde.