Independientemente del suceso que se recuerde como distintivo de 2022, la negación y la contorsión de la realidad serán uno de ellos. La verdad no solo es algo verdadero en el sentido de que es lo que es, sino que también es plausible, lo que podría ser. La opinión individual es relativa y simultáneamente irrebatible, cada uno defiende su punto de vista, tan viable como el de cualquier otro. La verdad es una versión, con frecuencia una conspiración, un complot. La mezcla de los dos niveles de percepción crea un tercer nivel donde la verdad es lo considerado verosímil (aunque sea espectacularmente increíble).
Junto con la percepción de la “realidad”, el clima es un tema primordial y el cambio que presenciamos quizá sea irreversible. Parece que la humanidad hubiera elegido el suicidio en masa. Este verano, la temperatura en Londres alcanzó los 40 grados, y en el sur de España la desertificación extiende el Sahara hacia Europa.
Mientras Europa ardía, las inundaciones bíblicas en Pakistán dejaron cientos de miles de damnificados, cuyo reacomodo causa tensiones sociales. Bosques arrasados que han devorado caseríos completos, diluvios que arrastran el costado de las montañas, el clima se ha vuelto extremo. Los glaciares llevan años deshaciéndose, ahora de forma vertiginosa. Las barreras de coral se visten de gris. Lo que hasta hace poco se pensaba que ocurriría en el futuro lejano es la realidad actual. Lo increíble es que todavía haya quienes lo niegan y defienden la explotación de fuentes de energía contaminantes.
2022 no solo es el año en el que la alarma ecológica sonó con mayor potencia ante los desastres naturales y especialmente los creados por la humanidad: también es un mundo en guerra. La invasión de Ucrania cambió las reglas del equilibrio diplomático en Europa y ha provocado un cataclismo en cuanto a la distribución internacional de los bienes, un desastre financiero cuyas consecuencias se reflejan en la vida diaria de millones de personas. Las cadenas de producción internacionales han sido severamente afectadas en todos los sectores, la inflación crece por encima de los sueldos, un desastre que llegó para quedarse e impone la austeridad renovada.
El Reino Unido (RU) entra oficialmente en recesión, que se teme aciaga, como la de los años treinta. Boris dio sus últimas fiestas en como primer ministro, sin resolver el Protocolo de Irlanda del Norte, que mantiene en colapso al gobierno local, lo que puede significar la renovación de la violencia en el Ulster. En mayo se creía que el ingreso de una familia se vería reducido en 6.5% Desde entonces, la inflación alcanzó 13.2%, el doble de lo que se preveía. El Banco de Inglaterra debió ofrecer bonos del Estado para evitar el derrumbe financiero durante el mandato de Liz Truss, defenestrada después de 44 días en Downing Street, transformada en residencia para estancias breves. El fantasma de la Gran depresión reduce drásticamente las inversiones estatales porque de alguna forma hay que solventar el agujero de 50 billones de libras, la cuenta del último gobierno conservador. Y como ocurrió en el último desastre financiero de 2008, los servicios públicos –primordialmente, el sector salud– verán sus fondos diezmados. No es casual que el año termine con la amenaza de una huelga nacional de enfermeras, escocesas incluidas. Lo mismo ocurre con el transporte y la educación, responsabilidades sociales del Estado que en la crisis renovada considera secundarias.
El partido conservador despide un tufillo shakespeareano, porque apenas elegido el primer ministro, se inicia la lucha para derrocarlo. Recuerda los ritos ancestrales del sumo sacerdocio, que exigían estar a la defensiva del próximo aspirante que también sería un asesino. Rishi Sunak es el cuarto primer ministro desde que Boris cantara la independencia en 2016. Con los fracasos, el reto ha crecido. Unificar un partido escindido, restaurar el prestigio del conservadurismo después de trece años de adelgazar el Estado, rescatar la economía que varios mandatarios del propio partido han desmantelado y solucionar el impasse con Europa son algunos de los trabajos que esperan a Hércules Sunak, cuyo gabinete cuestiona el criterio con el que fue convocado y da señas de fragilidad al integrar a la fracción más retardataria y comprometida del conservadurismo. Suella Braverman, ministra del Interior, que ve en los refugiados una invasión fraudulenta, es una bomba por estallar.
La historia no se repite, sino que oscila entre extremos. El péndulo va a la derecha recalcitrante que busca desmantelar la democracia y la realidad y sustituirlas por el furor totémico y el engaño colectivo de las redes sociales. Es cierto que estas también pueden ser usados para transmitir información vital o para organizar malestares sociales que pueden convertirse en auténticos movimientos anti statu quo.
Facebook, Twiter, Instagram o Tik Tok difunden toda clase de alucinaciones que reemplazan la información con el rumor. Cada vez más alejados de los medios tradicionales como la prensa, los votantes son iletrados y norman su criterio de acuerdo con el nuevo autoritarismo que las redes sociales animan. En el centro de este fenómeno está la pertenencia a un conglomerado menos caótico de lo que parecería y más eficaz para contribuir al desbarajuste organizado que por lo pronto ha dividido a la población en bandos opuestos, en tribus irreconciliables.
El panorama es sombrío y se oscurece conforme la oleada populista recorre el mundo. Más atentos a los votos que a los proyectos, los ídolos del culto al hombre fuerte aprovechan su vulgaridad contagiosa para articular la conspiración que divide el mundo entre “nosotros” y los demás, representantes del mal. Europa no está exenta de estos pactos pendulares. 2022 agrava la disparidad resultante de una expansión territorial que todavía exige incontables ajustes que comienzan por compartir un marco legal fundamental para asegurar el acuerdo y las responsabilidades de los miembros.
En Hungría y en Polonia todavía se padece la resaca del autoritarismo soviético que en el caso de Viktor Orbán encuentra, como en el resto de Europa asediada, un arma útil en la inmigración. 2022 es el escenario de quienes prefieren perder la vida intentando cruzar el Mediterráneo o el Canal de la Mancha que ser exterminados o esclavizados. Según la ministra Braverman, hay que distinguir entre migrantes “económicos” y “refugiados”. La tragedia de la inmigración sirve para apuntalar la xenofobia y el nacionalismo exclusivo desde Melbourne hasta Londres, un prejuicio activo, incólume en su decisión de crear un “ambiente hostil” para los inmigrantes.
Junto con la desinformación –o si se quiere, información “alternativa”– la insurgencia del populismo de derecha es uno de los signos de los tiempos y del 2022 en particular, en el umbral del metaverso, lo último en cibernética que consiste en mezclar ficción y realidad para lograr lo que Alonso Quijano realizó en el siglo XVI, y por lo cual se le consideró demente.
2022 es el escenario postpandémico en el que las condiciones de trabajo cambiaron profundamente, transformando mediante la cibernética el equilibrio entre la oficina y la vida privada. Durante la pandemia se habló de la muerte de los centros urbanos y las posibilidades que el espacio vacío ofrecía para regenerar las ciudades. Permanecer en casa alivió los medios de transporte y produjo una mejor calidad de vida, pero los jinetes del apocalipsis amenazan ruina.
En el Reino Unido el colapso financiero es el último epílogo del Brexit, el elefante en la habitación que nadie se atrever a mencionar, pero sus consecuencias son innegables. La creciente disparidad social y el aplastamiento de la clase media crean condiciones favorables para el fascismo. El ingreso y las condiciones de vida deteriorados no pronostican interés por defender la democracia sino por llevar adelante la revancha. En el núcleo del populismo derechista está el rencor que permite salir a la calle y para defender el cambio o la constitución asesinar a un coterráneo. La falta de opciones para los jóvenes crea el caldo de cultivo tóxico que el fascismo aprovecha porque proporciona un lugar de reunión donde identificarse y compartir valores y estrategias y, sobre todo, donde ventilar y articular la justificación del odio.
El odio asume máscaras que afirman defender los intereses de la mayoría, cuya participación no sólo se debe al engaño sino también a la complicidad en el rencor. Su mantra es el “cambio”. La creciente dureza de las condiciones de vida no crea revoluciones, sino involuciones. La gente encandilada quiere el cambio, aunque no tenga la menor idea de lo que significa. Que todo cambie, exigen. Hay que cambiar el mundo, vociferan. Lo que necesitamos es el cambio, afirman sin definir la dirección del cambio que con frecuencia agrava las circunstancias de aquellos que afirma representar.
El costo de la nostalgia por el imperio que Boris atizó para ganar la mayoría en 2019 ha sido muy alto, y lo será más a medida que el país queda atrapado en la recesión. 2022 representa lo que el rencor es capaz de lograr. En el Reino Unido, el resultado del referéndum sobre la pertenencia a la Unión Europea dividió lo que “está fuera”, el atrayente pero repulsivo objeto del deseo llamado “el continente”, y lo que está “dentro”, una zona en disputa que es el corolario del reino de Isabel II, el fin del colapso en cámara lenta, un mundo cuyo naufragio comenzó con el desastre de Suez en 1952 y concluyó con el Brexit en 2016. El referéndum sobre la independencia escocesa puede ser su lápida.
No todo está perdido. 2022 también es el año en el que el grupo musical ruso Pussy Riot vuelve a los escenarios para recordarnos la necesidad de combatir la intolerante violencia de los totalitarismos. Este año que termina no ofrece consuelo ante la austeridad, pero por lo menos sí esperanza de que el cambio anhelado logre la defensa de la democracia que, siendo imperfecta, es preferible al fundamentalismo de quienes habitan una realidad “alternativa”.