A comienzos de diciembre, el presidente de la Asociación Iberoamericana de Ministerios Públicos, el colombiano Francisco Barbosa, dijo en una entrevista al diario chileno El Mercurio que, además del Tren de Aragua, una banda criminal venezolana con tentáculos en toda la región, en Chile estaban instalándose dos bandas colombianas, Los Chotas y Los Espartanos. Y agregó que el país del extremo austral “está viviendo fenómenos criminales importantes”.
Si bien el general director de Carabineros, la policía militarizada chilena, dijo no tener antecedente alguno de la instalación de esas bandas colombianas, sí es cierto que, a nivel ciudadano, la sensación de aumento de la delincuencia está instalada, y el mismo gobierno del presidente Gabriel Boric ha tomado nota de ello. La ministra del Interior, Carolina Tohá, coordina un Acuerdo Nacional de Seguridad, donde reúne a los partidos políticos para abordar el fenómeno y enfrentarlo con propuestas generales o modificaciones legislativas específicas. La idea es presentar los primeros lineamientos a comienzos de 2023.
“El problema de la seguridad ciudadana no puede resolverse sin un esfuerzo conjunto de todo el espectro político”, dice a DW Carlos Correa, académico y director ejecutivo de la consultora Qualiz. “Si bien no hay un incremento desatado de la delincuencia, sí hay presencia de crimen organizado y delitos con mayor violencia producto de la inmigración venezolana”. Para él, este problema amenaza la convivencia democrática, porque se abre la tentación “de hacer un uso electoral de este tema, y con ello proponer fórmulas similares a las de Nayib Bukele en El Salvador”.
Más armas de fuego
“Con los datos que tenemos, pareciera haber una transformación de cierto tipo de delincuencia”, explica a DW Claudio González, director del Centro de Estudios en Seguridad Ciudadana de la Facultad de Gobierno de la Universidad de Chile. El experto explica que Chile ha tenido históricamente tasas de criminalidad bajas, más cercanas a las europeas que a las del resto de América. Y si bien ha habido un incremento en el número de homicidios, éste es leve y se concentra en el Norte Grande y Santiago.
“Lo que sí ha cambiado es la comisión de los homicidios. Antes, el 60 por ciento se cometían con arma blanca, y hoy las armas de fuego superan el 50 por ciento”, relata. También está demostrada la participación de extranjeros en delitos más violentos, lo que supone un desafío a una institucionalidad acostumbrada a otro tipo de crímenes. Asimismo, explica el académico, de los análisis realizados por la Fiscalía se decanta que, más que crimen organizado, lo que hay son bandas mejor organizadas, y “eso es diferente”.
“La porosidad de las fronteras y la irresponsabilidad de políticas como la llamada ‘visa de responsabilidad democrática’ creó el caldo de cultivo para que bandas cuyo principal giro es el tráfico de personas y la extorsión se hayan instalado en Chile”, detalla Correa, y destaca que la gran mayoría de los inmigrantes son personas que buscan trabajar y sostener a sus familias. “De hecho, ellos son las principales víctimas del actuar de bandas organizadas”, sostiene.
Propuestas de cambio
González explica que el delito tiene dos dimensiones: una real y otra subjetiva. “Chile ha vivido una paradoja muy curiosa, y esto lo dicen también investigadores extranjeros: teniendo bajas tasas de delitos, tiene una alta tasa de miedo al delito. Eso tiene explicaciones sociológicas”, dice el académico. Respecto al Acuerdo Nacional de Seguridad, estima que sería importante actualizar algunas leyes y que, en un escenario ideal, se aborden mejoras a la institucionalidad. “Chile no está en el peor de los escenarios, pero probablemente tampoco es el país de hace unos años”, reflexiona.
Correa, por su parte, dice que la izquierda debería dejar de lado sus complejos respecto al combate al delito, y la derecha, renunciar a un uso populista del tema. Además, propone modificar la ley migratoria para impedir el ingreso de bandas organizadas, combatir el tráfico de personas e imponer una política clara sobre el rol de las fuerzas de seguridad y las reglas para el uso legítimo de la fuerza, porque “una de las consecuencias del estallido social de 2019 fue el daño reputacional a las policías, que actúan ahora quizás con demasiada cautela”.
(cp)