Saberes ancestrales y saberes de hoy. Semillas nativas, técnicas de producción y conservación, biodiversidad y muchos más son los temas de estudio de la Escuela Sembradoras de Esperanza de la Asociación Nacional de Mujeres Rurales e Indígenas de Chile, Anamuri, en la comuna chilena de Chépica.
Y allí acuden, cada año, mujeres campesinas de la región para compartir y profundizar conocimientos, intercambiar experiencias y tejer redes, con el objetivo de hacer realidad la “soberanía alimentaria”.
La iniciativa, por su valor comunitario como agente multiplicador, es una de las presentadas en el “Atlas de los Sistemas Alimentarios del Cono Sur”, editado por la oficina en la región de la Fundación alemana Rosa Luxemburgo, obra “que analiza el problema del hambre y el acceso al alimento en la región”, según consignan sus autores en diálogo con DW.
Patricia Lizarraga, coordinadora de proyectos de la Oficina Cono Sur de la Fundación Rosa Luxemburgo.
“Argentina, Brasil, Chile, Paraguay y Uruguay comparten una realidad contradictoria: aunque tienen condiciones favorables para la producción campesina, no pueden alimentar a sus poblaciones de forma adecuada y saludable”, afirman en la publicación a modo de diagnóstico.
La compilación, además, presenta ejemplos de estos cinco países de “diversas prácticas de solidaridad fortalecidas durante la pandemia”, así como de “iniciativas que apuntan a otro modelo de organización social, garantizando la soberanía alimentaria de los pueblos de la región”.
El alimento es político
“La idea central es mostrar que el hambre no es un fenómeno de la naturaleza, y sí resultado del modo de producción en el campo y las políticas públicas que lo sostienen”, sostiene Patricia Lizarraga, coordinadora de la publicación junto con el brasileño Jorge Pereira Filho.
Por el contrario, “los sistemas basados en la soberanía alimentaria buscan producir alimentos sanos y agroecológicos desde una lógica contraria a la especulación, basada en la agricultura campesina e indígena”, diferencia.
“El Cono Sur es una región diversa en términos de climas, ambientes y recursos naturales. Tiene condiciones favorables para la producción de alimentos sanos y diversos y para el desarrollo de economías regionales”, asegura Lizarraga desde las oficinas de la Fundación en Buenos Aires.
“Sin embargo, la región ocupa un lugar dependiente en la división internacional del trabajo: el lugar de producción de commodities y exportación de materia prima para la generación de divisas”, explica.
“El modelo agroalimentario en nuestros países está basado en el monocultivo, lo cual implica el avance sobre territorios para su expansión, inclusive territorios como reservas de montes, selvas y humedales, con fuertes impactos para el cambio climático”, continúa, crítica de la situación imperante.
“En el Atlas podemos ver que las regiones en la que más avanzó el agronegocio, son también las más conflictivas en relación a violencia, expulsión y criminalización por la tierra y el agua, y son las más impactadas por incendios y sequías”, completa la experta.
Dos modelos, dos resultados diferentes
¿Qué habría que cambiar, entonces, para que estos países puedan alimentar de manera saludable a su población?
“Pues el desafío es invertir ese modelo”, asegura en entrevista con DW Torge Löding, responsable de la oficina Cono Sur de la Fundación.
“Es central que el Estado priorice el fortalecimiento de la agricultura campesina e indígena, y que desarrolle iniciativas de transición hacia la agroecología, de acceso a la tierra, al agua, y a la producción propia de semillas”, puntualiza.
“Un proyecto de una alimentación organizada desde el poder de un puñado de corporaciones agroalimentarias transnacionales, o un proyecto de una alimentación organizado desde el poder de las comunidades, de las familias campesinas y agricultoras, y de consumidores y consumidoras conscientes, son claramente dos perspectivas muy distintas y dan lugar a resultados muy distintos”, condensa el Atlas. Y las experiencias así lo demuestran.(ms)