En medio de esa guerra, Buenaventura llegó a tener una tasa de homicidios de 59,3 por cada 100 mil habitantes el año pasado y se posicionó como la ciudad número 13 entre las 50 más violentas del mundo. Hasta ahora, un mes largo después del acuerdo al que llegaron los Shotas y Espartanos, Buenaventura registra en total 5 asesinatos, lo que ha significado una reducción del 74% de los homicidios comparado con el mes de agosto, que hubo 15.
Ni siquiera la pandemia del covid ha logrado cambiar tanto la cotidianidad de los bonaverenses como “La paz”, que se ha convertido en una referencia cronológica de un antes y un después en el distrito. Una paz imperfecta por ahora y llena de incertidumbre, pero paz al fin y al cabo.
“La gente ha ido confiando a medida que se ven los cambios — dice el padre Jhon Reina, uno de los líderes del paro cívico de Buenaventura en 2017 —. Reconocen y dicen, ‘bueno, al menos no se están dando bala en la calle’. Pero aquí empieza otra preocupación: ¿Hasta cuándo?”.
Vientos de paz
“Hasta el aire se siente diferente”, dice Luis Tous, líder social de Buenaventura mientras gira su cuello como si acabara de quitarse una carga pesada. En medio de la guerra, todos los días usaba el uniforme de la empresa portuaria en la que trabaja para moverse con más confianza en el distrito. Era una especie de escudo en medio de la tensión en la que el color de una camisa podía señalar ser “amigo” o “enemigo” de una banda.
“El día que supimos del acuerdo (entre Shotas y Espartanos) hubo como cuatro verbenas en la ciudad. A las 11 de la mañana del lunes, mis vecinos seguían bebiendo y celebrando”, cuenta Álvaro Bonilla, comerciante y activista LGTBI.
Desde hace más de un mes, el ambiente de fiesta entre viernes y sábados embriaga la calle frente al malecón: ríos de personas se reúnen en las licoreras, conversan o bailan sin ver la hora ni pensar en el transporte nocturno. Son tiempos distintos. El confinamiento, que en Buenaventura fue por las balas, terminó.
El domingo 2 de octubre, hubo una maratón de transmisiones en vivo por las redes sociales; personas que fueron hasta los barrios a contar lo que, horas antes, era sinónimo de muerte: pasar de un barrio a otro. “Eso parecía un desfile”, recuerda Montana. La paz también era el tema en bingos y fiestas comunitarias, porque en Buenaventura “la paz” es encontrarse con el otro, reunirse.
Las imágenes, normales en cualquier barrio popular de una ciudad, no se veían en algunos sectores de Buenaventura desde hace casi dos años: personas conversando en las esquinas, vendedores de mango ofreciendo su producto casa a casa, niños montando cicla en la mitad de la calle, jugando fútbol en la cancha del barrio, jóvenes pasando de un barrio a otro sin pensar quién manda en este o multitudes de personas tomándose las vías para bailar en las calles. A veces, incluso, al ritmo de las canciones insignias de Shotas y Espartanos, que antes podían ser la antesala de una balacera, un asesinato o una provocación para un enfrentamiento entre estas.
Para Montana, esa paz ha significado dejar de tomar Losartán y Amlodipino para bajar la presión y Valeriana para controlar los nervios. No los necesita, porque desde hace meses no hay balaceras. “Ahora duermo más rico”, dice. Aunque desde hace un par de meses vive en una casa de ladrillo y asegura que en la habitación del fondo no se escuchan tanto las balas como en su hogar anterior, apenas ahora puede descansar en las noches.
La guerra en los barrios
Durante año y medio, Montana — ama de casa y lideresa social afro — trató de convertir su cuarto de dos metros cuadrados en una fortaleza para ella, su hijo y su esposo. Organizó unas tablas de madera a modo de techo falso para mitigar el sonido de los casquillos de las balas que caían sobre el techo de Zinc. Y convirtió el espacio debajo de su cama en un resguardo: tenía una raqueta de zancudos, la extensión eléctrica para conectar el cargador del celular y una cobija. Era el kit básico para soportar las balaceras entre Shotas y Espartanos que podían durar minutos, a veces horas.
Como una en 2020 cuando después de dos explosiones fuertes se desató una oleada de tiros desde la medianoche hasta las seis de la mañana a unos metros de la casa de Montana. O como cuando después de una balacera un domingo, y esperando que la confrontación hubiera acabado, unos 50 habitantes del barrio salieron tres días después a surtirse y tuvieron que correr y resguardarse en la panadería de otro barrio al desatarse otra balacera en San Francisco.
El barrio palafítico de la comuna 7, fundado por desplazados del litoral Pacífico que llegaron como un asentamiento y empezaron a ganarle terreno a la marea hasta conformarlo, estaba bajo el mando de los Shotas. Y los Espartanos, que mandaban en Juan XXIII, el barrio vecino, querían quedarse con la zona. “Salgan, Shotas hijueputas. ¡Esto es Esparta!”, gritaban en algunas ocasiones cuando cruzaban la frontera buscando ganar terreno.
Por eso en San Francisco se veía poco movimiento. Para evitar riesgos, los padres casi no dejaban salir a sus hijos de día ni de noche y los motoratones —- casi que el único transporte por las calles sin pavimentar que son una mezcla de tierra, pasto y piedra —- fueron prohibidos por los Shotas.
Los habitantes de San Francisco, que en su mayoría se rebuscan el diario vivir en ventas informales de pescado, construyendo casas de madera o quemando carbón para comercializarlo, se movían con rapidez para evitar estar en medio de las balas. “Salía de la casa como un ventilador: rápido y mirando pa’ todo lado — dice Montana en medio de las risas —. Ahora es que uno se ríe”.
Esa violencia se extendía y se sentía por toda Buenaventura.
Pero desde el 2 de octubre la dinámica es distinta.
En el distrito, la reducción de asesinatos no siempre fue un indicador para sacar pecho: “Solía pasar que el delito mutaba — dice Arlington Agudelo, secretario de Gobierno de la Alcaldía —, ya no quedaban los cadáveres que eran la muestra de un asesinato, sino que los desaparecían”. Hoy dice que desde el 1 de septiembre no hay denuncias de este tipo.
Aunque las denuncias de extorsiones sí han aumentado.
Agudelo cuenta que una de las lecturas que se puede hacer es que las personas están confiando más en la institucionalidad para denunciar. “Antes recibíamos entre 10 y 15 denuncias por extorsión en un mes. Ahora recibimos más de 50. La extorsión es un flagelo silencioso, la gente no denuncia por miedo, pero mientras vamos implementando el proceso exploratorio con las bandas (ilegales), hay una mayor confianza que ayuda a la denuncia”, cuenta el secretario.
Las extorsiones persisten y el sentir, casi común en Buenaventura, es que acabarlas es una tarea titánica. “Sin entrar a romantizar o justificar las extorsiones, lo que pasa con estas es que las personas que hacen parte del grupo al margen de la ley lo ven como un trabajo, una forma de sustento para ellos y sus familias”, asegura Jhorman Cuero, de la plataforma de juventudes del distrito.
No sólo es una de las razones que da Cuero para que estas persistan, también es una realidad que reconocen en Buenaventura.
“Para todo lo que hemos vivido, pedir más que esto que tenemos ahora es….”, dice Álvaro Bonilla mientras niega con la cabeza en un intento por expresar lo que para él es casi un imposible.
Entre la incertidumbre y la paz
Carlos (sin apellido), tiene un puesto de comidas rápidas hace tres años y lleva año y medio pagándole vacunas a los Shotas. Los 30 de cada mes gira 200 mil pesos a una cuenta de Nequi para asegurar dos cosas: que no lleguen a su negocio a cobrarle y que no haya robos o amenazas a sus domiciliarios. “Es un pago para que no delincan contra nosotros”, dice y asegura que la vacuna entra en sus estimaciones de gastos mensuales.
El pago que le exigen depende del tamaño del negocio, de algún conocido que tenga dentro del grupo ilegal y de lo que Carlos llama “un estudio” que hace la banda delincuencial. Lo sabe porque este año, los Shotas le pidieron 50 millones de pesos argumentando que su familia tenía otros negocios. Reviró y se lo dejaron en 10 millones. Al final se salvó del pago porque le pidió a un conocido que hace parte de los Shotas que interviniera por él.
“En algunos lugares dan recibo, así cuando otro llega a cobrarte la vacuna puedes mostrar que ya pagaste. Eso sí, el pago depende de a quién conoces. Si no conoces a nadie, queda altísimo. Pero no digamos mentiras, todos en Buenaventura conocemos alguna persona que hace parte de alguna banda”, dice el comerciante Álvaro Bonilla.
Las extorsiones no son sólo para los negocios formales. Carlos cuenta que a una vendedora de morcilla, que tiene un puesto en la calle, le cobran 2 mil pesos diarios como vacuna. Ni siquiera las construcciones se salvan.
En San Francisco, la mayoría de las casas son de madera, de retazos de tabla y láminas de zinc. Las pocas que son de ladrillo suelen ser personas con familiares en países como España, Estados Unidos o Italia, a donde migraron en la década de los 80 o 90 buscando un futuro mejor. Desde allá envían dinero para ir transformando sus casas.
“Uno va poniendo de a poco su ladrillo pa’ ir saliendo del barrial, como le decimos a no tener que estar cambiando cada 15 días los palos podridos por la humedad”, dice Montana, mientras recorre las calles en las que los lotes vacíos están llenos de envases plásticos, icopor y muebles viejos o en la que los vecinos van separando el reciclaje que han recogido en la mañana.
“Acá le pidieron 3 millones de pesos a un vecino para dejarlo trabajar en el arreglo de su casa de madera que puede estar costando unos 4 millones”, cuenta.
Y a esto se suma la violencia que no ha cesado en la zona rural del distrito y que muestra otro de los desafíos para que la Paz Total sea realmente total.
Sólo esta semana, secuestraron cuatro personas, entre ellos un firmante del Acuerdo de Paz, y hubo desplazamientos de más de 30 familias en el sector de Punta Bonita, por la presencia de grupos armados como la disidencia Jaime Martínez y la Segunda Marquetalia, que estaría aliándose con el ELN, según el personero Edwin Patiño. Mientras al norte, cerca al Chocó, la confrontación es entre las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AUC) y el ELN. Por eso la paz en Buenaventura se limita más al casco urbano.
La paz que hoy reina en la parte urbana de Buenaventura es frágil, y todos lo saben.
“Hay gente que no cree, que siente que esto se puede quebrar en cualquier momento y la guerra va a ser peor. Ni salen de sus barrios. Yo sí estoy con mi chip de ‘la paz’”, dice el líder Luis Tous.
La coincidencia en el distrito es que esta paz es frágil porque, hasta ahora, depende por completo de la voluntad de Shotas y Espartanos. “Si no hay una intervención seria del Estado esto es temporal — dice el padre Jhon Reina — Ni la iglesia, ni las cabezas de las bandas van a poder sostener esta paz, así lo quieran, si no hay apoyo desde la Nación. La pregunta ahora es: ¿Cuáles son las garantías que piden ellos y qué es lo que el gobierno está dispuesto a dar?”. Hasta el momento no se sabe.
El obispo de Buenaventura, monseñor Rubén Darío Jaramillo, quien fue clave para facilitar el diálogo entre las bandas criminales, aclaró que el proceso que está en fase exploratoria está pensado para darle un respiro al distrito en homicidios, robos, extorsiones y fronteras invisibles. Hasta ahora han logrado dos de cuatro.
El proceso incluye una mesa de negociación que aún no se ha instalado, que depende del Gobierno Nacional y que incluye a las víctimas. Desde la secretaría de Gobierno de la Alcaldía, por ejemplo, esperan que entre el 15 y el 18 de este mes, el Alto Comisionado para la Paz, Danielo Rueda, habilite la mesa con un espacio para que el gobierno local tenga voz y voto en este diálogo.
Con la mesa instalada, el paso a seguir sería la caracterización, saber quiénes integran las bandas, qué hacen, dónde están. De ahí en adelante, según monseñor, empezarían a discutir temas como el desarme, la verdad, la reconciliación y el papel del Estado que entraría a ocupar el espacio de poder que dejan Shotas y Espartanos.
“Esta es una experiencia nueva para el país. No hemos encontrado un territorio (en Colombia) que haya dialogado con bandas criminales. Estamos aprendiendo en la marcha —dice el obispo Jaramillo— Tenemos fe. Van dos meses y medio sin asesinatos. Eso es algo contundente para el que no cree. Confiamos en que así como las bandas pararon de matarse, también pueden decidir que las extorsiones y los hurtos paren”.
Para Montana, el temor es que sin las fronteras invisibles, los integrantes de las bandas han cruzado al barrio enemigo, reconocen a la gente, saben dónde viven y le tienen rostro a la persona con la que se enfrentaron en algún momento. “Si se vuelve a armar la guerra, va a ser peor, ya saben en dónde buscar y a quién”, afirma con voz temerosa.
“Para todo lo que hemos vivido, esto es mucho. Al santo que haya que agradecerle por esta tranquilidad, hay que agradecerle de rodillas — dice Álvaro Bonilla —. Si esto se voltea y vuelve la guerra, pues bueno, al menos nos dieron un mes de paz”.