En 2006, Mario Marcel presidió la Comisión de Reforma Previsional. Sus conclusiones fueron aprobadas en el Congreso por amplio consenso, y desde 2008, gradualmente, más de un millón de jubilados comenzó a recibir los beneficios del Pilar Solidario. Fue una reforma limitada -el negocio de las AFP no se tocó-, pero que les cambió la vida a cientos de miles de familias hasta entonces condenadas a jubilaciones de miseria.
Fue una de las últimas veces que los ciudadanos vieron a una clase política capaz de hacer su trabajo: recoger las urgencias sociales, negociar intereses e ideologías y concordar medidas efectivas para mejorar la vida de los chilenos.
Dieciséis años después, Marcel es otra vez el encargado de sacar adelante una Reforma Previsional. Pero el panorama es muy distinto. La política está hundida en un ciclo autodestructivo, un juego de suma cero en que el compromiso y la altura de miras parecen impensables.
“Una reforma puramente ideológica”, fue la reacción del presidente de RN. “Es un tema ideológico”, “propuesta ideológica”, “uno de los proyectos más ideológicos de esta administración”, repiten otros parlamentarios. “Trágico ejemplo de populismo destructivo”, “claramente no saben de finanzas”, agrega el exasesor económico de José Antonio Kast, José Luis Daza.
Exageraciones aparte (¿en serio el expresidente del Banco Central Mario Marcel “no sabe de finanzas”?), por cierto, hay ideologías en juego, como siempre. La izquierda cree más en el rol del Estado; la derecha, en los privados. Unos priorizan la solidaridad; otros, la propiedad individual. Pero lejos de cualquier radicalismo, esta reforma apenas acerca en algo a Chile a los parámetros de sistemas mixtos de países de la OCDE. Por algo el movimiento No + AFP se declaró decepcionado del proyecto.
La reforma mantiene intacto el ahorro individual (de 10% pasa a 10,5%), y destina un 6% adicional, pagado por el empleador, a una mezcla de cuenta individual y solidaridad. La oposición argumenta, con razón, que según las encuestas la mayoría de las personas prefieren que ese 6% vaya íntegro a las cuentas individuales, como propiedad privada. El gobierno responde que, al aplicarse solidaridad, todos los trabajadores que ganen menos de $ 1.500.000 recibirán más de ese 6%, aunque será como “derechos previsionales”.
Esto, de nuevo, nos acerca al estándar OCDE. Pero nuestro mercado laboral no tiene tal estándar: más de dos millones de chilenos trabajan en la informalidad. Aumentar la cotización de 10% a 16% puede agravar aún más ese problema.
Por eso la oposición insiste en que esa solidaridad no se cubra con el 6%, sino con “rentas generales”, o sea, con el dinero que el Estado recauda vía impuestos. Parece muy razonable: en vez de gravar el trabajo, mejor cobrar más a quienes más tienen, para entregar pensiones dignas a trabajadores con sueldos bajos, informales, con muchas lagunas, o mujeres que se dedican a la labor doméstica y de cuidados.
Pero quienes proponen esto, al mismo tiempo se oponen a la reforma tributaria que se tramita en el Congreso. Hacienda calcula que a ese proyecto habría que sumarle dos puntos más del PIB para cubrir ese 6% de cotización.
¿Por qué no hacerlo? ¿Por qué no cobrarle la palabra a Andrónico Luksic cuando, en los días del estallido, se declaró dispuesto a “pagar la cuenta” para solucionar urgencias sociales? ¿Por qué no tomar propuestas como la del exministro de Hacienda Ignacio Briones, para que los dueños de camiones y otros grupos privilegiados tributen igual que el resto de los chilenos?
Sería matar dos pájaros de un tiro: aprobar una reforma tributaria que nos haga un país más justo y, al mismo tiempo, recaudar el dinero para mejorar la vida de los jubilados sin necesidad de subir las cotizaciones.
Para ello necesitamos un debate constructivo y, otra vez, las AFP lo están obstaculizando. Tras inventarlas, José Piñera se felicitó de que significaron “una disminución gigantesca del poder político del Estado sobre la economía”. Es que las AFP ejercen un poder político vicario: aunque en teoría los dueños de los ahorros somos los trabajadores, en la práctica son los dueños de las AFP los que usan esa plata para designar directores en grandes empresas.
Y parte de sus ganancias ($ 168.000.000.000 sólo este último trimestre), salidas en gran medida de las comisiones que pagamos los trabajadores, han ido a costear campañas, pagar sillones de directorios para políticos, financiar campañas publicitarias contra los cambios que afectan sus intereses y usar sus bases de datos para bombardear a sus afiliados con propaganda política contra la reforma.
La Asociación de AFP criticó la (adivinen) “ideología” y “cambio radical” del proyecto. Su exgerente amenaza con una ofensiva judicial para bloquear la reforma. Coordinadamente, políticos que dicen no defender a las AFP, pero que curiosamente coinciden en sus mismos intereses, lideran campañas supuestamente “ciudadanas”, que gozan de envidiable financiamiento.
En cuanto a las AFP, el proyecto del gobierno recoge una idea del exministro de Hacienda Andrés Velasco: separar, por un lado, al ente a cargo de recaudar y, por el otro, a múltiples gestores que inviertan los fondos. Así, decía Velasco ya en 2016, entrarían más actores al mercado, bajarían las comisiones y “se acabaría el contubernio a través del cual los dueños de estas administradoras designan directores en las principales empresas de Chile, y ejercen poder económico y político utilizando fondos que no son suyos, sino que de todos los chilenos”.
Esto no es “ideología” ni es “radical”. Es más eficiencia, más competencia, libertad de elegir entre entes privados y uno público, y el fin del “contubernio” (la palabra es de Velasco) que traba los necesarios cambios al sistema.
Desde la reforma de Marcel han pasado tres gobiernos y dos proyectos fallidos. Esta es la última oportunidad de los políticos, de gobierno y oposición, para demostrar a Chile que pueden hacer la pega para la que fueron elegidos.