En el primer anillo de Alberto Fernández nadie se anima a precisar el momento exacto en el que cambió su actitud. En qué minuto preciso se convenció de que, con mucha suerte y todavía más cintura, podría tener alguna posibilidad de continuar con su inquilinato en la Quinta de Olivos durante cuatro años más o de, al menos, hacer valer su peso en el 2023.
Es un misterio que inquieta a todo el oficialismo, que sigue con algo de sorpresa y mucho de bronca las peripecias inesperadas del mandatario. Ahora, como un animal herido y acorralado, el Presidente empezó a dar, sobre el último cuarto de su mandato, atisbos de autoridad que tienen como norte las elecciones del año que viene y el intento de salvar a las PASO y a él mismo. Es el albertismo tardío que nadie esperaba y que pocos pedían.
Señales
Es probable que en el día de mañana, cuando los historiadores tengan que narrar el laberinto que fue el Frente de Todos, hagan un capítulo especial alrededor del Gabinete y los tembladerales que sucedieron alrededor de su conformación. De la primerísima decisión de Cristina Kirchner de dejarle todo su armado a Fernández -apenas intervino para evitar que Eduardo de Pedro se convierta en ministro de Justicia y para ponerle la bolilla negra a algunos políticos que detesta.
Pasando por el célebre “funcionarios que no funcionan”, el armado de los ministerios fue una espina clavada en el corazón del oficialismo desde que comenzó. Por eso es que la decisión del Presidente de nombrar tres ministras sin consultar a sus socios -con el agravante de que esa ausencia de diálogo fue ampliamente difundida por el albertismo- fue mucho más que un movimiento de lapicera: era la prueba de que una de las capas tectónicas del gobierno comenzaba a moverse en un sentido extraño.
Este golpe en la mesa sucedió en la mitad de octubre. Los que mantienen diálogo frecuente con Alberto dicen que lo veían, para esa época, resignado y embroncado con el ostracismo que le había impuesto la realidad: la figura de CFK crecía al calor del juicio de Vialidad y el atentado fallido que había sufrido, y la de Massa hacía lo mismo mediante sus viajes al corazón del establishment mundial en Estados Unidos y la relativa calma que le había logrado imponer a la economía. Pero el obligado recambio ministerial, la diversidad de actos del 17 de octubre y el protagonismo que cobró en el debate público la posibilidad de eliminar las PASO terminaron de empujar al Presidente al salto al vacío.
Hay acá un hecho llamativo. Alberto termina de decidirse por apostar a su liderazgo -algo que en los últimos tres años no había querido hacer para, según él, “cuidar la unidad”- no por voluntad propia sino porque las circunstancias no le dejaron ninguna otra opción. Los ministros que tenían cargos territoriales ya se volvieron a sus pagos o están a punto de hacerlo (el último, como había adelantado NOTICIAS, fue Jorge Ferraresi, ministro de Hábitat, que vuelve a Avellaneda, línea que se espera que siga Gabriel Katopodis en un regreso a San Martín), y el kirchnerismo ya no presiona para ocupar lugares. Es un doble movimiento que lo obliga a armar, finalmente, un Gabinete propio: lo obliga a armar algo parecido al albertismo al que siempre se negó.
Es una realidad que también apareció el 17 de octubre, el día del nacimiento del peronismo en el que el Frente de Todos se mostró dividido en público, con varios actos distintos. La ficción de la unidad, en otro momento el lema que mantenía pegado con adhesivos al oficialismo a pesar de las cartas y de los reproches cruzados, ya desapareció: como quien se saca una curita molesta de un tirón, para el peronismo mostrarse separado dejó de ser un tabú.
Y sobre esto se monta el tema que, piensa Alberto, puede ser su última posibilidad de mantener su peso de cara al 2023. En su defensa cerrada a las primarias obligatorias se esconde un cálculo táctico interesante. Lejos de la imagen que una parte importante del oficialismo y de la sociedad tiene de él -y que se volvió a cimentar con el bizarro episodio de su reciente cruce con un participante de Gran Hermano-, Fernández despliega cierta habilidad política a la hora de sostener las PASO.
En el elogio a esa herramienta (“un gran instrumento que Cristina creó”) y a la vicepresidenta (“una dirigente superlativa que tranquilamente podría competir en las primarias”), hay una trampa, un abrazo de oso, del que es perfectamente consciente: ella, que cuadriplica en intención de voto a cualquier otro miembro del oficialismo, no quiere ser candidata -como no lo quiso ser en el 2019- y, aún si cambiara de opinión, tiene al fantasma de la Justicia sobre su espalda alentándola a ir por el mucho más seguro puesto de senadora bonaerense. Ahí está el lugar más íntimo del razonamiento presidencial: jugado por jugado, él no tiene mucho que perder, a diferencia de CFK que podría poner en juego la libertad suya o de su familia, o de Sergio Massa, el ministro de Economía que llegó a las elecciones del 2019 con un caudal de votos propio.
Laberintos
Fernández, político de la vieja escuela, es un habitual consumidor de diarios, de portales y también de encuestas. La realidad que le devuelven estas últimas no deja lugar a dudas: sus números de aprobación son muy bajos y, salvo un milagro económico que logre parar la inflación a tiempo, no remontarán antes de las elecciones. Pero -y de ahí su defensa a las PASO- sabe que la suerte de los otros presidenciables del Frente de Todos es muy similar: Massa arrastra una histórica imagen negativa -en el entorno del tigrense son las fluctuaciones en sus números de desaprobación las que se estudian con más detalle-, y el resto (como podría ser el saliente jefe de Gabinete, Juan Luis Manzur) tienen un nivel de desconocimiento alto y una imagen igual de mala.
Hay sí un punto endeble en el razonamiento presidencial. Es que sabe que la única manera que tiene él -y el Frente de Todos- de lograr llegar a las elecciones con alguna mínima posibilidad es que la economía se encarrile, y que la inflación deje de subir a un ritmo tan acelerado. Ahí está la encrucijada: si la situación del bolsillo de los trabajadores mejora va a ser muy difícil que ese éxito no lo capitalice Sergio Massa. Eso es, al menos, lo que indicaría la lógica política, que en estos días brilla por su ausencia.
Esa sensación es la que rondó el ministerio del tigrense en estos días. Ahí se esperaba festejar como un éxito la aprobación del Presupuesto 2023 para la que Massa trabajó personalmente (en lo que era además una vendetta tardía dirigida a Martín Guzmán, que no logró aprobar esa misma ley el año pasado). Pero la alegría no duró ni un día: a las 10 y 20 de la mañana, menos de cinco horas después de que Diputados le diera media sanción al proyecto -con Massa apoyando desde el recinto-, la vicepresidenta lanzó un tuit fulminante sobre el aumento de las prepagas que el Gobierno autorizó. Aunque es un tema que CFK viene siguiendo desde que comenzó el gobierno -hace dos años ella postuló la idea de lanzar una reforma integral del sistema de salud-, y de que el dardo no estaba necesariamente dirigido al ministro, el timing que utilizó agitó los ánimos del massismo. En esos rincones la paciencia para tolerar las diferencias entre el binomio presidencial está empezando a estrecharse.
Sobre Massa pesa, además, otro fantasma. Es el que está haciendo girar el propio Alberto. El Presidente le dice a quien quiera escuchar que él, que es “un militante político del peronismo”, va a estar donde el espacio más lo necesite, y que si es necesario dará un paso al costado para apoyar a otro candidato. Lease, el propio Massa, con el que insinúa que ya tuvo alguna conversación sobre el tema. Si esta declaración Alberto la hace con la maldad estudiada de darle un abrazo de oso al tigrense -para luego presentarlo como “su” candidato y quedar como el gran elector, como aspira a hacer del otro lado de la grieta Mauricio Macri- o si es una jugada nacida de la honestidad intelectual es un misterio.
Lo que está claro es que esta idea llegó a oídos del siempre desconfiado Massa. Los que conocen al ministro dicen que de acá parte el operativo despegue que ya venía haciendo el tigrense y que ahora aceleró. Si cuando llegó al cargo el esposo de Malena Galmarini decía por lo bajo que recién entrado el año que viene se sentaría a hablar de candidaturas, ahora el nuevo relato pasó a ser que “piensa en dejar la política” después del 2023 y que “su familia no quiere que sea candidato”. Acá de nuevo la biblioteca se reparte: su círculo íntimo jura que este nuevo discurso es real y que los últimos años le pasaron factura, mientras que el segundo anillo se ríe de estas declaraciones y asegura que es una jugada más del hábil Massa, que quiere quedar lo más lejos que se pueda de este debate. Es un misterio que se resolverá sólo de acá a un año.
Futuro
Todas estas especulaciones, sin embargo, pasan por el costado del grueso del oficialismo, más preocupado en cuidar su quinta (ver recuadro) que en la posibilidad de una victoria en el 2023. Que el kirchnerismo ya dio esa elección por perdida -un revival del 2015- es vox populi dentro del Gobierno, y quedan dudas sobre el pronóstico que hace Alberto en su intimidad.
¿Quiere ser candidato porque piensa que puede ser reelecto o, aún perdiendo en la segunda vuelta, sería para él un triunfo político? Hay que tener en cuenta que si Fernández ganara esa interna significaría el fin, de una vez por todas, de las ataduras que tenía para con el kirchnerismo. Está claro que CFK arrasaría en unas PASO contra él, pero es mucho más brumoso el escenario si el que compite contra el Presidente es De Pedro o Axel Kicillof.
Ganar esa elección para luego perder en la general, para un debilitado y cuestionado Alberto, sería la garantía de al menos seguir pesando en la política argentina para el ciclo que sigue. El caso de Macri, derrotado con 41%, es suficiente prueba. Todas son las disyuntivas que ocurren dentro de un oficialismo que tiene a todos sus candidatos a la baja. Quizás Alberto se esperance en demostrar que, en el reino de los ciegos, el tuerto es el rey.