El verano pasado, después de terminar su última película, El ángel de la muerte, y justo antes de empezar los ensayos para su revival de Cabaret en el West End de Londres, que ha triunfado en los premios Olivier, Eddie Redmayne volvió a la escuela. No a la universidad, ni a uno de esos cursos de adultos para refrescar conocimientos, sino a un instituto académico muy específico y renombrado: la Escuela Internacional de Teatro Jacques Lecoq. O, como se la conoce más coloquialmente, la escuela de clown.
Durante dos semanas, en un gimnasio del siglo XIX reconvertido de París, Redmayne recibió un curso de Teatro del Absurdo, donde se dedicó, como él mismo dice, “a improvisar y a jugar”. Pero la escuela de clown no es coser y cantar. Las clases eran exigentes, y sus profesores, que estudiaron con el legendario Lecoq, eran brutalmente honestos, incluso hirientes. “No hacíamos títeres para niños ni nada de eso”, me cuenta Redmayne mientras hace su propia interpretación: “Non, je ne marche pas”, dice agitando amenazadoramente un dedo delante de su nariz. No, por ahí no paso.
Los compañeros de clase de Redmayne tenían entre 18 y 60 años, y todos eran artistas profesionales de una rama u otra. Pero Redmayne era el único que había ganado un Oscar al Mejor Actor. El único que había protagonizado una saga cinematográfica capaz de recaudar mil millones de euros. Y aun así se sentía como un completo aficionado. De eso se trataba. Quería empezar de cero, en cierto modo, para exponerse, para intentar desprenderse de verdad de los tics y manías de actor que ha acumulado en sus 20 años de carrera. “Era justo lo que necesitaba”, explica sobre la escuela Lecoq. “Para recordarme a mí mismo que tengo que seguir aprendiendo”.
Estamos sentados en la suite de un hotel de Toronto, un par de días después de que Luke, su hijo de cuatro años, haya empezado el colegio por primera vez, en Londres. Redmayne es un padre atento y orgulloso —no se habría perdido el primer día de Luke por nada en el mundo— pero aun así tuvo que volar aquí poco después para el estreno mundial de El ángel de la muerte en el Festival Internacional de Cine de Toronto. Su familia (incluyendo a su esposa, Hannah Bagshawe, a su publicista y a su hija de seis años, Iris) vivió con él en Nueva York durante el rodaje de la película, pero no estaba dispuesto a sacar a los niños del colegio para el festival. “No me parecía bien coger y marcharnos al segundo día”, explica, con una gran sonrisa.
Todo el mundo sabe que Redmayne es absurdamente simpático —al nivel de George Clooney, de Hugh Jackman, de Tom Hanks. Lleva toda la mañana atendiendo a los medios, y nuestra entrevista de una hora le pilla justo en medio del almuerzo, pero me recibe con tal entusiasmo que temo que me haya confundido con el servicio de habitaciones. Ríe con frecuencia, suelta tacos con frecuencia, hace pausas con frecuencia, lo que le permite ordenar sus pensamientos en respuestas convincentes y largas. Va vestido cómodamente: una camisa de tejido toalla de S.S. Daley, unos pantalones holgados azul marino de Dior. Redmayne ya ha estado cinco veces en el Festival de Toronto, pero tras dos años de purgatorio pandémico, la parafernalia de los festivales —las alfombras rojas obligatorias, las multitudes de fans en busca de selfis, los periodistas y sus preguntas repetitivas— han adquirido, al menos para él, un nuevo lustre. Está realmente ilusionado de volver, incluso de participar en esta charla en particular. “Aún no he tenido una conversación como tal”, afirma, acurrucándose en el sillón con una Coca-Cola Light: “Poder hablar de una película en la que crees genuinamente es bastante inusual”.