Elena Bermejo
Profesora de la Facultad de Enfermería
Hablar de salud mental se ha convertido en los últimos años en un tema prioritario de salud pública. Al igual que en la mayoría de los países, en la última década, la salud mental ha disminuido en España, con un notable empeoramiento tras la pandemia por
Covid-19.
Pero es la juventud en particular la que se ha visto especialmente afectada, ya que la incidencia de los problemas de salud mental entre las personas de 15 a 24 años se ha duplicado en la mayoría de los países durante estos últimos años.
Y a este hecho le acompaña la gravedad de un incremento del suicidio en la adolescencia; siendo la segunda causa de muerte de los jóvenes en Europa. Una solución irreversible que se presenta para muchos/as como única salida ante un sufrimiento que se hace insoportable. Desenlace que, desafortunadamente, es también alarmante entre nuestros mayores a causa de la soledad.
Desde aquí nos puede costar mantener una visión clara de nuestra propia situación y es muy posible que necesitemos que alguien nos ayude a subir hacia la superficie de nuevo.
Se suman las voces que abogan por su cuidado. Esta preocupación ha hecho eco en numerosos medios de comunicación, comunidades científicas, e incluso, ha visto por fin luz en la agenda política a nivel nacional (nuevo plan de Acción de Salud Mental 2022-2024) y un mayor respaldo a nivel mundial (revisión y extensión del plan integral de Salud Mental 2013-2030 propuesto por la OMS).
Sin embargo, a pesar de que son cada vez más los esfuerzos destinados a resolver la gran encrucijada que enfrenta nuestra salud mental, la apuesta general sigue estando marcada por un claro enfoque “patologicista” (orientado a la enfermedad), y circunscrito en un modelo genérico de atención sanitaria, en lugar de revitalizar el tan olvidado modelo comunitario de salud mental.
Asunto que hoy con motivo del Día mundial de la Salud Mental nos lleva a preguntarnos, ¿qué estamos considerando por salud mental?
Una mirada salutogénica. Desde un enfoque salutogénico (aquello que genera salud) todas las personas, en materia de salud, nos encontramos en lo que Eriksson y Lindström (2008) denominaron “el río de la vida”; un proceso continuo en el que nos acercamos y alejamos de la salud a lo largo de la vida. En esta analogía, el río está lleno de riesgos y recursos que nos protegen o ponen en peligro nuestro bienestar.
Si como resultado de los estresores y circunstancias que rodean nuestra vida, nos adentramos en la corriente de este río, este se vuelve cada vez más profundo y agitado, y tal vez, nos resulte difícil encontrar un punto de apoyo para seguir a flote.
Desde aquí nos puede costar mantener una visión clara de nuestra propia situación y es muy posible que necesitemos que alguien nos ayude a subir hacia la superficie de nuevo. Pero si esta ayuda no está disponible y /o no encontramos los recursos suficientes para seguir nadando, se incrementan nuestras posibilidades de quedar atrapados en las corrientes subterráneas o terminar en un desenlace fatal.
Por ello, lo que determina si nos hundimos o nos mantenemos a flote, en gran medida, es nuestra capacidad para nadar y afrontar los retos que encontramos en el transcurso del río, pero también la disponibilidad de los recursos adecuados de apoyo que vamos a necesitar en este proceso.
Los recursos que generan salud mental. Estos recursos (los denominados activos de salud) van a estar determinados por factores como el contexto político, socioeconómico, cultural, la accesibilidad a la educación, el trabajo, el acceso a los servicios de salud, el sistema familiar, el género, la edad o nuestro sentido de pertenencia y red de apoyo social.
En definitiva, van a depender de las condiciones (determinantes sociales) en las que vivimos, trabajamos, disfrutamos y envejecemos, y por ende, nos predisponen a una buena o mala salud o riesgo de enfermedad.
Continuará…