Hamlet Astudillo y Jesús Valdebenito, protagonistas de Teatro de muñecos (La Pollera Ed.), son dos artistas de escasos recursos que emigraron a Valparaíso en los albores de la democracia, provenientes de San Antonio. Desde entonces ensayan una dramaturgia interpretada por muñecos de goma y de trapo, aferrados a un marco teórico en permanente revisión y que dibuja utopías posibles a contraluz de un fracaso seguro.
Se trata de un montaje dentro de otro, pues Mellado, obsesionado desde siempre con la política local como un teatro de operaciones, integra a la escena las diferentes tribus de la cosa pública porteña: operadores municipales, feministas empoderadas, marinos en retiro y “cuicos en busca de emociones con olor a meado”.
Radicado hace dos años en Placilla de Peñuelas, donde alterna labores literarias y de jardinería, Mellado admite que en esta novela no ha pretendido reinventarse, sino establecer “un registro de continuidad” de ese Chile a escala municipal que ha retratado desde los 90. “Es una sensación del viejo futbolista que afirma su sistema de juego: aquí nos paramos así, recibimos la pelota, habilitamos, repetimos un esquema que ya sabemos. Y también están las ganas de ser considerado un novelista, para que mi familia me vea como novelista y dejar de ser un disparador de cualquier cosa.”
Hoy podría decirse que fuiste adelantado al crear una literatura desde las retóricas territoriales, que en la última década agarraron tanto vuelo.
Claro. De alguna manera, lo que hice fue meterme en medio de esas hablas que preanunciaban un modo del hacer y del quehacer. Esos lenguajes después los asumieron Sharp, el mismo compañero Boric, pero fundamentalmente las zonas más provincianas del discurso político. Creo que Barthes, cuando le pidieron que escribiera algo sobre Mayo del 68, dijo que la labor de un escritor es dar cuenta del estado de la lengua en algún momento determinado. Porque claramente la revolución, o los grandes conflictos sociales, pasan por el lenguaje. De hecho, el fracaso de la Revolución francesa no fue tal cuando después todos terminaron hablando como en los tiempos de la Revolución. Y tal vez, todo este capítulo de la Convención no fue un fracaso porque todos estamos hablando en esa jerga ciudadanística, territorialista, empoderadista, la derecha incluida. No sabemos si esos modos del lenguaje significan más democracia, pero al menos son algo parecido a.
¿Cómo empezaste a percibir la irrupción de estos lenguajes? ¿De dónde venían?
Creo que esto viene del momento habermasiano de la política chilena, cuando la Concertación, sobre todo el mundo PS o socialdemócrata, empieza a instalar ciertas prácticas en torno a “lo público”: el espacio público, las políticas públicas, toda esa cosa medio tibiona de lo público. Y ahí llegan a los municipios los cientistas sociales: la asistente social, el sociólogo, el antropólogo, que habían tomado ramos en la U donde ya se promovía esa jerga territorializante, entonces empezaron a bajar la información de esa manera. Y después aprenden esa jerga los operadores políticos más chuchumecos: “Hermanito, aquí somos los ciudadanos…”. Yo fui testigo directo de ese momento del lenguaje, por decirlo así. Me acuerdo de un dirigente sindical, el Caco Ampuero, que era un bolchequive más nostálgico y se resistía a esto, “qué hablan de ciudadanía, así hablaba la derecha, aquí es el pueblo nomás, la clase obrera, los compañeros”. Desconociendo también que había pasado mucha agua bajo el puente.
Hamlet y Jesús, los personajes de tu novela, ¿serían los que aprendieron ese juego o los que quedaron dando bote cuando llegó la transición?
No, ellos son el arte como medio de sobrevivencia, nomás. Y eso también lo vi. En las artes circenses y el teatro popular circulaban mucho estos personajes, todavía circulan. Gente que hacía teatro Boal, o que se reconocía en un brechtianismo pasado por el DUOC o por algún teatrero que mandaron de Santiago a hacer un reciclado. Hay mucho teatrero santiaguino que se distribuyó por los territorios, porque Santiago está saturado de teatro. Tal como había mucho dirigente político que no cabía en Valparaíso-Viña, entonces los mandaban a Quilpué, Los Andes, San Antonio. La territorialización surgió en parte de eso, también, de darle lugar a lo que sobraba en las capitales. Pero claro, después se pone de moda, tal como se palmeriza Chile o se parcela.
A la vez, ese lenguaje que se filtra desde las instituciones empieza a ser apropiado por los movimientos que aspiran a desafiarlas.
O sea, imagínate, Sharp habla de Territorios en Red. Inventó una plataforma con esa jerigonza y varios alcaldes y alcaldesas lo siguieron en esa lógica.
Tú mismo te debates entre vislumbrar posibles utopías territoriales y boicotear los discursos que se atreven a intentarlo.
Claro, lo que pasa es que estos hijos de la grandilocuencia se tienen que acoplar a cuestiones que otros les inventan, pero ellos son incapaces de diseñar acontecimiento político. A Sharp, el Pacto La Matriz [organización ciudadana que en 2016 sirvió a Sharp de plataforma electoral] le armó un sistema, y después él manipula esa fórmula para apoderarse de un discurso y de una escena, porque ellos no inventan. Y no por un problema de dones, sino porque la política es así, su definición misma de acción es la apropiación, la toma de lugar. Entonces mi perversión, o mi destino, es no poder participar de eso, porque no me la creo nomás. Puedo participar cortando el pasto, plantando árboles, haciendo hoyos, pero no tengo esa capacidad de especular con lo que hacen otros.
¿De tu participación en el Pacto La Matriz concluiste que esos asaltos ciudadanos al poder están destinados al fracaso?
La persistencia nihilista me diría que esto es un fracaso perpetuo. Pero creo que ese fracaso puede estar mitigado, matizado, por una fiscalización también perpetua, para que las políticas públicas no se transformen en corrupción ni en privatizar el deseo ciudadano. Y en este caso, hay que reconocer que nosotros éramos incapaces de administrar esa papa caliente que era el municipio de Valpo. Pero lo importante fue lo que pasó después: hubo otros pequeños Pactos La Matriz que permitieron que San Antonio se liberara de las viejas prácticas concertacionistas. O sea, algo pasó. No lo quiero llamar éxito, pero hubo continuidad del deseo, no hubo deseo interruptus. Y también tienes que dejar que el sentido común te vaya mostrando cómo debiera funcionar una república o una sociedad. Este vaivén entre el Rechazo y el Apruebo, entre “ya, hagamos un cambio constitucional” y “no hagamos este, hagamos otro”, puede que, a pesar de las toxicidades que hubo, haya sabiduría en todo eso.
¿No sentiste el triunfo del Rechazo como un fracaso del deseo?
Al principio sí, pero después uno va matizando. Al final, este impasse significa retomar autocontrol: qué pasó, nos derrotaron, ya, la democracia funciona, qué bueno que funcione. Algo te dice. Tampoco digo “oh, no supimos hacer esto o esto otro”. Como decía Maturana, todo análisis es posterior, entonces no quiero funcionar con esa posteridad que dice “sí, en realidad nos excedimos”. Si no era tan anticapitalista la propuesta. Pero la democracia quiso otra cosa. Y la aparición del imaginario fascista oponiéndose tan brutalmente, y que ese imaginario tomara también a sectores de centro, quiere decir que la cuestión era importante. Creíamos haber avanzado cinco peldaños y ahora retrocedimos, pero igual hemos avanzado dos. Entonces estamos en la lucha, compañero. Pero nuestra gente vale callampa también, entonces es bueno que nos peguemos contra el muro.
¿Hoy te consideras un oficialista o alguien que nunca le creyó a la generación que llegó al poder con Boric?
Nunca les creí, pero ahora estoy con Boric. Necesito estar con él por una cuestión de afectos. Y sobre todo, porque creo que él puede dirigir una lucha contra el fascismo que se nos viene encima. Le tengo miedo al fascismo.
Está un poco desprestigiado llamarle fascismo a cualquier derecha dura.
Sí, te entiendo. Yo me estoy refiriendo a la reposición de un proyecto nacionalista, patriotero, criminal y que pretende hacer retroceder la democracia hasta una especie de uniformidad simbólico-cultural. No es tanto la reposición de un capitalismo, sino de un sentido común machista, institucional, religioso, que se instrumentaliza como respuesta a un momento crítico del capitalismo. Y no es tan difícil que esa población perturbada que se movilizó por ciertas cosas, se movilice ahora por ciertas otras. Acuérdate de la quema de las carpas a los venezolanos. A eso le tengo miedo. Y el caldo de cultivo de eso es la inseguridad económica, la pobreza, la falta de acuerdos, cuando la gente ve que la democracia no funciona de manera razonable para el lado de sus intereses. Estoy sintiendo que hay un escenario muy parecido al de entreguerras. Discursos antiinmigración, “hay que echarlos a todos”, la necesidad de exterminar al otro porque es una amenaza. Me refiero a ese fascismo clásico, no a la derecha. De hecho, la derecha de RN y la UDI también va a tener que luchar contra el fascismo que viene. Lo dijo por ahí Girardi: si le va mal a Boric, la derecha que viene no es esa, sino los fachos-fachos, los anti otros, que quieren aplicar el gatillo fácil. Por lo tanto, es una lucha cultural que vamos a tener que dar. Por eso estoy apoyando a Boric.
Visto así, que él busque espaldas en la ex Concertación, a la que tanto has deplorado, sería un acto de sensatez y no de traición.
O sea, lo más ordinario de la política es denominar al otro traidor. El tema del traidor es una función literaria nomás, aquí hay que operar. Y es muy fácil hacer escena histérica desde la galería, pero la política no pasa por la histeria, tienes que controlarte nomás. Y dejarte perder si es necesario. Si el cuento no es ganar, es funcionar.
¿Hay que superar el “venceremos”, entonces?
¡Pero obviamente! Eso es una canción y todavía la cantamos, pero no podemos manejarnos con consignas. O sea, cuando veo en la calle esos “Organízate y lucha”, chucha, siento que están escritos ahí hace como 30 años…
En la novela hay mucha crítica a lo que llamas “anarcopendejismo”.
Es que el fascismo también tiene una dimensión subjetiva, personal, y esa conducta primaria persigue a nuestros pendejos anarcos antisistémicos y al irracionalismo iconoclasta de los ultra, por decir algo. O sea, el anarcopendejismo es conservador, son hueones típicamente inventados por el enemigo para que le hagan el juego. Esos tipos debieran estar muy en crisis ahora que el narco se impuso.
¿Por qué?
Porque la dimensión cultural narco, el consumo de iniquidades, siempre le gustó a ese anarquismo que validaba el lumpenismo o ciertos modelos de criminalidad. Entonces, ¿qué van a hacer ahora? ¿Cómo se van a separar de todo eso?
¿El anarcopendejismo sería el contingente que salió a saquear Valparaíso para el estallido, o estamos hablando de otra cosa?
No, eso ya no sé lo que es. El que salió a saquear votó Rechazo, partamos por ahí. Era el lumpen-lumpen. Había un anarcopendejismo que se vestía tipo Christian Dior, de negro, que estaban en la subida Cumming. Los otros estaban en la subida Ecuador, se las dividieron. Y el anarcopendejismo hacía actos de voluntarismo escénico, no era más que eso. Ahora, hay momentos de la pelea en que somos todos lo mismo, también. O sea, en esto no hay coherencias absolutas donde todo calza, hay puros descalces, heroicidades que van y vienen. También el MIR, cuando se metió en las poblaciones, tenía harto compadre lumpen. El tema siempre ha sido qué hacen con los lumpen después, ese es el problema de todas las guerrillas cuando terminan. Y es el mismo problema que tiene ahora la derecha con Pancho Malo.
No obstante el bullying de rigor, en esta novela parece imponerse el cariño del autor por los personajes, como intentando salvar ciertas formas de ingenuidad.
Puede ser que uno haya caído como en el mariconeo de la afectividad, en la necesidad de los afectos. Porque repente uno se olvida de que existe esa dimensión, la pierde de vista, porque la pelea es muy fuerte. Pero la dimensión afectiva es clave, te la recuerdan los bicharracos, los animalejos, y la misma gente, por supuesto. Entonces uno recupera el pequeño gran gesto. Por ejemplo, cuando en plena insurrección popular, yo tenía que cruzar una barricada y unos cabros me dicen: “Tío, ¿lo ayudo a cruzarlo?”. Ese pequeño gesto emotivo te puede hacer la diferencia. Y creo que siempre lo ando buscando, pero no siempre lo encuentro, es difícil. Y se nota que la gente los busca, que la política los necesita. En los grandes conflictos, cuando está la zorra, aparece esta necesidad del pequeño gran gesto. Eso fue un poco lo de Boric: un cabro TOC que permite un acuerdo para salvar a la república. Entonces sí, parece que esta vez quise querer a los personajes. Incluso al Guatón Escudero, que es como el CNI, el sapo. ¿Cachaste que ahí me adelanté a algo que ocurre en la política chilena? Que la inteligencia militar espía a la cultura.
Por lo que salió en los correos del Estado Mayor Conjunto.
Claro, siempre han espiado, porque se supone que la organización cultural arma cahuín político. Y por supuesto, también tengo un cariño por esos cabros que intentan hacer teatro con muñecos. A mí los actores me caen mal porque son unos divos de mierda, es súper difícil trabajar con ellos. Ahora tengo un personaje que se llama el Payaso Ravotril y me cuesta harto conseguir actores para un proyecto dramatúrgico, porque son insoportables. Entonces les tengo cariño a estos dos fracasados. Le tengo cariño al Lautaro Bascuñán, este cuico que anda grabando porque quiere hacer de nuevo Valparaíso mi amor, y que es medio mino pero también quedó metido en una dinámica de los fracasos. A la María Conchuda, que es la típica luchadora que conozco tanto en mi barrio. O el Romualdito, que lo inventé a partir de un personaje que existe en Valparaíso, un tipo que es como minoco y pide en la calle. Mide como 1.90 y tiene pinta de rugbista, le dicen El Modelo. Una vez me dijo: “Oye, poeta, mira: dame luca y no te molesto más”. Hicimos negocio. Sí, todos son queribles.
Después del combo del estallido y la pandemia, caminar por el plan de Valparaíso era asistir a una depresión fulminante, que se notaba en las caras. ¿Sientes que eso sigue así?
Es que aquí en Placilla es distinto. Pero sí, la depre fue brutal. O sea, hubo un momento en que Valparaíso desaparecía, estaba en proceso de decadencia terminal. Pero así como los países no pueden morir, las ciudades tampoco. Y Valparaíso está lleno de pequeños gestos de sobrevivencia que le dan calidez humana. El plan está para la cagada, pero de repente tú haces efecto cerro y te encuentras con lo que creías que se había perdido. El cerro, el pequeño eje de habitabilidad, todavía funciona. Hace poco me tocó ver una fiesta de una calidad…
¿Qué tipo de fiesta?
Una fiesta de cumpleaños. Pero tan bien armada, que tú dices “chuta, esto lo echaba de menos”. Porque no era “oye, el medio carrete”. Esto no era un carrete, era un diseño. La Yorka, una amiga, cumplía 50 años y se consiguió una casa pequeña en el cerro Florida, con una vista espectacular. Y era de mucha calidad lo que armaron ahí, con ciertos íconos, con elementos simbólicos que tú puedes discutir o no, pero funcionó todo muy bien. Tal vez porque lo hacían mujeres. Si hubiera sido un asado, con los cara de hombre piscoleros, parrilleros, queda la cagá. No sé, yo soy anti masculinidad. Me cargan los hombres, los cara de chileno.
En el libro los muestras muy golpeados por el protagonismo que han ganado las mujeres.
Hay un malestar del piscolero y no puede no haberlo. Lo tengo claro cuando veo el WhatsApp de mis excompañeros de curso, que son cara de hombre de verdad, de los que estuvieron en colegios de hombres. Y lo pasan mal porque en Chile se logró algo, esto de las mujeres se instaló. Los Republicanos son el único reservorio que está en contra y todavía pueden triunfar, pero en este instante las mujeres tienen más lugar público, jurídico y político. Y esto es un triunfo del grupo de poder que instaló ese tema. Incluso del grupo de poder académico feminista perverso que maneja temáticas de género y con eso financia universidades y modelos de negocios culturales. Mala suerte, así es la vida académica, así son los negocios. La cosa es que ese grupo triunfó y eso tiene que molestarles a los que perdieron.
¿Por qué te cargan los “cara de hombre” o los “cara de chileno”?
Porque los cara de hombre son gorilones básicos, como decían unas feministas que conocí. Y el chileno suele ser un gorilón básico, entonces uno anda huyendo de eso. Pero de repente los gorilones básicos no son tan básicos, son hueones finos, que responden a ciertas cosas. El vecino que tengo a un lado, don Luis, y el que tengo al otro lado, don Carlos, son tipos son súper razonables con los cuales hago cosas bien interesantes. Con don Luis, sobre todo, hacemos muchos negocios comunitarios, de habitabilidad.
Al final, todos tus rodeos políticos han decantado en una poética de habitar el pequeño espacio.
¿Es que sabes qué? Descubrí que cierto modo de habitabilidad doméstica puede ser el paraíso. Levantarte a cocinar, a hacer el aseo, plantar, jardinear. Estoy hablando como vieja, pero es lo que me produce placer. Tener una cocina al aire libre, jugar a la autosustentabilidad, a cuidar tu territorio, tu vecindario, tus plantas. O sea, creo que la vida se salva a partir del juego con lo doméstico. Algo que en las grandes ciudades como Santiago me imagino que no se puede hacer. Espero que la solución macro no sea parcelar todo Chile, pero en lo personal me oriento por ese lado y me es brutalmente satisfactorio. Con todo lo que se sufre, porque no es pura felicidad. Hay que sacarse la chucha, físicamente hay que estar ahí, encima de los procesos.
¿También lo entiendes como una respuesta política?
Obviamente, la respuesta fallida. Pero como la política todavía funciona según las pautas del deseo de baja intensidad masculinoide, que tiene que ver con el consumo de iniquidades, con el consumo chulo, estamos un poquito cagados en ese aspecto. Yo saco una bolsita de basura a la semana, pero así chiquitita, todo lo demás lo reciclo y me siento un héroe por eso. Un héroe mínimo, por supuesto, de ese pequeño formato. Ojalá me bonificaran por eso.
¿Dónde estaría la línea divisoria entre lo que estás diciendo y el “hipismo ambientalista torpe” que se consigna en tu novela?
Es que uno está en peligro de irse para el otro lado, de todas maneras. Esa línea no es tan clara, es un equilibrio precario, así que estás en peligro nomás.
Hace algunos años llegaste a trabajar de jardinero. ¿Cómo aprendiste el oficio?
Mi madre me dejó esta vocación. Una vez estuve en Granada y cuando vi estos jardines granadines, me di cuenta: “Chucha, mi mamá siempre hizo esto en pequeña escala. Miniaturizó el jardín andaluz”. De repente vi el ordenamiento, la trama de ciertas plantas, la poética del agua que hay en todo eso, ¡era mi madre, hueón, haciendo un jardín chiquitito! Yo había vivido en Chiloé y me encantaba meterme al bosque, trabajar con el hacha, todo eso. Pero en Granada se me dio esa Gestalt, por así decirlo. Y ese jardín andaluz me lo encontré después en Valparaíso, en plena calle Héctor Calvo. Entonces dije “ya, es obvio que tengo que dedicarme a esto”. En ese testimonio está uno. Y tal vez la solución política personal sería conectarnos con eso, con subjetividades que nos permitan sobrevivir de manera… de manera etcétera, digamos. O sea, uno tendría que buscar permanentemente ese jardín andaluz o algo por el estilo.
¿Y podría decirse que ya dejaste de buscar la reinvención de lo popular?
Es que lo popular no es una verdad, son pequeñas cosas, son las hablas que se reinventan. La búsqueda de lo popular, al final, es como una santificación del sentido común para encontrar ciertas regularidades discursivas que nos den sentido a la vida. Y encontrarlas no en un gran sujeto, sino en el contacto diario con el otro. Tengo un vecino que trabaja en la leña y tenía mala la camioneta, entonces le digo “vecino, me prestaron una camioneta, vamos a repartir leña”. Y en ese quehacer empezamos a descubrir otras cosas. O, por ejemplo, yo saco mi pasto y alimento al caballo del vecino. Ahora me tengo que esconder del caballo, porque me tiene asociado con alimento, me exige. Esas cosas me dan motivo para sobrevivir. Pero para eso hay que dejar de ser cara de hombre, porque el cara de hombre tiene que hacer cuestiones serias. Y lo fundamental en mi vida es no hacer cosas en serio, ni cosas “de verdad”. Ahí tengo un problema, pero siempre hay reencuentros. Ahora hago un taller literario en la biblioteca de Placilla, a unas comadres que van. Tengo un hombre nomás, las demás son todas mujeres. Y es bien fascinante, porque la subjetividad que predomina en ellos tiene que ver con enriquecer su mundo, con el adorno del mundo. Y también con la sorpresa ante el mundo en que viven.
¿Y qué ha sido de Pueblos Abandonados, el colectivo de escritores regionales? ¿Sigue en pie?
Oye, tremendo negocio que tenimos, en agosto hicimos un congreso en Chiloé. Pueblos Abandonados está solidificado como sistema de resentimiento institucional contra el canon santiaguino, entre otras dimensiones de trabajo. Y hemos ido trabajando ciertos tópicos para darle color a la novelística: el informe político como formato narrativo, la miniaturización de los protocolos republicanos, el carnavalismo escénico, la querella mediática, la carta al director, etc. Todos esos tópicos van formando lo que podríamos denominar la novela municipal, de la cual yo sería su exponente. O sea, si a mí me preguntan “oye, ¿cuál es tu aporte a la narrativa chilena?”, ahora tengo una respuesta: “Inventé la novela municipal”. Ya habrá alguna sistematización más académica, pero digamos que con eso ya te puedo hacerte un paper.
¿Y de dónde surge la necesidad de rivalizar con el canon santiaguino?
Tiene que ver con ir en contra del sujeto santiaguino escrituroso, de la onda de vivir en el Parque Bustamante, en Ñuñoa o en Providencia antiguo y tener esa cosa del flaneur que se pasea por ahí. Es ir en contra del cara de hombre escritor, el que escribe en serio, el narrador de a de veras, de la novela balzaciana. Eso es necesariamente una pelea a combos, porque no puedes ser así si eres chileno. Los argentinos, los peruanos pueden creerse escritores de verdad. Nosotros somos gatos de campo, si esta hueá es muy ordinaria. Entonces, más que un contracanon, es decir “nosotros tenemos otra fórmula, que son los registros de la sobrevivencia”.
En la novela se constata que “hay un nuevo neoclasicismo muy perturbador que se instaló en la cultura luego del neobarroco pedante”. Podríamos desarrollar la idea.
Ahí me refiero a que existe un barroquismo de manual que está complicando la articulación escénica, porque repite sus tópicos académicos de maneras un poquito pateadoras. Toda esa jerigonza de las subalternidades, que se aplica a las políticas de las mujeres, de los niños, de los homosexuales, etc., tiene un límite cuando se transforma en una jerga de negociación o en un mercadito de abastos de la retórica. Y a mí me patea ver a ciertos adolescentones aprendiéndose esa jerga malamente. Entonces, ahora hay una irrupción que dice: “Ya, córtenla con eso, vamos al clasicismo de siempre, Rubén Darío no era malo, recitemos de nuevo a García Lorca”. Estoy inventando.
¿Y eso por qué sería tan perturbador?
No, lo perturbador es que este neoclasicismo también le sirve al que dice: “Ya, córtenla con eso, las niñitas usan rosado, los hombres azul y los maricones son maricones”. ¿Cachai? El fascismo reponedor. Alimentado también por todas las brutalidades que cometen las subalternidades. Porque cuando ya no dejan vivir, cuando se apropian del espacio público “porque es mío”, cuando metes Mil Tambores y haces prácticas de ocupación criminal de la calle, lo que estás generando es necesariamente un fascismo progre. Y ahí no tenemos lugar nosotros, porque somos profesionales de la cultura y el fascismo progre promueve el amateurismo cultural. “Esta hueá no es pa los artistas, es pal pueblo.” ¿Y quién es el pueblo? Ellos, poh, la clientela del mercadito de abastos. En Valpo, hay muchos lugares donde yo no puedo meterme −el Parque Cultural, el Palacio Baburizza− porque son espacios municipaleros “pal pueblo”. O sea, sólo para clientes. Pero en San Antonio pertenezco a otro colectivo, “La ciudad que no es”, y ahí somos puro vecindario. Es decir, ya no nos contrató el Departamento de Cultura, ya tenemos nuestro negocito, nuestro toldito en la feria. Lo conseguimos con puro trabajo, sin lamerle el culo a nadie. Probablemente porque la institucionalidad también cachó que tenía que reconocerles derechos a los que no funcionan con ellos. “Ya, listo, ustedes también.” Eso es la política moderna.