En una escena de Kika (1993), esa rareza de Pedro Almodóvar a punto de cumplir 30 años, Verónica Forqué anima a su asistenta del hogar, Rossy de Palma, a depilarse el bigote, aduciendo que luciría más femenina y hermosa. Rossy responde: “El bigote no es patrimonio exclusivo de los hombres. De hecho, los hombres con bigote o son maricones o fachas, o ambas cosas a la vez”. En su contexto de comedia gruesa no está del todo equivocada. La historia del bigote, en España, permaneció durante años encajada en ese mito.
Al bigote se lo ha relacionado con la guerra: griegos y romanos consideraban la barba poblada un símbolo de hombría, pero empezaron a rasurársela y dejarse solo el bigote para que los enemigos no pudieran agarrársela en plena batalla. Y se lo ha relacionado con el amor: en el siglo XIX, los británicos se dejaban un bigote casadero para demostrar que estaban solteros y tenían buena posición social. Algunas teorías de marketing afirman que hombres con barba o bigote bien cuidados inspiran confianza y ayudan a vender más en los anuncios. Otros relacionan, todavía, el bigote con lo peor del militarismo del siglo XX y nombres como Hitler, Franco o Mussolini, que inspiran de todo menos confianza.
El bigote es importante, tanto que en Estados Unidos existe desde 1965 un grupo llamado American Mustache Institute y actúa más allá de la broma. No solo realizan encuestas sobre el tema (de resultados no demasiado esperanzadores: en 2013, una de ellas reflejó que el 73% asociaban bigote con alcoholismo y que solo el 30% creían que un jefe podía tener bigote). Según su presidente, Aaron Perlut, contó en una entrevista a The Atlantic, han conseguido salvar el empleo de un camarero de Georgia al que amenazaban con despedir si no se quitaba el bigote y que se readmitiera a un adolescente llamado Sebastian Pham que en 2006 fue expulsado de su instituto por negarse a afeitárselo. El bigote es político. De hecho, es probablemente nuestra entrada a la política: si consideramos que la sombra del bigote es la primera señal externa de que dejamos atrás la niñez, el bigote se convierte en el rito de paso necesario para convertirnos en votantes y contribuyentes.
Si alguien intenta entrar hoy en la web de esa organización se encontrará con un mensaje de error. El American Mustache Institute ya no existe salvo en Twitter e Instagram, con no demasiados seguidores. Es, probablemente, un final feliz: el bigote ya no es conflictivo. Lo lleva Justin Bieber, uno de los cantantes más famosos del mundo (la crítica de EL PAÍS de su álbum Changes, supuesto paso a la madurez, llevaba por título “Justin Bieber ya tiene bigote”). También C. Tangana. Lo lleva Zac Efron en su nueva película, The Greatest Beer Run Ever. El confinamiento de 2020 hizo mucho por esta normalización: del mismo modo que algunos aprovecharon para cortarse el pelo, cocinar o ponerse brackets para llevarlos bajo la mascarilla, el experimento de dejarse bigote convenció a muchos de que no les quedaba mal y los animó a dejárselo una vez se pudo salir a las calles. En todo caso, el regreso del bigote llevaba años gestándose.
El bigote del futuro
Sergio López, jefe de peluquería en series como La casa de papel y nominado a un Goya a mejor maquillaje y peluquería por Adú, considera la tendencia actual del bigote “una herencia de lo hipster, una evolución natural de aquella barba frondosa” (que reinó en los 2000 para convertirse casi en parodia en la década de los 2010). De hecho fue un tótem del hipsterismo como el director Spike Jonze quien puso a un bigote a protagonizar una película: el de Joaquin Phoenix en Her en el año 2013. Ejemplo de lo rupturista que suponía un personaje protagonista con bigote es la crítica que le dedicó la web Gizmodo: “Her es tan buena que te dará igual el bigote de Joaquin Phoenix”. Y añadía la crítica: “¿Cuál es la parte de ciencia ficción? ¿Que un hombre se enamore de su ordenador o que cualquier tipo de inteligencia artificial tenga una cita con un tipo con semejante bigote?”. En años anteriores, actores famosos habían llevado bigote, sí, como James Franco en Milk (2008) o Brad Pitt en Malditos Bastardos (2009), pero las dos eran piezas de época en las que el bigote era parte de una caracterización. Pero Her se desarrollaba en el futuro. El bigote, simplemente, estaba ahí.
“Ese fue el punto de inflexión de la vuelta del bigote: un tipo cool, bien vestido… y con bigote”, reflexiona Blanca Lacasa, periodista, escritora y firme defensora del vello facial masculino. “Además, al estar ambientada en el futuro, la película dejaba una profecía: el tipo interesante y moderno del mañana llevará bigote. No es azaroso ni casual. Joaquin Phoenix no podría haber llevado barba en esa película, por ejemplo, tenía que ser un bigote”.
Lacasa es un oráculo clasificador del bigote. “Los de los años treinta y cuarenta, como los de Errol Flynn o Clark Gable [bigotes finos y muy perfilados], no me gustan demasiado. El mejor bigote es el setentero. Bien poblado, relleno, frondoso y no desaliñado, pero tampoco perfecto. Mi amor por él empezó al ver a Robert Redford en Dos hombres y un destino (1969). También me gustan los de Elliott Gould, Burt Reynolds o Tom Selleck, unos bigotes fantásticos. Pero mi favorito es el de Sam Elliott, un bigote tan sexi que quieres arrancárselo a bocados”.
Alberto Mira, estudioso del cine y profesor en la Universidad Oxford Brookes, no es muy fan del bigote en lo personal, pero lanza un dato interesante sobre sus connotaciones sociopolíticas según donde aparezcan: “Es interesante que solo en el cine español un bigote poblado connota fascismo. En otros sitios, en el cine de Hollywood, por ejemplo, connota respetabilidad”. Lacasa está de acuerdo: “Lo asociamos a Franco, a Aznar, a señores de derechas, a cierto orden militar. Pero fuera no era así. Pienso en Francia, en Jean Rochefort, que tenía un bigote muy guay, o en Dennis Hopper en Estados Unidos, un símbolo libertario. Ese bigote desaliñado no era solo sexi, sino izquierdoso”.
Mira se centra también en sus connotaciones sociosexuales: “No podemos obviar el bigote unido a lo gay, que supone una evolución del bigote atildado del esteta de finales del siglo XIX y principios XX y nos lleva hasta el bigote setentero, rebosante”, una exageración de la estética hipermasculina que imperaba en los años setenta, y de la que los gais terminaron apropiándose. “Creo que ahí, cuando el bigote se hizo gay, los heterosexuales comenzaron a evitarlo”.
Hay, de hecho, una figura gay que en los setenta y ochenta copa el bigote y lo convierte en un símbolo: Freddie Mercury (aunque él nunca salió oficialmente del armario, su imagen entre admiradores y periodistas era, por lo menos, la de alguien sexualmente libre). Se diría que en esa época el bigote es o la imagen de la masculinidad absoluta americana (podían llevarlo tipos como los mencionados Reynolds o Selleck, cuya heterosexualidad era tan obvia y aplastante que un bigote no podía ponerla en entredicho) o de la ambigüedad europea.
En España hay un bigote actualmente muy reconocible en el pop, el de Alberto Jiménez, cantante de Miss Caffeina. El artista cuenta a ICON que tras una época de llevar patillas y un poco de barba (”lo que se llevaba entre los poppies de aquella época, ¡qué horror!”) se dejó un día, por experimentar, un bigote. “Me vi diferente, bien. Y se quedó. Con el paso del tiempo siempre que hacen una caricatura o una ilustración del grupo aparece mi bigote. Para un videoclip de Miss Caffeina me lo tuve que quitar y me encontraba tan raro, veía tanta distancia del labio a la nariz que jamás me lo he vuelto a quitar”.
Jiménez sigue notando cierto resquemor hacia el bigote entre una parte de sus seguidores. “A mucha gente no le gusta. Siempre hay algunos que te mandan mensajes opinando sobre tu imagen y dicen: ‘A ver si te quitas ese bigotillo’. El bigote divide mucho por referencias políticas, creo, de ahí viene el rechazo. Pero a mí me gusta más pensar en esa época de San Francisco, años setenta, primeros ochenta, camisetas sin mangas, bigotes… ese es el look que siempre me ha gustado y, tal vez inconscientemente, he intentado imitar”.
Caritas limpias para MTV
“A nivel cultural el bigote se ha utilizado siempre para masculinizar al hombre”, desvela Sergio López, “y en algunos para asociarlo a un perfil de poder. En la ficción también marca una época: según la época y el tipo de bigote se puede enmarcar a un personaje desde los años veinte a los años setenta”. El especialista señala que, desde los noventa, el vello facial desaparece. “Se buscaba entonces una estética más limpia y natural”. No hay más que observar a los ídolos masculinos de los noventa: la estética de los anuncios de Calvin Klein, de los vídeos de MTV y la popularidad de las series adolescentes que asaltan el horario de máxima audiencia convierten el vello facial en una cosa de otro tiempo. La barba, por ejemplo, pasa a ser el signo de un personaje que no presta atención a su aspecto físico (la eterna sombra que rodea la boca de Homer Simpson) o al que se quiere retratar en sus peores momentos (ojo a cómo Brad Pitt, ídolo imberbe, la lleva en Seven o en Leyendas de pasión para interpretar a un tipo duro y superado por sus tragedias vitales).
Lo cual nos lleva al grunge, que combatió con desaliñado vello facial a los niñatos de la época. Aquí no había bigote, pero sí perilla (elemento que, por ahora, pocos se han atrevido a revivir), capricho piloso que se afianza en el mainstream cuando, por ejemplo, lo adoptan algunos miembros de grupos como Backstreet Boys que figuran en su reparto de roles como “los mayores” (no la llevan los rompecorazones oficiales de la banda, los rubios y angelicales Nick y Brian).
En los noventa, el bigote es propiedad exclusiva del homosexual extravagante (John Waters), del cómico (Eddie Murphy) o de la superestrella andrógina (Prince). El hecho de que el bigote no era para cualquiera quedó reflejado en un famoso episodio de la segunda temporada de Friends (emitida entre 1995 y 1996) en el que Chandler se lo dejaba porque quería parecerse al personaje de Tom Selleck, que era el amante de Monica. Su bigote sirve como inspiración para las risas enlatadas: en esa época solo Selleck podía llevar bigote y salir indemne. Quien intentase imitarlo solo lograría ser un payaso (curiosamente, visto hoy, Chandler está muy guapo con él).
“En esos años no llevaba bigote ni el tato, a mis amigos ni se les hubiese ocurrido”, confirma Lacasa. Esto, en España, tiene una explicación: el bigote fue propiedad de Aznar en esa era. En Las noticias del guiñol, el informativo satírico de Canal + con muñecos que arrasaba en los noventa, el mismo Felipe González se ponía un bigote para imitar a José María Aznar y reírse de él.
Pero un repaso al bigote no estaría completo si no se detiene en el rostro donde es más combativo y militante: el femenino. Si antes hablábamos sobre la salida del bigote en el niño joven como un orgulloso paso hacia la madurez, en el caso de las niñas es la primera señal de un cuerpo que se rebela contra la norma: deben quitárselo. “Muy pocas mujeres con relevancia pública han tenido la valentía de dejarse el vello del labio superior. Tan pocas que las dos que se lo dejaron, Frida Kahlo y Patti Smith, son constantemente recordadas por ello”, escribió Raquel Peláez en un artículo de S Moda sobre el bigote femenino.
En la década de los 2000, con el bigote todavía desterrado del imaginario de belleza masculino, es curioso recordar que el más famoso del pop fue el que lució… una mujer: JD Samson, del grupo estadounidense de electroclash Le Tigre. “Algo que le recomiendo a todo el mundo es que intente convertir eso que les hace sentir más incómodos de sí mismos en una celebración”, explicó Samson en un vídeo en el que hablaba de por qué decidió no depilarse el vello sobre sus labios. “Desde que yo lo he hecho ha cambiado mi vida”. Sigamos su consejo. Liberemos al bigote.
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