El gobierno Uribe entregó cuatro grandes haciendas en los Llanos Orientales bajo la figura del común y proindiviso. 16 años después, sin un apoyo decidido del Estado, este modelo de propiedad y desarrollo agrario sigue sin funcionar y los habitantes de estas tierras luchan por tener un título individual.
El ombligo de Colombia, como es conocido el municipio de Puerto López, Meta, se planeó como una potencia agroindustrial del país. Varios de los más recientes gobiernos, como el de Álvaro Uribe, hicieron serias apuestas para llevar al municipio la inversión de importantes empresas nacionales y multinacionales, y asentar en la zona el centro de operación para la siembra, por ejemplo, de palma de aceite, soya, maíz, y otros cereales o criaderos de animales.
El paisaje en Puerto López es similar si se observa desde las avionetas que viajan a diario hacia el Vichada: extensas hectáreas de sembradíos, plantas procesadoras funcionando a toda marcha y personas labrando la tierra. El panorama es parecido excepto en los límites de Puerto López con Puerto Gaitán, Meta, en una zona que los locales conocen como El Toro, por una escultura que el narcotraficante Leonidas Vargas puso en la entrada de una de sus fincas.
Allí, por El Toro, se encuentran cuatro predios que suman cerca de 8.000 hectáreas que conforman las fincas de Las Leonas, El Rodeo, Las Delicias y Caballeros, que entre 2006 y 2007, durante el mandato de Álvaro Uribe, fueron entregadas a 585 campesinos en cuatro títulos de lo que se llama ‘común y proindiviso’.
En este lugar, en medio de la extensa sabana, centenares de esas familias han intentado en vano desenredar una larga cadena de errores cometidos por el Estado para poder acceder al título individual de un pedazo de tierra. Las cuatro grandes haciendas entregadas hace 15 años se han fragmentado en fincas con pequeños cultivos de unos pocos campesinos, algunas extensiones de tierra en manos de proyectos agroindustriales y centenares de pequeños lotes en los que han crecido improvisados caseríos en donde viven contratistas de las grandes empresas de la zona.
El caos en la propiedad de las fincas de estas comunidades parte de la dificultad de dividir los títulos de los predios que se entregaron. El ‘común y proindiviso’ es una figura que ha usado el Estado colombiano desde la década de los sesenta para entregar tierra a grupos de campesinos que se asocian en un modelo colectivo en el que cada beneficiario tiene derecho a un porcentaje de la propiedad denominada ‘cuota parte’, pero no es el dueño puntual de ninguna parcela dentro de la misma.
El gobierno Uribe, a través del Incoder, creó sin mucho criterio estas ‘sociedades’ en esta zona de la Altillanura entre personas que no se conocían y con el tiempo, en la práctica, cada quién cercó un pedazo de tierra y lo asumió como suyo.
Rápidamente comenzaron los problemas entre los mismos adjudicatarios por la delimitación de las parcelas que cercaron por su cuenta. Esa fragmentación del predio fue el punto de partida de decenas de transacciones comerciales, cuya gran mayoría se realizó en la informalidad y marcó el fracaso de este intento por entregarles tierras a familias que querían comenzar una vida campesina en un terreno propio.
“Más o menos, multiplicando las familias, por ahí cada una tenía 28 hectáreas. El común y proindiviso es un problema porque no hay una ley que diga que se le puede entregar a ‘Pepito Pérez’ porque tiene 20 años ahí. No hay dónde dice que no se puede romper si no está el 100% de los de los adjudicatarios presentes, y lo más berraco es que hay adjudicatarios que nunca se presentaron en el territorio”, cuenta un habitante de la zona.
Los desaciertos del Estado han ido más allá de la caótica entrega inicial de los predios. Tan solo unos años después de la adjudicación colectiva, el Incoder entregó varios títulos individuales cuando ya no tenía la competencia de hacerlo, aumentando la tensión entre los campesinos. Según Uber Alfonso Díaz, abogado experto en tierras, los terrenos salieron del dominio de la nación desde 2007, cuando los adjudicó y su división dependía de los propietarios y no del Incoder.
Estas ‘soluciones particulares’ solo volvieron más compleja la situación general. Los que recibieron estos títulos individuales y lograron separar sus tierras, siguen siendo socios del resto del común y proindiviso. Esta fragmentación de la propiedad aumentó la tensión entre los campesinos por los linderos que se marcaron por la cuenta de cada uno de ellos.
Como si no fuera suficiente, la situación empeoró a principio de la década pasada cuando los campesinos comenzaron a recibir presiones y amenazas para que abandonaran o vendieran la tierra. El certificado de tradición y libertad de Las Delicias, uno de los cuatro predios, evidencia los efectos del conflicto reciente. “El folio tiene medidas de protección patrimonial individual, lo que quiere decir que hay personas que han sido desplazadas del predio. Además tiene inscritas medidas en etapa judicial del proceso de restitución de tierras”, señaló el abogado Díaz.
Después de más de 15 años de las adjudicaciones, otro puñado de campesinos ha logrado obtener los títulos acudiendo a la justicia civil. Otros vendieron informalmente las parcelas que crearon dentro del predio, pero que no tenían título. Con el tiempo, llegaron nuevas familias que ocuparon predios que habían sido abandonados o que nunca fueron habitados por los adjudicatarios iniciales.
Las tierras repartidas: el modelo de desarrollo
Las tierras asignadas a los 585 titulares de Las Leonas, El Rodeo, Las Delicias y Caballeros, pertenecieron al narcotraficante Leonidas Vargas, quien era la mano derecha del capo del cartel de Medellín, Gonzalo Rodríguez Gacha. Vargas llegó a la Altillanura en los años ochenta y empezó a acumular grandes haciendas, pero a principios de los años noventa terminó enfrascado en una guerra con el otro gran terrateniente de la zona, el reconocido esmeraldero Víctor Carranza, quien terminó ganando el título como el gran dueño de la tierra de la región, especialmente después de que en 1993 Vargas fuera capturado por la Policía.
En 2001, el narcotraficante salió de prisión y fue asesinado en 2009 en España. Desde mediados de los noventa hasta el 2003, el Estado realizó la extinción de dominio de sus propiedades, algunas de las cuales llegaron a la Dirección Nacional de Estupefacientes y otras quedaron bajo el control del Instituto Colombiano de Desarrollo Rural – Incoder, entidad que distribuyó terrenos entre campesinos sin tierra, familias desplazadas y víctimas del conflicto.
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Entre las tierras que fueron de Leonidas Vargas y se destinaron para las familias campesinas y desplazadas estaban Las Leonas, El Rodeo, Las Delicias y Caballeros, las cuales fueron distribuídas bajo estas adjudicaciones colectivas. “En ese momento, que era el gobierno de Uribe, nos adjudicaron con esa forma porque había algunas experiencias en otro lugar del país donde eso funcionó, pero, para que funcionara debían haber hecho un proceso psicosocial, porque colocar gentes que no tenían el concepto de vivir en comunidad no iba a funcionar”, dice uno de los campesinos que recibieron el título común y proindiviso.
Como lo explica en su trabajo de grado el especialista en acción sin daño y construcción de paz, Miguel Palacios, el Incoder no tuvo en cuenta que los beneficiarios no se conocían entre sí, ni que provenían de diferentes regiones del país en contextos diversos. “Las familias y las personas son vistas y tratadas como entidades homogéneas, incrementando las vulnerabilidades de grupos de especial protección constitucional como las personas mayores, personas con discapacidad y niños y niñas”, señala Palacios en el documento.
Un campesino de El Rodeo cuenta que los desencuentros entre los copropietarios eran frecuentes, especialmente, porque algunos de ellos consideraban que la repartición de la tierra que le correspondía a cada quien no había sido justa y exigían una nueva medición. “Es que allá el Incoder jamás nos reunió a las 28 familias antes de entregar la tierra; a medida que uno iba llegando lo iban mandando para allá con una resolución o con una orden de entrada al predio y acomódese como pueda, mire a ver de qué come, mire a ver de qué vive”, dijo el campesino.
Estas tensiones eran particularmente graves si se tiene en cuenta que al estar bajo la figura del común y proindiviso todas las partes debían estar de acuerdo con las decisiones que se tomaran sobre el predio. Esto afectó las iniciativas productivas que empezaron a formarse y que terminaron fracasando.
Además de los conflictos internos, a los comuneros los acechaba la necesidad, pues muchas de sus iniciativas no despegaron porque, entre otras, las tierras en las que habitaban requerían una inversión importante para producir. Como los campesinos buscaban desarrollar sus proyectos de manera particular en las parcelas que habían formado, pero de las que no tenían títulos individuales, los bancos no les prestaban dinero para sus cultivos.
En contraste, y cerca de estas tierras comunales, la agroindustria se desarrollaba con todo el respaldo del gobierno. A mediados de la década de los 2000 empezaron a llegar a la Altillanura compañías como La Fazenda, Mavalle y Bioenergy. Las empresas fueron atraídas por las garantías del gobierno, en esos años el de Uribe, que tenía un plan claro para el futuro de la región: desarrollar un rentable modelo productivo, que aprovechara el potencial agrario de la Altillanura y la disponibilidad de tierras, para el desarrollo de proyectos a gran escala como el cultivo de palma de aceite, maíz, soya y agroforestales.
Impulsar la agricultura, pero no con los campesinos
Potenciar el desarrollo agrícola en regiones como la Altillanura fue un objetivo que persiguieron distintos gobiernos. Durante el periodo de Andrés Pastrana (1998-2002), incluso se empezó a hablar de implementar un modelo de alianzas productivas para vincular a pequeños productores rurales y campesinos con un aliado comercial -una gran empresa-, para fortalecer la comercialización e incentivar la competitividad del pequeño agricultor.
Algunos ejemplos de la implementación de estas alianzas productivas fueron los casos de los Montes de María, Bolívar y el Catatumbo, Norte de Santander, en donde se vinculó a pequeños cultivadores de palma con compañías como Oleoflores. El negocio funcionaba de la siguiente manera: el aliado comercial -la gran empresa-, le daba apoyo técnico al pequeño agricultor y lo acompañaba en la siembra; después, el campesino le vendía lo producido a esa empresa que le había prestado el apoyo. Lo criticable de este modelo era que el pequeño productor rural quedaba comprometido con su aliado a venderle exclusivamente, pero también a producir bajo las condiciones que le exigía la empresa.
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El Estado intentó promover este modelo en la Altillanura, aprovechando además el impulso que los gobiernos les estaban dando a las compañías agroindustriales para que adquirieran tierras en la región. Con esto, lo que tenían planeado era implementar el ejemplo del cercado brasileño, una figura que requería grandes extensiones de tierra para la producción de monocultivos que generaran buena rentabilidad. Sin embargo, algunas empresas necesitaban más tierra de la que habían comprado y entonces, recurriendo a la estrategia de las alianzas productivas, empezaron a sacar en arriendo las tierras de terratenientes, dueños de fincas de la zona, como se ha documentado en el caso de la empresa Bioenergy.
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En Las Leonas, El Rodeo, Las Delicias y Caballeros intentaron usar esta estrategia. Los campesinos cuentan que cuando les adjudicaron las tierras, el gobierno llevó a varios empresarios para proponerles el modelo de ‘alianzas estratégicas’. “Cuando vinieron con todas esas propuestas nos decían que estas tierras no eran muy productivas, que lo ideal era que las cultiváramos junto a una empresa grande, pero sentimos que sería una relación muy desigual. Yo veía que íbamos a terminar casi como empleados de la empresa”, cuenta un campesino de la zona.
José Martínez, presidente de la Asociación de Usuarios Campesinos (ANUC) en el Meta, señala que desde el Estado se ha insistido en estas alianzas productivas, en detrimento de otras opciones en las que se apoye proyectos colectivos de los propietarios. “El Estado ha estigmatizado la organización campesina. En esa época los funcionarios del gobierno andaban pendientes si los beneficiarios de las tierras iban a nuestras sedes a pedir asesoría”, cuenta Martínez.
El presidente de la ANUC agrega que varios de los campesinos se dieron cuenta que podían desarrollar proyectos propios en las parcelas que consideraban suyas y que podían ser más rentables que las alianzas con los empresarios en las que su rol se limitaba, “prácticamente a entregar la tierra en arriendo”. “La cosa es que quedaron amarrados con esa figura de común y proindiviso, sin posibilidad de pedir créditos y sin la posibilidad de asociarse libremente como ellos lo prefirieran”, dice Martínez.
El estudio La viabilidad de la agricultura familiar en la altillanura colombiana de la Universidad Javeriana y financiado por la ONG Oxfam, publicado en 2015, mostró que las tierras de La Leonas, Las Delicias, El Rodeo y Caballeros sí tenían las condiciones para convertirse en un espacio de producción agrícola campesino sin las características del monocultivo y la alta inversión de empresas agroindustriales. “En los diez casos de fincas familiares estudiadas a profundidad, encontramos que los modelos productivos implementados eran totalmente diferentes a los de la agroindustria, porque en contraste con la agricultura a gran escala de sus vecinos, estas familias tienen sistemas de producción con una alta diversidad biológica (silvestre y cultivada), utilizan tecnologías basadas en el uso intensivo de recursos disponibles”, señala el informe.
Las dificultades para obtener los títulos y sus consecuencias
Lo que en la actualidad se ve en las tierras comunales es una fragmentación. Algunos tienen sus cultivos de pancoger para consumo propio, varios predios están abandonados y algunos han vendido sus tierras a empresarios que cultivan cereales. “Hay personas que han comprado algunas parcelas aprovechando que había gente que tenía poco para subsistir, entonces algunos vendieron muy económico. Algunos también han arrendado a monocultivos más amplios como de palma”, cuenta uno de los campesinos que tiene tierra en El Rodeo.
La figura de común y proindiviso ha sido todo un obstáculo para solucionar la compleja situación de la propiedad de la tierra en estos predios. La abogada Jenny Díaz, que asesora y representa a varios campesinos que intentan acceder a títulos independientes de sus parcelas, señala que las entidades del Estado se han desentendido del problema que ellas mismas crearon. “Se lavan las manos diciendo que ya esto es una cuestión entre particulares, entre los que están en el común y proindiviso. Después de todo lo que hicieron mal, ahora dicen que el campesino es el que tiene que asumir el costo en tiempo y dinero para salir de este enredo”, señala la abogada.
Con el tiempo, muchos campesinos cansados de no poder acceder a créditos, optaron por vender la tierra que consideraban suya, aunque no tuvieran títulos y esto generó un mercado informal que ha cambiado el paisaje de esta tierras. Especialmente en los sectores de los predios que dan a la carretera que comunica a Puerto López con Puerto Gaitán, inclusive se venden lotes para construir viviendas. “Todo este desorden ha permitido el crecimiento de poblados sin servicios públicos, ni siquiera tienen un centro de salud o una estación de Policía. Me dicen que está llegando gente que trabaja en las empresas de la zona a comprar un lote para armar una casa como puede”, cuenta la abogada Díaz.
La figura de común y proindiviso genera varias complejidades para poder entregar una solución a quienes quieren formalizar la propiedad de las tierras que consideran suyas. Los efectos en las comunidades que fueron beneficiarias de tierras bajo este modelo en todo el país han tenido problemas similares.
La profesora y coordinadora académica del Observatorio de Tierras, Rocío Peña, dirigió una investigación con esta organización en la que estudiaron varios casos en los que se le entregaron predios a campesinos en común y proindiviso, y encontró, en general, que la figura no le entregó condiciones a las comunidades para que mejoraran su calidad de vida. “La gente está peor que antes de que les adjudicaran la tierra en estos casos de común y proindiviso”, señala Peña.
La coordinadora del Observatorio señala que el Estado ha fallado a la hora de dotar de bienes públicos a las comunidades y que la gestión de una propiedad de estas características ha tenido muchos problemas que no se contemplaron. “Por ejemplo, como es un solo predio, resulta que llevan una sola toma de electricidad para mucha gente. El pago del predial se vuelve una pesadilla si no se tiene un proyecto común para todos los adjudicatarios y como aparecen dueños de una terreno amplio, no pueden acceder a planes y programas para pequeños campesinos”, explica la abogada.
La investigación del Observatorio halló varias maneras en las que comunidades han gestionado los conflictos derivados de estos fallidos procesos de adjudicación en común y proindiviso, y publicó una cartilla pedagógica que muestra caminos jurídicos a personas que estén interesadas en individualizar su título. (Ver Cartilla). “Nuestro principal propósito es darle una guía de lo que implica pertenecer a una propiedad en común y proindiviso y lo que se necesita para poder disolverla; tanto por vía de división administrativa y notarial como por vía judicial y proceso divisorio”, señala el documento.
Estas soluciones que plantean desde el observatorio pueden ser una salida para todos los que hoy reclaman la propiedad de estas tierras: las personas que han llegado a vivir en las parcelas abandonadas, los empresarios que han comprado mejoras, los trabajadores de las empresas que viven en estos barrios informales sin servicios, y por supuesto, para los campesinos que han persistido desde la entrega de los títulos, hace ya 15 años.
Porque a pesar de las dificultades aún persisten pequeños agricultores y siguen apostándole a sus emprendimientos e iniciativas productivas. Incluso, como cuenta un campesino, la tierra ha sido tan generosa que han conseguido producir vino: “Las fincas sí sirven para que uno viva si el Estado nos apoya. Nosotros tenemos plátanos,mangos, aguacates, limones, guanábanas. Hay vecinos que también tienen pancoger, emprendimientos de maracuyá, de miel de abejas; algunos cultivan maíz, otros trabajan con el tema de producción de leche, con el tema de lácteos. Es nuestra tierra y queremos tener la oportunidad de solucionar todo esto”.
Actualizado el: Dom, 09/11/2022 – 09:22