El fenómeno migratorio entre las fronteras sur y norte de nuestro país no es un evento ajeno, sino que ha estado históricamente presente, pero, en particular, la movilización de connacionales hacia el linde con Estados Unidos fue y es un tema trascendental en la relación bilateral desde siglos atrás.
Sin embargo, no se trata de un fenómeno estático, pues México ha pasado de ser un país expulsor, a convertirse en un territorio de tránsito y acogida de personas migrantes de nacionalidades muy diversas.
A la movilización de compatriotas hacia Estados Unidos desde la década de los setenta del siglo XX se sumó la migración desde Centroamérica, por causas relativas a la inseguridad y la falta de oportunidades socioeconómicas, especialmente en Guatemala, Honduras y El Salvador, motivos que se incrementaron bajo el contexto de la pandemia y que orillaron a las personas a dejar sus países de origen.
Actualmente, la conformación del fenómeno migrante que cruza el territorio mexicano vislumbra un nuevo esquema que visibiliza un aumento en el número de personas provenientes del Caribe, principalmente de origen haitiano y cubano (entre enero y julio de este año, las autoridades estadounidenses reportaron 155,000 encuentros con nacionales de Cuba que ingresaron por la frontera con México: seis veces más que en el mismo periodo de 2021); de América del Sur, destacando población venezolana y colombiana, y extracontinentales, provenientes de África.
Asimismo, los perfiles demográficos de las personas migrantes que cruzan suelo mexicano también se han modificado, pasando de jóvenes en edades de máxima productividad económica a familias completas y mujeres y menores que se trasladan sin compañía.
Es decir, en cuanto a quienes cruzan por su territorio, México está siendo testigo de un cambio que es radical en todos los sentidos, una transformación que avanza mucho más rápido que la posibilidad de su gestión ordenada, segura y regular.
La recurrente salida de caravanas migrantes desde nuestra frontera sur, el rescate de personas en movimiento que están en manos de traficantes de seres humanos o los lamentables accidentes también ocasionados por este fenómeno son eventos que podrían normalizarse, si no se aplican acciones y respuestas desde distintos frentes.
A esto se suma la implementación de diversas políticas migratorias estadounidenses —como el Título 42 o el recientemente anulado Quédate en México—, sin olvidar que la reforma migratoria prometida por la administración del presidente Joe Biden no avanza como se requiere, sino que, por el contrario, abona al incremento de personas y nacionalidades que convergen en las ciudades fronterizas de ambos países.
Esto, a su vez, hace que la ejecución de políticas fronterizas se torne complicada; por ejemplo, el Título 42 limita las nacionalidades que pueden ser expulsadas y devueltas, lo que demuestra que el sistema de inmigración de la Unión Americana también necesita una revisión. Para el Gobierno mexicano, por su parte, esto se traduce en la complejidad de ser el tercer país a nivel mundial con más número de solicitantes de asilo.
Es evidente que la migración rebasa cualquier estimación proyectada a corto, mediano o largo plazo; de ahí la pertinencia de darle la importancia que requiere a la atención de familias, mujeres, hombres y menores —con compañía o sin ella—, sin importar su país de origen. De lo contrario, seguirá siendo un tema que polariza y discrimina, pero que no cuenta con presupuesto para programas específicos de atención.
El objetivo sigue siendo alcanzar una migración segura, ordenada y regular, que deje atrás un sistema migratorio restrictivo y rígido. Así como exigimos un trato digno para los más de 11 millones de connacionales que han emigrado, tenemos la obligación de ofrecer lo mismo a quienes cruzan por nuestro país. Por ello, hay que hacerle frente al reto político, legislativo, logístico, multidimensional y moral que representa la movilidad humana en busca de bienestar.
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