La izquierda gobierna buena parte de América Latina, México, Argentina, Perú, Honduras, Chile, Bolivia y Colombia. Se espera que pronto también triunfe en Brasil y en Uruguay. Las diferencias entre estos gobiernos son importantes; sin embargo, comparten ideas comunes: reformas o medidas fiscales para obtener recursos de las grandes empresas y de las personas de altos ingresos, mayor uso de la banca de desarrollo y empresas públicas para promover la inversión y la inclusión financiera y digital de la comunidades alejadas, políticas sociales universales que articulan derechos humanos, la inversión de infraestructura en zonas marginadas, los intentos por ampliar los servicios de educación y de salud.
Existe una preocupación también por intervenir en el mercado laboral, en el tema de pensiones y en el de salario mínimo. En general, los mercados tienen que ser intervenidos para garantizar competencia y obtener los productos que la sociedad requiere. La economía debe ser abierta al comercio, pero se deben generar en las comunidades las condiciones para participar en el mismo y fomentar el desarrollo y consumo local. Las grandes empresas son necesarias, pero tienen que ser acotadas y obligadas a cumplir sus obligaciones sociales y fiscales. La propuesta central de la izquierda es la inclusión como parte de la democracia. La democracia sola, la que no tiene adjetivos, no es suficiente, se requiere de una que ayude a reducir las desigualdades y a garantizar derechos. Por otro lado, la derecha se quedó sin narrativa.
Ya no es creíble la promesa neoliberal de desregular los mercados para generar riqueza para que después se derrame, tampoco solamente apoyar a los más pobres y dejar que todos los demás resuelvan sus problemas por su cuenta. La derecha ya tampoco puede jugar la carta del miedo, de que la llegada de la izquierda al gobierno inevitablemente va a generar un desastre económico, que nos llevará al comunismo o, al menos, al chavismo. De hecho, el problema más serio de la derecha es que entregó gobiernos con muy malas cuentas, en México, en Brasil, en Colombia, en Chile.
Las noticias son buenas porque seguramente se va a avanzar en la inclusión, en la región más desigual del planeta. Ahora, existen riesgos importantes. Uno es la radicalización de las derechas, que en sus poco exitosos intentos por competir, han incluso reivindicado regímenes totalitarios o jugado la carta clasista y la racista. Eso puede ser un factor permanente de inestabilidad y confrontación.
En realidad lo que se requiere es la construcción de un sistema político en el que se reconozca, como parte fundamental del mismo, la obligación del estado de reconocer derechos, sociales, políticos, civiles, de combatir la discriminación, y de generar crecimiento económico inclusivo. A partir de ahí, las políticas gubernamentales podrán variar, para adecuarse a las coyunturas y visiones de cada proyecto político, pero teniendo la inclusión como eje.
La otra parte de la ecuación es la sostenibilidad de esa agenda. Las políticas de inclusión requieren de sistemas fiscales sólidos, que partan de un esfuerzo serio por hacer cumplir a los contribuyentes sus obligaciones, como sucede ahora en México y en Argentina, pero también con propuestas tributarias progresistas, como las que se discuten en Brasil, en Colombia y en Chile. La estabilidad fiscal es fundamental para la permanencia y éxito de las políticas sociales universales, eso implicar ajustar el gasto no necesario, pero también multiplicar los ingresos bajo esquemas que sirvan para redistribuir la riqueza.
Ese proyecto también requiere de generar motores de crecimiento, algunos basados en un uso más incluyente y estratégico de nuestros recursos naturales, pero también en políticas industriales, orientadas a misiones, que generen innovación, empleos de calidad, exportaciones de mayor valor agregado nacional, y, sobre todo, inversión productiva en regiones ahora marginadas.
Existen varias áreas de la economía en las cuales los objetivos de inclusión y crecimiento se empatan. Una es la financiera, ya que la inclusión de la población que no tiene servicios de ahorro y crédito, y el financiamiento de infraestructura, puede ayudar al crecimiento y la redistribución. La izquierda necesita ahora una narrativa sobre cómo lograr crecimiento incluyente.
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