La escritura de esta nota se vio interrumpida por el ataque criminal sufrido por Salman Rushdie. Intentaron degollarlo, puede que pierda un ojo, la habilidad de un brazo, incluso su vida. Acallar, cegar, tras un mandato iconoclasta tan primitivo como fanático, ¿hará que el escritor deje de leer, de observar, de escribir? Existe su obra, que atravesará la historia, como memoria entre memorias (la de los lectores). Y aquí reaparece, empujado por lo real, el motivo de estos comentarios. Se trata del reciente libro publicado por Ricardo Ibarlucía: ¿Para qué necesitamos las obras maestras?: escritos sobre arte y filosofía (Fondo de Cultura Económica) que, al leerlo, remite a otro libro (otra visión, más lecturas).
En honor al desfasaje temporal, evocando Las vidas paralelas de Plutarco, tenemos a los dos autores referidos. Jean Paris (1921-2003), doctor en Estética, francés, conocido como especialista en Shakespeare, Joyce y Rabelais, también fue traductor, poeta y novelista. Difundiendo el concepto de crítica generativa, enseñó Literatura en universidades de Estados Unidos e Historia del Arte en otras más, como la Universidad de Picardie, Amiens. Ricardo Ibarlucía (n. 1961) es doctor en Filosofía e investigador de la Universidad Nacional de San Martín, allí es profesor titular de Estética y Problemas de Estética. Dirige el Boletín de Estética, publicación del Programa de Estudios en Filosofía del Arte del CIF, e integra el Comité Editorial de la Revista Latinoamericana de Filosofía. Además, en ¿Para qué necesitamos…?, también es traductor de varios poemas de Paul Celan. Dos trayectorias que concurren para un viaje en esta época.
Pero el inicio es al pasado: 1965. Año en que Jean Paris publica un compendio sobre la mirada en el arte (y a través de él) con el título El espacio y la mirada, traducido y editado en 1967 por Taurus, Madrid, y del que no existe otra publicación en nuestra lengua. Inhallable en internet, reproducimos en recuadro adjunto el centro de la tesis del mismo, en torno a una obra adjudicada a Tiziano, o al taller del artista, o a su necesidad de ser encubierto como tal, porque se trata de un desnudo femenino inquietante, precedido de otras versiones recatadas como es La mujer del espejo (Tiziano), 1515, Museo del Louvre, París; y otras dos, una en la Pinacoteca del castillo de Praga, República Checa, y la otra en el Museo Nacional de Arte de Cataluña, Barcelona.
Estas lucen la funcionalidad positiva del espejo a través de otro a espaldas de la modelo: es para “ver” el tocado del cabello. Mientras que en la versión analizada por Paris existe uno solo, de cuyo reflejo estamos vedados –acaso la desnudez guarda otro fin–, entonces: ¿qué refleja tal recuadro oscuro? ¿Es un espejo? La influencia del Retrato de Giovanni Arnolfini y su esposa, de Jan van Eyck, 1434, National Gallery, Londres, resulta notable, pero ya no es un espejo convexo que evoca la esfera ocular, que tranquiliza al observador. Es una pieza incógnita, un elemento inquietante.
Cuestionar y trasponer la funcionalidad de los órganos del cuerpo humano expone el interrogante crítico a la vez que depone los principios de autoridad en la noción de límite: el ojo adquiere otras virtudes, va más allá de su fin. Así, Iván Illich encuentra cierta elasticidad del conocimiento e interroga: ¿el ojo es iluminado o ilumina? El lienzo de la pintura también irradia una impresión estética, y como la página, conmociona, desata todos los interrogantes de lo humano.
A propósito del escolástico Hugo de San Víctor (1096-1141), escribe: “Para Hugo la página irradia, pero no solo la página, también el ojo destella. Todavía hoy se dice en el lenguaje corriente que los ojos ‘brillan’. Pero cuando lo decimos sabemos que estamos hablando metafóricamente. No era así para Hugo, que concebía la operación de la mente en analogía con la percepción de su propio cuerpo. Según la óptica espiritual de los primeros escolásticos, la lumen oculorum, la luz que emana del ojo, era necesaria para llevar los objetos luminosos del mundo a la percepción sensorial del observador. El ojo brillante era una condición para la vista. El íncipit implicaba que la lectura retiraba la sombra y la oscuridad de los ojos de una especie caída. La lectura, para Hugo, es un remedio porque devuelve al mundo la luz que este había perdido debido al pecado. Según Hugo, Adán y Eva fueron creados con ojos tan luminosos que podían contemplar constantemente lo que se debe buscar ahora penosamente”. (Ivan Illich, En el viñedo del texto. Etología de la lectura: un comentario al ‘Didascalicon’ de Hugo de San Víctor –1993–, Fondo de Cultura Económica, 2018).
La medianía del siglo XX sorprende a Jacques Lacan atesorando El origen del mundo, de Gustave Courbet (1866), en una caja de seguridad, gesto que hoy guarda otro mensaje explícito: solo una mirada autorizada por mí –la llave– puede acceder a él. Mandato que predice la actualidad del mercado del arte: la pintura más cara del mundo, el Salvatore Mundi, no es de Leonardo Da Vinci (como la desnudez absoluta del sexo femenino tampoco pertenecía a Lacan). Esta falsedad expone la inestabilidad de este siglo XXI, que es el siglo de la imagen.
A la estafa y su burla también adviene el libro de Ibarlucía, pero por los caminos del ensayo que tensa la referencia entre el la historia del arte y las derivas del pensamiento humano. Entre malentendidos e interpretaciones, el campo de la experiencia estética (el simple hecho de un humano frente a una obra de arte –con su contexto histórico, la situación material que califica–), nos lleva desde el Romaticismo alemán conmovido frente a la misma obra que atraviesa a Fiodor Dostoievski hasta la teoría del museo imaginario de André Malraux, acaso oposición estética al futurismo de Filippo Tommaso Marinetti que, influenciando a Marcel Duchamp, motiva las atinadas reflexiones de Walter Benjamin.
En el tránsito de estos cruces, es con Paul Celan donde Ibarlucía deja expuesta la fractura por malversación que sufre el acto estético: de observar la lengua de los asesinos (el alemán) en un poema, a su negación y burla por los intelectuales alemanes, aparece el uso del tango, melodía de la puesta en escena de la muerte como genocidio. En los campos de concentración se escuchaba el Tango de la muerte, versión de origen argentino que supo tener admiración entre los nazis, título que también remite a los 450 minutos de Sátántangó, film de otro europeo del este, el húngaro Béla Tarr (cuyos planos fijos forman una exposición de la dispersión imaginaria).
Pero a la necesidad del arte, su valor simbólico en oposición al acoso de la muerte –su tangible valor absoluto e irremediable– (ver recuadro sobre la obra de El Greco y el público inglés durante el bombardeo de Londres en la Segunda Guerra Mundial), Ibarlucía invoca una frase de Jules Michelet deformada por la cita hasta ubicar la construcción original de 1839: “Cada época sueña la siguiente, la crea soñándola”. El significado de esa superficie oscura en el cuadro de Tiziano, sostenida por la mano del hombre frente al desnudo femenino, hoy adquiere el justo carácter de profecía.
¿Qué vemos hoy en esa escena? Del ojo cortado por Luis Buñuel en El perro andaluz transitamos a un siglo de la imagen donde la pantalla se apropió de las manos, de los ojos, del merodear humano por lo social. Hoy, con las pantallas inteligentes, la expansión virtual supone un avance sobre lo real. Quien posea el dispositivo es fotógrafo, cineasta, enunciador ante multitudes, en un ecosistema de aspecto horizontal, que supone la noción de integración y trascendencia. Tiziano expone a sus personajes frente a lo que no es un espejo, sino una pantalla oscura, que en el futuro reproducirá todas esas imágenes que malversan la función del ojo, pero con otro fin.
De hecho, la apropiación del término arte por parte de la tecnología (ya en el cryptoarte o NFT, ya en el espectáculo titulado “arte inmersivo”) implica la redefinición del mismo, como la asignación de un valor especulativo (algoritmos mediante), así como identidad y propiedad. Todo en un mismo espacio, o imagen, que es recorte de cualquier objeto en orfandad de Duchamp. Entonces, el ojo de la civilización de la imagen es opaco, inmóvil, sumiso, porque todo acepta. También es sostén de una mirada vaciada, haciendo imposible que sueñe la época que sigue, negando a Michelet sin conocerlo. O peor, reduciendo su horizonte a una pesadilla sangrienta, como en el principio de esta nota.
Prehistoria visual
Por Jean Paris
Sería necesario decir: el ojo respira como el pecho ve. Tiene, en efecto, sus propios ojos que son los senos. Una imaginación un poco simbólica encuentra en el cuerpo el rostro humano: por encima del sexo y del ombligo, los dos pezones, cuyo centro se adorna de una punta sensible como una pupila, sugiriendo una visión rudimentaria, puramente somática, que ha debido preceder a la otra, incluso engendrarla. El Bosco, bouts, Huys, Brueghel, Redon, Picasso, Dalí, casi nos injertarán unos ojos en los pectorales, y Rousseau, para no ser menos, pinta en sus Confesiones a la Zulietta de la mama “tuerta”. Una cuestión volviendo a la Alegoría de Tiziano: la mirada que nos roba Laura ¿no nos la ofrecen las corolas de sus senos? En esta obra, en la que el tema visual sigue siendo la clave, esos senos apuntados hacia nosotros, señalémoslo, juegan un papel estructural esencial. La horizontal que los une, paralela a la balaustrada y de la misma longitud, define la unidad de medida del cuadro: doblada, desemboca en el codo derecho, dividida por dos, en el codo izquierdo. De la misma forma, estos senos dividen las verticales más salientes: una de la frente de Laura al ángulo de la balaustrada; la otra desde su mano izquierda, abajo, a la de Alfonso, arriba. El trazado de las alturas, largos, diagonales, encierra las dos figuras en un hexágono en el que los pezones ocupan el centro y el foco derechos, y del que se revelan una serie de relaciones sobre las que el psicoanálisis tendría algo que decir: oreja-espalda, oreja-dedo, ojo-dedo, ojo-codo, etc., como otros tantos coitos repitiendo, a escalas sociales, el motivo masculino-femenino del cuadro. Que a partir de estos ojos carnales se organice una composición tan estricta como en Poussin muestra bastante la intención. A poco que sigamos la mirada de Este, su progresiva degradación del ojo real al ojo mamario, hasta el símbolo que lo refleja negándolo, el ojo de vidrio, nos sentiríamos tentados de titular esta Alegoría: diálogo visual del alma y de la carne, ¿o del Amor sagrado y del Amor profano?
La “mirada pectoral” es aún más precisa en Tintoretto en La Vía Láctea (Londres, N.G.). Conocemos la fábula: Hércules niño, al mamar de Juno con demasiada fuerza, ha hecho esparcirse la leche por todo el firmamento. La bella veneciana que posa aquí, rodeada de putti, de animales aéreos, está pintada en el momento de ese desbordamiento. En tanto que le arrancan el lactante voraz, doce rayos salidos de su pecho diseminan dos haces de estrellas sobre un oleaje de nubes, de ropajes. A imitación de los primitivos, que sacaban los haces de los ojos del Señor. Tintoretto ha optado por atribuir la mirada estelar a los senos de la diosa. La multiplicación de los símbolos oculares –águila, pavos reales, antorchas– lo dice bien: son ojos que nacen aquí, en el espacio nocturno, para que los hombres se nutran de claridad. Y, retrospectivamente, esta tela mítica hace comprender por qué tantas Madonas van también acompañadas de símbolos visuales: sol, astros, llamas, irradiaciones, pájaros, flores, frutos, etc. Dando de mamar a Jesús, como en Starnina, Mainardi, Zoppo, Boltraffio, Botticelli, Botticini, Bouts, Van Orley y tantos otros, la mujer cumple como una especie de transmutación de la leche. El Niño la aspira y sus ojos se abren. Es del seno materno del que, con el alimento, saca su mirada. (…)
Desacralizada, erotizada a veces, esta relación entre el ojo y el seno se desarrolla extrañamente a través de la historia de la pintura para encontrar su expresión más onírica en El alba, de Paul Delvaux (Venecia, Colección Guggenheim), donde en el centro de la parte inferior del cuadro, un espejo, oval, rodeado de cuatro mujeres-árboles de grandes ojos y busto desnudo, refleja, contra toda óptica, un seno que nos mira como si fuera el mismo ojo a través del cual nosotros miramos el cuadro.
El arte en guerra
Por Ricardo Ibarlucía
Del mismo modo que una tradición, si está viva, se halla sujeta a continuas recreaciones, las demandas artísticas no se agotan en la consumación de la obra de arte. Para ilustrarlo, quisiera evocar un hecho referido por Neil MacGregor y, más recientemente, por Charles Saumarez Smith, exdirectores de la National Gallery. En 1939, al estallar la Segunda Guerra Mundial, todas las pinturas que formaban la colección de este gran museo fueron trasladadas a una mina de carbón en Gales para ser puestas al abrigo de los bombardeos alemanes y de una eventual tentativa de invasión. La National Gallery, no obstante, permaneció semiabierta, limitándose a programar exposiciones temporales de arte británico moderno y ciclos de conciertos organizados por la pianista Myra Hess.
Esto se mantuvo así hasta comienzos de enero de 1942, luego de que el Times publicara la noticia de que la National Gallery había adquirido el Retrato de Margarethe de Geer, de Rembrandt Harmenszoon van Rijn, acompañado de una fotografía del cuadro en blanco y negro. El escultor Charles Wheeler, miembro de la Royal Academy of Arts, escribió entonces una carta dirigida al editor del diario en la que, a la vez que celebraba la incorporación de esta pieza al patrimonio del museo, lamentaba que el público londinense no pudiera acceder al original y proponía, en consecuencia, que las autoridades consideraran si no era razonable y provechoso para la ciudadanía tomar el riesgo de exhibir una pintura por mes. “Puesto que el rostro de Londres está cubierto de cicatrices y moretones en estos días, necesitamos más que nunca ver cosas bellas”, argumentaba Wheeler, reclamando en nombre de los “hambrientos de una reanimación estética” la oportunidad de contemplar, aunque más no fuera, “unas pocas de los cientos de obras maestras de la nación ahora almacenadas en un lugar seguro”.
Semanas más tarde, Kenneth Clark, director de la National Gallery en ese momento, respondió en una columna del Times, dando a conocer la decisión de exhibir el retrato de Rembrandt y evaluar la propuesta de Wheeler. Finalmente, se resolvió llevarla adelante, aunque cada tres meses, de modo que el público contara con un período de tiempo más amplio para visitar el museo. Así se puso en marcha el programa popularmente conocido como The Picture of the Month [La Pintura del Mes], que continúa hasta nuestros días. Clark, para iniciar el ciclo, escogió dos cuadros de factura realista, Patio de una casa en Delft, de Pieter de Hooch, y Retrato de un joven, de Tiziano Vecellio di Gregorio, imaginando que la escena cotidiana de unas mujeres holandesas y la calma virilidad del muchacho pintado por el artista veneciano satisfaría la demanda de obras maestras de los londinenses. Pero, con sagacidad, Clark invitó al mismo tiempo, a través de las páginas del diario, a participar en el proceso de selección a “los amantes de la pintura”, pidiendo que hicieran llegar por correo “los nombres de una o más pinturas que les gustaría volver a ver”. Gran cantidad de cartas llegaron entonces a su despacho y, para sorpresa de todos, si bien uno de los cuadros más votados era de Tiziano (se trataba de Noli me tangere), otro era La agonía en el Jardín de Getsemaní, del Greco.
La preferencia del público por la pintura religiosa sobre las composiciones realistas que había seleccionado Clark me parece altamente significativa. MacGregor se pregunta, con razón, qué emociones podían suscitar estas pinturas en los londinenses hacia enero de 1942, el momento más sombrío de la guerra, cuando Inglaterra acababa de perder el Imperio de Extremo Oriente y la dominación nazifascista del continente europeo parecía irreversible. ¿Por qué la gente quería volver a ver estas obras? ¿Qué significación podía tener para esos hombres y mujeres, que soportaban, noche tras noche, los bombardeos de la Luftwaffe, la representación del episodio evangélico en el que María Magdalena reconoce a Jesús, muerto en la cruz para salvar a la humanidad, quien le dice: “No me toques” (Juan, 20:17) y se inclina para bendecirla? Con seguridad, proyectaban en esas imágenes sus deseos y temores más hondos. En el cuadro del Greco veían tal vez una representación de su propio martirio, de la dolorosa agonía de Inglaterra; en el de Tiziano, en cambio, hallaban quizá cifrado el sentido del tremendo sacrificio del pueblo británico y su anhelo de resurrección.
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