«Soy especialista en Medicina Intensiva, lo que habitualmente se conoce como la UCI. También, durante cuatro años, me dediqué a la gestión y fui directora del Hospital Clínico. He investigado un poco (muy poco) en el área de Seguridad del Paciente, tema sobre el que hice la tesis. Y, nada más terminar la carrera, trabajé unos meses como médico de Atención Primaria, muy poco tiempo, pero con mucha repercusión en mi visión posterior de la Medicina y el ser humano. La Medicina y la literatura tiene mucho en común, tienen como herramienta fundamental las historias. Lo primero y más importante que hacemos es la Historia Clínica, que no sólo trata de las enfermedades del paciente, sino de su vida, su familia, sus circunstancias, sus creencias… Así que llevo toda mi vida escuchando y escribiendo historias de lo más variadas», dice Isabel Gutiérrez, cuyo abuelo fue corresponsal rural de HERALDO desde Ejea, Barbastro y Tarazona.
¿Cuál es el lugar de la literatura en su vida cotidiana?
Como lectora, creo que lo que más me gusta en la vida es leer. Escribir me proporciona felicidad. Me divierte mucho. Crear el ambiente, crear personajes hechos de trozos de diferentes personas, hacer que caminen por dónde a mí se me ocurre hasta el final que yo quiero. Escribo desde hace unos seis o siete años
¿Qué le han aportado esos cursos o talleres de literatura a los que ha asistido?
Lo más importante ha sido encontrarme con personas con las que me une un interés común. Las personas son siempre lo más importante. Los talleres han dado, sobre todo, otra dimensión a lo que leo, la posibilidad de ver algo más allá de la historia, comprender la estructura, valorar la originalidad, las referencias, las influencias del autor. Y, respecto a lo que yo misma escribo, la oportunidad de tener un ‘crítico’ en la figura del profesor.
¿Quiénes han sido sus profesores, qué cree que ha aprendido con ellos?
Mis profesores han sido Miguel Ángel Ortiz Albero y, muy brevemente, Miguel Serrano. La utilidad de los talleres literarios es controvertida. Esto es algo que me resulta muy sorprendente, porque todo lo que yo sé en esta vida me lo ha enseñado alguien. Creo que he aprendido a leer. Ahora comprendo la arquitectura que sostiene un texto.
En su debut narrativo, ‘Diáspora’ (Pregunta), habla sobre todo del Maestrazgo, de La Iglesuela, Mirambel, otros lugares. ¿Qué le debe al mundo rural?
Respecto al Maestrazgo: me une a Teruel un momento muy importante de mi vida, el de mi primer trabajo. Nada más acabar la especialidad trabajé tres años en la UCI del Hospital Obispo Polanco de Teruel. En el hospital, los médicos eran, casi siempre, personal de paso, todo el mundo estaba esperando para poder salir hacia un hospital más grande. Pero, a su vez, una gran proporción del resto de los trabajadores provenían de pueblos de la provincia y en verano nos llenábamos de pacientes que retornaban al pueblo desde Barcelona, Zaragoza y Valencia, sobre todo. Mi familia es de Ejea de los Caballeros y el mundo rural de Teruel no tenía nada que ver con lo que yo conocía. La historia de los pueblos de Teruel se está diluyendo.
¿Se está diluyendo? ¿Por qué?
A mí me llegó por las familias de mis compañeras del hospital y de mis pacientes. Restos de vidas, recuerdos, anécdotas, calles y casas en las que es muy fácil imaginar otro tiempo… Un mundo que tan apenas se transforma y, supongo que por eso, está llamado a desaparecer con el tiempo. Quizás deba ser así. El mundo evoluciona. En cualquier caso, al mundo rural le debo mi pasado.
“A mí me llegó por las familias de mis compañeras del hospital y de mis pacientes. Restos de vidas, recuerdos, anécdotas, calles y casas en las que es muy fácil imaginar otro tiempo…”
¿En qué sentido?
Creo que la vida se construye con las experiencias propias y con las que, de una forma u otra te cuentan los demás. Los cuentos de ‘Diáspora’ tienen, la mayoría, origen en una frase escuchada en algún momento de mi vida, a veces una palabra. A partir de ahí, crece la historia. Esas palabras, esas frases, los nombres propios, el ambiente, nace en un pueblo (en el mío también, pero sobre todo en otros, en los pueblos de otros). Eso es lo que los une, además de su razón de ser fundamental, que es el desplazamiento.
¿Cómo diría que se vive ahí y qué supone perder ese espacio?
Cada persona vive su propia historia. Las carencias son obvias, pero también relativas, según tu orden de prioridades, puedes elegir respirar por encima de tener un hospital cerca o comprar en El Corte Inglés. Perder ese espacio no supone lo mismo para todos. Para la humanidad es perder una forma de vida que sería irrespetuoso idealizar. Las personas se marcharon de esos pueblos y no sólo por motivos económicos. La presión de un entorno cerrado creo que genera un ansia de libertad, de soledad buscada, de ser anónimo… Ahora paseamos por todos esos pueblos, tremendamente bonitos muchos de ellos, y sentimos nostalgia de lo no hemos vivido. Nos gustaría verlos rebosantes de vida, pero… ¿nos gustaría ser parte de esa vida? Tenemos la sensación de haber perdido humanidad y cercanía con el prójimo, pero no estoy muy segura de que eso sea verdad, no para todos, por lo menos. El abandono del mundo rural genera desigualdad y, en consecuencia, no pocas injusticias.
“Tras pblicar, me gusta la idea de formar parte, aunque sea en la última fila, del grupo de seres humanos, los escritores, que tanta felicidad han proporcionado a los demás. Y, por encima de todo, que esté entre las manos de mi madre”
Hay varias líneas de cuentos: éxodos a Zaragoza, a Barcelona, a otros lugares.
El éxodo es, en mi opinión, siempre triste y esperanzador. Está la emoción de la marcha, del cambio, de la vida nueva. Y el dolor de lo abandonado. Y el miedo al fracaso, y el fracaso hecho realidad. Y la nostalgia. La soledad. El brillo de lo nuevo. El principio del amor y también el final. No sé, las emociones humanas se desplazan con nosotros.
¿Qué le conmueve la pérdida del lugar de origen, del abandono del campo?
Sin ninguna duda, el fracaso. El que salió de su casa con una esperanza, una ambición y, al final, ha perdido lo que dejó atrás y no ha llegado a ninguna parte. No es el caso de todos, por supuesto. Salir y sentir vergüenza de volver. También la dificultad de adaptarse a un mundo hostil. El aislamiento del que llega a un lugar en el que, aunque se hable el mismo idioma, parece que sea otro. Por mi profesión, he visto morir a mucha gente.
¿Qué piensa de los que se quedan?
De nuevo, la soledad está más concreta, más sólida. La sensación de muchos de que debieron marcharse, pero ahora ya ha pasado ese tren y ya no pueden hacer otra cosa que quedarse. Las casas vacías, los cristales rotos, las huertas dónde sólo quedan malas hierbas, las sillas de anea, septiembre ya sin veraneantes…
¿Qué es lo que más le emociona de tener ‘Diáspora’ entre las manos?
Pensar que van a leerlo personas que no me conocen. Y, en general, es una sensación muy extraña; parece diferente, como si lo hubiese escrito otra persona. También la idea de formar parte, aunque sea en la última fila, del grupo de seres humanos, los escritores, que tanta felicidad han proporcionado a los demás. Y, por encima de todo, que esté entre las manos de mi madre.