- Leire Ventas
- Corresponsal de BBC Mundo en Los Ángeles
Que a la semana de llegar a Los Ángeles tuviera que correr por mi vida me dejó claro que esto no iba a ir de escribir sobre los Oscar, las palmeras y el verano eterno.
Disculpen la licencia peliculera: estoy en la meca del cine.
Dejando las exageraciones de lado, puede que no enfrentara un peligro de muerte, pero lo que sí hice aquella tarde fue correr como si no hubiera mañana.
Había sido una jornada perfecta en el downtown con mi editora, tan nueva como yo en la ciudad: admiramos cual turistas los techos abovedados y el suelo de mármol de la Union Station, al pasar frente al histórico edificio de Los Angeles Times coincidimos en nuestro amor por el art decó, y comimos chow mein en el China Café, un puesto regentado por chicanas en el Grand Central Market.
También pagamos un dólar por subir una cuesta de escasos metros en un funicular de 120 años, el mismo en el que montaron Emma Stone y Ryan Gosling en el filme Lalaland, y nos preguntamos qué celebrarían aquellos señores vestidos de gala en el Walt Disney Concert Hall, el fantástico edificio de ondulado titanio de Frank Gehry desde cuya fachada nos observaba el retrato del venezolano Gustavo Dudamel, director de la filarmónica de L.A.
El terror nos aguardaba a la vuelta de la esquina, en un puente sobre una de las autopistas que atraviesa el corazón de la ciudad.
Caminábamos por la angosta acera cuando de la tienda de campaña que ocupaba casi todo el ancho se asomó una mujer.
Fueron apenas unos segundos, los justos para cruzarnos las miradas antes de que se guareciera de nuevo tras la lona azul. Cuando volvió a salir, nos apuntó con un cuchillo —de los de cocina, con sierra— y nos persiguió unos metros.
Como conté, emprendimos la huida por el asfalto sin pensar en que era la hora punta y que cualquier coche podría arrollarnos.
Aquello fue un bofetón de realidad. Un grito de que aquí lo que no funciona no está necesariamente escondido. Está, como dicen, in your face.
En Los Ángeles hay más de 60.000 personas viviendo en la calle, bajo los puentes, sobre cartones en la playa, en campings, en vehículos desvencijados, a la entrada de mi garaje, en mi porche. En California son más de 150.000, una quinta parte de los sin hogar de todo el país. Es, según denuncian quienes trabajan con ellos, una crisis humanitaria en ciernes.
Desde aquella tarde en el centro, no hay día que no se me pinche la burbuja de mi vida en Santa Mónica, a 20 minutos en coche de las olas perfectas de Malibú. El sueño hecho realidad de cualquier aficionado al surf.
Aunque el hecho de que mi vida personal y los temas que abordo como periodista transcurran por dos mundos paralelos con unas pocas intersecciones ya lo había experimentado antes, durante mis años en El Salvador. Yo vivía bien. La mayoría de la población, aquella sobre la que escribía, estaba jodida.
Como también me ocurrió allí, unas madres angelinas a las entreviste en mayo para un reportaje me dejaron claro que yo nunca iba a tener que hablarle a mi hijo como ellas a los suyos.
A diferencia de Najuma Smith-Pollard y Judy Belk, nunca le voy a tener que decir a Eliot que si lo para la policía no corra, que si lo detienen cuando va conduciendo responda a las preguntas sin apartar nunca las manos del volante, que no se ponga una sudadera con capucha porque van a sospechar de él.
Es muy improbable que tengamos ese tipo de conversación porque nosotros no somos afroestadounidenses. No vamos por la vida “con la carga de ser negro en Estados Unidos“.
Un pie en California, el otro en Texas
Pero quizá cuando más soy consciente de la realidad más allá del oasis que es Los Ángeles, incluso California entera, es al ir a hacer de corresponsal de BBC Mundo a otro estado.
En los cuatro meses que llevo en el puesto me ha tocado ir a reportear en Texas. Y ha sido como subirme al avión en LAX y bajarme en otro país. Algunos dirán que es lo más parecido a viajar en el tiempo; en retroceso. Otros, que es el futuro que nos espera.
Sea como fuere, trabajar entre California y Texas —bastión demócrata y republicano respectivamente— me ha permitido ver (y contar) la profunda división que existe en este país en los temas más fundamentales. Y no solo entre políticos.
La primera vez que me enviaron al estado de la estrella solitaria fue el 24 de mayo, cuando un adolescente entró en una escuela primaria con un revólver y un rifle AR-15 y mató a 19 niños y dos profesoras. Hablo efectivamente de la masacre de Uvalde.
Con mi mentalidad europea, tan poco acostumbrada a que un ciudadano cualquiera pueda tener acceso a una pistola, me chocó lo que me respondían los vecinos incluso nada más poner flores en la entrada del centro escolar.
“¿Que qué pienso del control de armas? Pienso muchas cosas y muy ambivalentes“, me dijo por ejemplo Carlos, quien había llegado a su pueblo natal desde Dallas porque entre los heridos críticos en el tiroteo estaba su primo.
“Crecí aquí, cazando. Recuerdo a mis tíos enseñándome cómo sostener un arma y cómo usarla, recuerdo haber tomado clases de cómo utilizarlas de forma segura. Así que es un tema con muchos matices, una conversación muy compleja”.
Su postura ante el debate no fue la excepción en este pueblo fronterizo de Texas, el estado con la legislación menos restrictiva del país en la materia.
Incluso el actor Mathew McConaughey, hijo ilustre de la ciudad, en lo que muchos describieron como un desafiante llamado al control de armas a una semana de la tragedia, lo que llegó a pedir fue que se refuercen las verificaciones de antecedentes y que se incremente la edad mínima de 18 a 21 años para comprar un arma semiautomática como la que usó Salvador Ramos.
El ganador del Oscar por Dallas Buyers Club recordó su infancia en el pueblo y aseguró que allí es donde aprendió a “venerar el poder y la capacidad de la herramienta a la que llamamos arma”.
Como símbolo extremo de esa adoración, apenas unos días después y a 400 kilómetros, en Houston, se celebró el mayor evento de armas de EE.UU.
Mientras, California, el estado ya con las leyes más estrictas en lo que respecta a este asunto, trabajaba en endurecerlas aún más, con proyectos de ley como el que permitirá a los ciudadanos demandar a los fabricantes y distribuidores de armas asalto.
Aunque como en todo, esto no es blanco y negro.
No todos los texanos defienden la armas ni todos los californianos las rechazan, y California tampoco es ajena a los tiroteos masivos. Ejemplo de ello son los registrados en su capital, Sacramento, en abril y julio.
Aborto y migrantes
La segunda vez que me tocó reportear los contrastes entre los dos Estados Unidos fue cuando el 24 de junio la Corte Suprema anuló la resolución del caso Roe vs. Wade que durante 50 años había garantizado el derecho constitucional al aborto.
Era la crónica de una muerte anunciada y en BBC Mundo teníamos todo un plan para reaccionar en cuanto la decisión estuviera tomada.
En esas previsiones, a mí me tocó contar la historia de las texanas que buscaban ayuda en México para terminar sus embarazos.
Lo hacían ya desde antes del fallo del alto tribunal. Y es que en septiembre, en claro desafío al precedente legal que protegía el derecho a abortar en todo el país, en Texas entró en vigor la llamada “ley del latido”.
Esta prohíbe interrumpir la gestación si el doctor puede detectar actividad cardíaca embrionaria o fetal, lo que usualmente ocurre a partir de la sexta semana, un punto en el que muchas mujeres aún no saben que están embarazadas.
Así, Jane, una artista de 22 años, me contó que había abortado por segunda vez en su casa de San Antonio utilizando misoprostol procedente del otro lado de la frontera.
Y la activista mexicana Sandra Cardona me habló de cómo con la Red Necesito Abortar estaban acompañando a cada vez más texanas a interrumpir la gestación con ese mismo medicamento, a distancia o en persona.
Recordó el caso de Anna, de 23 años, madre ya de una niña de cuatro meses y embarazada de nuevo, quien les llegó una tarde a Monterrey “con su bebecita, lo tuvo por la noche (el aborto) y se fue por la mañana”.
Con la decisión de la Corte Suprema de revocar Roe vs. Wade y dejar la legislación del aborto en manos de los estados, llevarlo a cabo en Texas se ha vuelto más difícil.
“Hoy el aborto es ilegal aquí”, dijo el mismo 24 de junio el fiscal general de Texas, el republicano Ken Paxton. Y es que el suyo es uno de los 13 estados que tenían leyes para restringir la práctica listas para entrar automáticamente en vigor una vez se pronunciara el Supremo.
Paralelamente a aquellas legislaturas estatales que se habían preparado para prohibir o limitar la interrupción del embarazo cuando cayera la protección constitucional, otros se movieron para fortalecer o ampliar el acceso al procedimiento. Entre ellos… el “estado Dorado” en el que vivo.
Ahí, pues, me volví a encontrar con esa división que va más allá del contraste California-Texas y que marca al país entero.
Pero tuve la ocasión de ver la grieta de cerca una vez más cuando puse el pie por segunda vez en territorio texano. Lo hice cuatro días después de la decisión sobre el aborto, tras el hallazgo cerca de San Antonio (otra vez esa ciudad) de un tráiler lleno de migrantes.
Los habían dejado en el remolque, sin agua ni aire acondicionado, con una temperatura exterior de 40 grados. Murieron 53 en total, entre los hallados sin vida y los que fallecieron después en hospitales de la ciudad.
Mientras yo entrevistaba a ciudadanos que sentían como propia la mayor tragedia migratoria que se recuerde en suelo estadounidense, a demócratas y republicanos les faltó tiempo para airear de nuevo sus diferencias en torno al tema y acusarse mutuamente de ser los responsables de lo ocurrido.
Las muertes “son el resultado de sus mortales políticas de fronteras abiertas”, dijo el gobernador republicano de Texas, Greg Abbott, señalando al presidente Joe Biden.
“Que la frontera esté cerrada es en parte la razón por la cual se ve a personas haciendo esta peligrosa travesía a través de redes de traficantes”, le replicó de inmediato la secretaria de prensa de la Casa Blanca, Karine Jean-Pierre.
Son los dos Estados Unidos separados por un abismo que, como corresponsal, me toca contar.
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