Mi sobrino Mario es un chaval responsable. Está a punto de dar su decimocuarta vuelta al Sol a lomos de nuestro planeta. A pesar del sin Dios hormonal de su adolescencia estructura comportamientos aceptables, cumple con creces con las responsabilidades mínimas exigibles y acredita ciertos intereses intelectuales impropios de un cerebro aún en formación. Digamos que su percentil cognitivo en cuanto al mundo que le rodea lo situaría yo en el tercio más elevado de la tabla. Esta valoración, condicionada por vínculos de sangre y las energéticas reacciones de su madre, se consolidó hace dos días en el entorno distendido de una sobremesa cumpleañera.
En las familias unidas alrededor de un negocio, o una empresa, los cumpleaños son Consejos de Administración, las fiestas de guardar Comités de Dirección y cualquier celebración familiar o social a la que se acuda, reuniones de trabajo donde tratar los temas más urgentes de la semana. En ese contexto no es extraño que después del protocolario “¿Qué tal todo?”, muchas veces sin contestar, en mi familia se entre en materia laboral, en análisis sectorial o en asuntos macroeconómicos. Devino, no creo que sea de extrañar, el cumpleaños de mi padre en acalorada discusión sobre el aumento de los precios y sus orígenes. Nos adentramos en el territorio de sus consecuencias en los albores del segundo plato.
Trasladaría un resumen ejecutivo si no fuera por la baja calidad de nuestras conclusiones fruto del total desconocimiento de cómo funciona en realidad el mundo. Nos apuntamos a los tópicos. Quizá, desde el punto de vista de un sector muy dependiente de materias primas como es la construcción, y el de la promoción inmobiliaria, muy dependiente a su vez de la confianza y los flujos de inversión, seríamos capaces de señalar algún matiz con respecto al mantra que tratan de consolidar los telediarios.
Casi nadie parece recordar que hemos parado el mundo. Y que ponerlo en marcha de nuevo no está resultando barato. La ambición por recuperar está afilando el ingenio, relajando los escrúpulos y consolidando a los brutos. No hay acero, ni aluminio, no hay cemento, no hay silicio, no hay componentes químicos, parece que no haya gasoil… En un mundo interconectado la rotura del stock que nos trajo la pandemia se agrava ahora por la brutal demanda de golpe. Los materiales son de quien los tienen o de los que más pagan. Si no produces, ya sabes, te toca pasar por caja.
La guerra de Ucrania le pone un lazo al paquete envenenado que fueron los aranceles de la guerra comercial de China y Estados Unidos que empezó Trump hace unos años. Nada de lo que nos pasa ahora es por un solo algo. Ni nada tiene que ver, por mucho que intente el mundo especulador —perfectamente orquestado en los mercados de futuros o de valores, y en todos los medios de comunicación—, con una noticia concreta, con un hecho que fue ayer o con una predicción de mañana que nos quieran hacer ver. Y fue alejando la lupa que surgieron problemas de fondo que podrían hacer peligrar, no ya el cierre contable de un año convulso, sino el futuro común de la generación que representaba en la mesa el aún imberbe Mario. —Por cierto que me preocupó que un chaval que juega al Fifa con gente de medio mundo hiciera preguntas que parecían estar redactadas por quien con convicción defendiera un modelo de autarquía—.
El mundo se agota y lo sabe. Y se está reorganizando. Las claves de la relación entre producción y consumismo cambian al ritmo que cambia el peso del mundo asiático. China, India e Indonesia van camino de ser mórbidos. Corea, Malasia, Filipinas, Singapur, con sus singularidades podríamos incluir Taiwan, empiezan a engordar en serio y eso se nota en la balanza de pagos y transacciones. De lo obvio de la explosión demográfica a lo sutil de los desarrollos tecnológicos y de las nuevas materias primas, todo va a favor de obra por el Estrecho de Malaca, el nuevo centro del mundo.
Fue dando cuenta del postre cuando se amplió el contexto y emergieron de la nada algunas referencias históricas en torno a la vida y la muerte de antiguos imperios y civilizaciones. Fue ahí cuando entramos en pánico. Y también cuando nos dijeron que cerraban a las cinco. Que se te acabe la fiesta nos pareció un gran abismo. La fiesta del cumpleaños y la fiesta del buenismo. No fue difícil asociar un mundo en feroz competencia con la capacidad y el esfuerzo. Los tiempos difíciles hacen hombres fuertes, los hombres fuertes tiempos fáciles, los tiempos fáciles hombres débiles… los hombres débiles tiempos difíciles. Es la rueda generacional que a nivel micro o macro podemos identificar en una conversación de familia que no trascienda el restaurante y por la que no te vayan a juzgar, porque saldríamos perdiendo.
Focalizamos con la cuenta las preocupaciones en Mario. En cómo será su mundo cuando tenga cuarenta o cincuenta años. En qué se habrá perdido o ganado de los servicios sociales, de la administración pública, la sanidad o los colegios, del orden y del reparto que ahora mismo sostenemos. Dispuestos a darlo todo por sostener a los débiles muchos fuertes se relajan. Emitimos nuevos euros para que gire la rueda pero falta pedaleo. Cuando para ganar suficiente para vivir y tener casa se hace tan cuesta arriba parece más lógico pararse y esperar el coche escoba. Con unos salarios tan bajos y unos impuestos tan grandes hay que nacer Indurain para enfrentarse al puerto de generar un empleo, de jugarse los ahorros, de prosperar sin ayuda.
Todas esas víctimas del sistema acogidas por confundir generosidad con indulgencia van a ser el victimario de nuestro modo de vida. Fabricar dinero falso o recaudar sin medida es la combinación perfecta para perpetuar la ruina. Nada pasa por un algo ni se arreglará en tres días. Viendo el devenir del mundo defendamos nuestro modelo frente los aún feudales chinos. Mil millones trabajando para el bienestar de trescientos. Defendamos el modelo de un esfuerzo repartido entre los hombros de todos. Cuidemos a los desprotegidos, incentivemos al resto para no sentirse víctimas y cuidemos a los fuertes, a los que tiran del carro. Igual a un buen profesor, a un científico brillante, a un esforzado autónomo o a un talentoso empresario. Paguemos también a un camarero para una vida más digna.
Démosle un empujoncito a tanto contemplativo, a tanta percepción de víctima, a tanto puesto seguro a cuenta de un único examen por complejo que éste sea. Y el mismo empujón, y no freno, al que tiene iniciativa, al que paga con esfuerzo, al que cumple con la ley, al que aporta algo concreto. No sea que el victimario en esta guerra económica sea que sigamos hablando que si galgos o podencos. Hay que empezar desde ya. Cada uno de nosotros se lo debe a nuestros Marios.
Mi sobrino Mario es un chaval responsable. Está a punto de dar su decimocuarta vuelta al Sol a lomos de nuestro planeta. A pesar del sin Dios hormonal de su adolescencia estructura comportamientos aceptables, cumple con creces con las responsabilidades mínimas exigibles y acredita ciertos intereses intelectuales impropios de un cerebro aún en formación. Digamos que su percentil cognitivo en cuanto al mundo que le rodea lo situaría yo en el tercio más elevado de la tabla. Esta valoración, condicionada por vínculos de sangre y las energéticas reacciones de su madre, se consolidó hace dos días en el entorno distendido de una sobremesa cumpleañera.