Se me para el corazón por unos segundos. Hago un repaso mental: hablé con ellos por mensaje hace una semana, los saludé por el Día del Padre. Seguían en Miami unos días más: habían decidido extender su estadía por unas semanas. El clima más amigable de esa ciudad costera en contraposición con el invierno pleno en Buenos Aires; una nueva ola de Covid, un paquete de renovadas restricciones y un puñado de amigos habían prolongado su viaje. Salto de la cama, no encuentro el control remoto y no me animo a googlear desde el celular. Tomo coraje y escribo en el buscador: “derrumbe Miami argentinos”. Aparece la noticia pero lo más impactante, un video desgarrador: un edificio de doce pisos se desmorona como las piezas de una torre de jenga. Se escuchan gritos, pedidos de auxilio, alarmas, sirenas. Me vuelvo a estremecer. Prendo el televisor, busco un canal de noticias y ahí está, la confirmación que no quería encontrar. En letras catástrofes leo: “Tres argentinos desaparecidos” y una foto de Fabián, Andrés y Sofía, su pequeña hijita de seis años.
Instintivamente, mando un mensaje al grupo de WhatsApp de la familia. Mis papás y mis hermanos corren a ver la noticia con sus propios ojos. Llamo a mi prima, la hermana de uno de ellos, me atiende gritando y no llego ni a preguntar nada, ni siquiera le digo hola: “Pao, es Fabián, son los chicos”.
Nunca viví una tragedia de cerca. Menos una en el plano internacional, con medios de todo el mundo cubriendo la noticia en vivo 24 horas. Tengo una extraña devoción por esos casos reales que se terminan convirtiendo en series, películas y leyendas. Leo, busco información, me subo y me bajo de teorías. Las tragedias me atrapan, soy su audiencia. Pienso en eso los siguientes minutos, mientras hago zapping por los canales de noticias buscando un dato más, algún rastro para comenzar una búsqueda a 7.000 kilómetros.
La lista de argentinos sube: de tres pasaron a cinco, luego seis y así. Aparecen algunos famosos que se salvaron de la tragedia; otros que casi viajan o que pararon en el mismo complejo y se fueron unos días antes. Incluso horas antes. El edificio Champlain Towers South es muy concurrido por celebrities locales. Van llamando familiares al consulado en Miami y se agranda el registro. Hasta el momento todo se reduce a números de desaparecidos, no hay listado de muertes pero tampoco de sobrevivientes. Simplemente un listado de personas. Indefectiblemente, esta vez no será un caso apasionante más, ni “el argentino de la tragedia”, sino mi familia, mi propia familia.
Escucho a colegas llenar espacios con información errónea. El tema interesa, hay que estirar y no se sabe demasiado, solo pasaron pocas horas. El video del derrumbe se repite en loop, sube y baja en ese ir y venir de la edición a repetición. MI familia elabora teorías: tal vez corrieron a la bañera y se salvaron; o habían salido a cenar y se demoraron en una sobremesa. Todo es improbable por el horario del hecho: fue de madrugada.
Todo lo que escucho me parece aberrante. Cierro los ojos y, aunque no soy creyente, pido con todas mis fuerzas que hayan podido encontrar refugio y en ese caso que resistan, que ya los van a encontrar. Empiezan a llegarme certezas: al momento del accidente se encontraban en el octavo piso. Era el departamento de una amiga muy querida que les había ofrecido mudarse para estar más cerca de la playa. Por esos extraños giros del destino, estaban instalados en Miami desde abril pero habían llegado horas antes a ese inmueble, aún tenían las valijas a medio desarmar, planeaban cenar temprano y meterse en la cama.
“Abuela, esta es mi nueva casa, acá me voy a bañar, acá están mis muñecas, acá miro el mar por el balcón, mañana vamos temprano a caminar por la playa”, le había contado Sofía a su abuela en una videollamada, en pleno room tour del nuevo hogar. Su abuela es mi tía Adita, mi madrina. Una mujer maravillosa, luchadora, divertida, a la que todos queremos infinito y que siempre está. Me cuenta, un rato después cuando me instalo en su casa con comida y bebidas para montar el búnker del aguante, que los vio felices a los tres y que sabe que así, unidos como estaban siempre, deben estar ahora esperando que los rescaten. Aguanto la pelota que me baja por el pecho, es momento de contener a esta mujer de ochenta y pico de años que espera estoica un llamado con una buena noticia. “Están bien”, repite y reafirma.
Me empieza a sonar el teléfono a un ritmo frenético. Periodistas de todo el mundo, en todos los idiomas, quieren saber sobre mi primo, sobre su pareja y sobre la nena. Datos sobre sus vidas, el morbo del nacimiento de la nena -si es hija de uno, del otro o si la tuvieron por subrogación de vientre-, salgo al aire en varios programas, mínimamente para arrojar algo de claridad y que dejen de lado las suposiciones. Busco fotos viejas, repaso anécdotas, quiero aferrarme con fuerza a la hipótesis de mi tía y esperarlos con ilusión. Las imágenes son contundentes: no suelo caracterizarme por ser tan positiva. Entonces, pongo el foco en contar quiénes son los tres argentinos, esos tres “casos” que todos quieren conocer.
Fabián (Núñez, de 55 años) es mi primo segundo, el primo hermano de mi madre. Me lleva unos 15 años. De chica lo admiraba, en cada reunión familiar sacaba la guitarra y cantaba. El que fogonea en los eventos siempre es un tipo carismático y querible, y está bien que así sea porque es el que trae alegría. No era la excepción. Tangos, boleros, latinos, musicales, el repertorio parecía inagotable. También era el tipo resolutivo y práctico de la familia. Si dudaba de alguna decisión o me sentía perdida, lo pasaba a buscar por su oficina ahí donde nace la calle Florida y caminábamos analizando todas las opciones. Fabi siempre te abrazaba, te contenía, te abría un abanico de escenarios, se frotaba las manos como improvisando aplausitos y te decía: “dale, que te sobra”. Tenía una pasión que no pegaba con su carrera de contador en un holding en el que trabajaba desde hacía décadas: la comedia musical. Tenía escrita una maravillosa versión de la trágica historia de amor entre Camila O’ Gorman y el cura Ladislao Gutiérrez, fusilados por una pasión inmoral. Un hecho real que aconteció en tiempos de Rosas, en 1948. Guiones, letras y música de una pieza exquisita que tuvo varias puestas en escena, una de ellas en el teatro Lola Membrives protagonizada por Natali Pérez y Peter Lanzani. Un alma sensible y creativa, pero una esencia práctica y realista que siempre se animó a ir tras sus sueños y elecciones.
Una noche -de hace unos quince años- me invitó a cenar porque me quería presentar a alguien. “Viene en serio”, me dijo y un rato después me pasó a buscar. Andrés (Galfrascoli, de 45 años) se acababa de recibir de cirujano plástico y había llegado a Buenos Aires desde Corrientes. Una persona tan cálida, tan graciosa, que con él era todo risas. Nos volvemos inseparables. Su amor sin cuestionamientos conmovía, aunque costó que algunas personas comprendieran que el amor no sabe de género, clase social o raza. Finalmente llegó la aceptación, la convivencia y la materialización de los proyectos. Sabían que no era sencillo agrandar la familia pero tenían muchas ganas de luchar hasta conseguirlo. Tiempo después comenzaron a preparar el cuarto y a elegir nombres. Era una nena. Le pondrían Sofía. Todo era felicidad.
Esa nena de ojos de cielo era la debilidad de ambos. Bailaba de forma frenética cada vez que escuchaba un tema que le gustaba y era fanática de Frozen. Estaba fascinada con Ana y Elsa. Iba al jardín, viajaba, tenía amiguitos por todo el mundo y siempre se adaptaba a los cambios mientras esté con sus personas favoritas: esos dos padres que hacían todo por ella. Sofía estaba en el último año del jardín, a la vuelta del viaje la esperaba su remerita de egresados con un dibujo impreso que ella misma había hecho. No llegó a recibirla.
La triste espera
Los días se hacen eternos, pesan las horas, aguardamos novedades y nada. Pasa una semana, dos, tres, siguen sin aparecer. Llegan equipos de rescate de todo el mundo a remover los escombros y a diario dan dos partes para contar pormenores de las búsquedas. Los transmiten en vivo por Instagram. Los podemos seguir aún a la distancia. Hablan de calor extremo, alerta de lluvias tropicales y hasta de huracanes. Todo atenta en la remoción de los escombros. El tiempo se escurre como en un reloj de arena, esperamos una noticia que ya la suponemos y que no llega, aún así la necesitamos para cerrar la espera, que realmente es inhumana. Piden ADN, papeles, documentación, comienzan a reconocer cuerpos, restos, objetos. Todo se reduce, los días pasan, la esperanza se apaga hasta para el más optimista. Suena el teléfono finalmente, una noticia a medias. Falta. Suena otra vez, dos días después: los encontraron a los tres. Se cierra una etapa, comenzará otra más silenciosa, solitaria y eterna.
Otra vez sus nombres y sus caras pueblan las noticias. Se habla de cifras y de indemnizaciones, ¿qué dinero realmente vale la vida de un hijo, de una nieta, de un hermano, de un ser querido? Llegan los restos, se decide plantarlos y convertirlos en vida. Pronto florecerá un lapacho en medio de la ciudad y allí estarán otra vez, para recordarnos que el amor siempre vence y que detrás de un frío número de una estadística, hay historias familiares para atesorar.
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