Desde que Marta Sanz (Madrid, 1967) comenzó a publicar, hace ya más de 20 años, defiende que lo ha hecho siempre desde el dolor y que, por eso, sus palabras no son políticamente incorrectas, sino incorrectamente políticas. Escritora, doctora en filología, narradora, ensayista y docente, en su novela más reciente, Pequeñas mujeres rojas (Anagrama), Sanz se centra en defender la memoria histórica, donde sus voces denuncian la violencia contra las mujeres.
‘Pequeñas mujeres rojas’ cierra la trilogía del detective Zarco. ¿Cómo ha sido el viaje y qué ha supuesto su final?
Empecé a escribirla porque percibía que la realidad era muy hostil. El proceso ha sido terapéutico. Buscaba paliar mi dolor y comprender mi malestar. Con esta novela quería reflejar cómo la brutalidad de nuestra época se asienta en muchos de nuestros actos a diario y en la rabia que expresamos. Asistimos a un rebrote de la extrema derecha, y el auge de líderes populistas está ligado con nuestra propia historia. Siempre que termino un libro, confirmo que escribo desde el estupor que me producen ciertos modos de pensar y de vivir rancios que chocan con mi concepción de la felicidad. Me preocupa especialmente la violencia contra el cuerpo de las mujeres y su representación.
Destaca la violencia, pero también la falta de memoria histórica. ¿Quería conectarlas?
Sí, porque son las dos batallas culturales de la ultraderecha para captar votos. La destrucción de la memoria democrática les sienta bien para blanquear el franquismo, por eso repiten que cualquier dinero destinado a reparar las heridas abiertas es un derroche. Los dirigentes de partidos como Vox olvidan el dolor de muchas familias que no piden venganza, sino justicia y reparación. La segunda guerra cultural es despreciar a las feministas y tildarlas de mujeres histéricas que buscan exterminar a todos los hombres del planeta. En mi novela se entrelazan ambos peligros que pueden cronificarse y normalizarse.
La violencia que se ejerce contra la protagonista está conectada con su búsqueda de la justicia. ¿La literatura puede ser una herramienta de redención?
A veces pensamos en la lectura como algo bonito y complaciente. Solemos decir a los niños que leer les hará mejores personas cuando no es así. Hay que entender que la literatura no es ejemplar, ni edificante. Muchas veces está conectada con la rabia y el deseo de venganza, pero también con la ira y el enfado. Puede ser una herramienta para visibilizar determinados temas de los que no se habla y fomentar una reflexión en los lectores. Por ejemplo, en la novela hay varios momentos donde se propone al lector que lea despacio. Una de las mejores cosas de la literatura es que permite que los lectores se planteen preguntas, y eso ya es un compromiso político en los tiempos de la prisa y de internet.
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¿Leer y reflexionar es difícil en este contexto?
Nos bombardean continuamente con información, pero las noticias se repiten y se reciclan. Tenemos que usar nuestro sentido crítico para separar el ruido de lo verdaderamente importante. El gran daño que hacen las redes sociales es precisamente igualar la opinión al conocimiento. Dicen que todas las opiniones valen lo mismo, pero a veces en Twitter damos por válidas afirmaciones que pueden desmentirse con datos. Las redes son buenas porque democratizan la posibilidad de comunicarnos, pero también pueden ser perniciosas porque hacemos un uso irracional de ellas. Y eso sólo conduce a sociedades intolerantes. También me preocupa lo generosos que somos al mostrar nuestras vidas -como si fueran un escaparate- y nuestros deseos más íntimos.
Menciona a menudo el deseo femenino. ¿Es un tema vertebral en su obra?
Nuestro deseo está permanentemente reprimido y juzgado. Me molesta que se nos juzgue por reivindicar el placer, como si tuviéramos que estar preocupadas por vivir nuestra sexualidad libremente. Una de las cosas fundamentales que debemos plantearnos las mujeres es por qué deseamos lo que deseamos. Hay muchísimas expectativas de felicidad femenina que tenemos interiorizadas por lo que una mujer debe ser en la sociedad. En mi generación se normalizó el abuso y muchas mujeres desarrollábamos mecanismos de construcción de nuestro deseo que hacían un daño terrible. Cuando yo era joven, era costumbre que te tocara un ‘sobón’ en el metro, y cuando no lo hacía, ponías en duda tu propio atractivo y tu autoestima. Lo dice Pierre Bourdieu: “el deseo de las mujeres siempre responde a una expectativa masculina que marca todo”. Uno de los grandes logros del feminismo en los últimos años es la resignificación de las palabras; que hablemos de abuso sin paños calientes.
Suelen catalogar su obra como literatura feminista. ¿Está cómoda con ello?
No me molestan las etiquetas. Soy consciente de que mi escritura está condicionada por ser una mujer de 54 años, heterosexual, madrileña, de izquierdas y atea. La neutralidad no existe, y quien lo crea se está engañando. Siempre he tenido una sensibilidad especial hacia las desventajas de las mujeres en el ámbito social, por eso en mis novelas hay una mirada feminista, porque sé que me he formado a través de la perspectiva de una cultura dominante masculina, así que intento ampliar los puntos de vista. Todas perpetuamos comportamientos machistas que nos hacen daño y la escritura es una forma de poner la lupa en lo que nos duele para darle otra perspectiva.
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Tenemos que usar nuestro sentido crítico para separar el ruido de lo verdaderamente importante. El gran daño que hacen las redes sociales es precisamente igualar la opinión al conocimiento.
¿Cómo ve el movimiento feminista actualmente?
Cualquier forma que reivindica cambiar una situación injusta me parece legítima. Creo que para luchar es necesaria la alegría y el optimismo, pero desde un punto de vista gramsciano: cuando una lucha es porque tiene miedo, y por eso tengo muy asimilado el mantra de “pesimistas del pensamiento y optimistas en la voluntad”. En el pasado fui muy optimista porque tenía la sensación de que el feminismo podría llegar a ser como una palanca de transformación integral de la sociedad que también afecte al modelo económico, al concepto de clase, a la desigualdad por razones de raza… Íbamos muy bien, hasta que llegó la pandemia y un recrudecimiento de las divisiones y las violencias dentro del movimiento.
¿La diversidad no es un elemento clave en la lucha feminista? ¿Se está confundiendo sororidad con uniformidad?
El movimiento feminista siempre ha sido plural y diverso. El problema es que las posturas machistas se están radicalizando y debemos estar vigilantes. A los debates polémicos como el abolicionismo o la gestación subrogada se suma ahora lo relacionado con la transexualidad. Me niego a entrar en cualquier tema que ahonde en la disensión, porque quien participa en las polémicas de este tipo lo hace de manera violenta para dividir. Siempre intentaré buscar puntos de encuentro y no lo que separa.
Suele reivindicar la duda. ¿Es un antídoto contra los fanatismos?
La reflexión es algo necesario y sin duda no puede haberla. No me gusta ser una mujer sectaria. Me causan cierto desasosiego algunas estrategias feministas con las que no me identifico, pero no tiene que ser malo. Reflexionar sobre lo que nos causa asombro es necesario. Zizek dice que deberíamos intentar visibilizar los elementos de la ideología invisible, que significa denunciar las cosas que hemos normalizado y no lo son en absoluto, como las desigualdades en el ámbito del trabajo por ser mujer. Cuando escribo hay una voluntad de crítica, pero al mismo tiempo intento no sentar cátedra. Prefiero hablar desde la duda, la curiosidad y el deseo de entender.
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¿Cree que en la cultura siempre hay un componente político?
A menudo abusamos del término ‘político’, y pierde su significado. Todas las manifestaciones culturales son ideológicas, aunque no políticas, porque reflejan nuestras inquietudes y punto de vista. La literatura puede ser una máscara que nos sirve para meter el dedo en la llaga sin que sea explícito. Cada vez que tú hablas a través de la estética estás posicionándote ideológicamente. Cuando escribí Farándula, hice una crítica a la precariedad del sector artístico y el desprecio a la cultura sin necesidad de emitir un discurso político. Concebir la cultura como la guarnición del filete era un tema que me dolía. Escribo de lo que me duele en un sentido metafórico.
El dolor tiene un gran peso en sus novelas. ¿Relaciona el dolor físico con el emocional?
Tendemos a separarlos cuando están unidos. El miedo al futuro, la precariedad laboral o la falta de horizonte vital te pueden generar una angustia psíquica inseparable de tus dolores físicos. Cuando escribí Clavícula, me di cuenta de que era incapaz de separar el dolor físico de la ansiedad y mis condiciones materiales. Estaban relacionados con el hecho de que era una mujer que atravesaba un momento menopáusico, era autónoma autoexplotada, con un marido en paro… Todo repercutía en mi salud.
¿El dolor es una experiencia colectiva que repercute en los demás?
No es una experiencia íntima; impacta inevitablemente en las vidas de las personas que te rodean. Hace tiempo fui a conocer la asociación de víctimas del aceite de colza y me impresionó que siguiesen reuniéndose después de tanto tiempo para compartir su sufrimiento, porque decían que el dolor puede hacerte mala persona: puedes volverte tiránico, rencoroso, incluso narcisista. García Márquez decía que él vivía para contarlo; se llevaba todas las experiencias al relato. Yo lo cuento para sobrevivir y poner orden en mi vida. Puede parecer egoísta, pero a menudo el dolor del que escribe empatiza con el de otra mucha gente.
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El miedo es un pilar en su obra. ¿Por qué dibuja personajes con temores?
Tengo una relación ambivalente con el miedo, porque creo que puede paralizarte pero también puede protegerte. Hay veces que es bueno estar alerta y no adentrarse en algunos caminos. Por ejemplo, ir con cuidado en las relaciones sentimentales está bien para evitar meterte en algunas jaulas. Con los cuidados pasa lo mismo que con el miedo: puedes cuidar de una forma generosa y desinteresada, o de una forma vampírica y angustiante. Quería meter a los lectores en esa dimensión física que tiene que ver con el peligro y la imposibilidad de moverte en libertad. Era una forma de reflejar el peso de una historia como la nuestra, llena de heridas abiertas y de temas que llevan años sin tratarse adecuadamente.
Dice que lo que no se nombra no existe. ¿Qué opina del lenguaje inclusivo?
He estudiado filología y a veces me siento incómoda utilizando fórmulas del lenguaje inclusivo, porque todo se vuelve más enrevesado. Pero el lenguaje no es una materia sacrosanta y estos cambios tienen que darse con naturalidad, porque el uso es el que termina definiendo la norma. Yo lo veo como un juego y una herramienta política. Suelo poner el ejemplo de Alicia en El país de las Maravillas, cuando un personaje le dice a la protagonista: “No importa lo que las palabras signifiquen, lo que importa es saber quién manda”. Por eso me sorprende que haya tanta gente poniendo el grito en el cielo con el lenguaje inclusivo y diciendo que atenta contra la belleza de la lengua. Creo que el lenguaje no les preocupa en absoluto; les preocupa quién ostenta el poder.
LUCÍA TOLOSA
REVISTA ETHIC
(*) Ethic es un ecosistema de conocimiento para el cambio desde el que se analizan las últimas tendencias globales a través de una apuesta por la calidad informativa y bajo una premisa editorial irrenunciable: el progreso sin humanismo no es realmente progreso.
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