Cerca de allí, Jeremiah Allen Welch destaca por su pelo color arcoíris, su gruesa cadena de oro y su cárdigan negro de lentejuelas, que centellea cuando mueve sus brazos. Él creció en el Valle Central de California, en una familia de pastores cristianos evangélicos que también trabajaban como payasos profesionales. Se mudó hace mucho a San Francisco, donde se ha ganado la vida como artista —ha hecho giras como DJ y su trabajo ha sido grabado con láser en al menos un satélite de los que orbitan la Tierra ahora mismo. Welch, hoy uno de los pioneros más respetados entre los presentes, se subió al carro durante la primera semana en la que los monos estuvieron disponibles, en la primavera de 2021. “Todo el mundo sabe quién es mi mono. Me dicen que me parezco a él”.
Insiste en que no le importan sus monos sólo por el precio, sino por la cultura, por el ecosistema que orgánicamente ha brotado a su alrededor. “Los nuevos son gente rica”, dice, refiriéndose a Paris Hilton, Justin Bieber, Eminem y a muchos otros famosos que han sorprendido a sus fans adquiriendo su propio Bored Ape en los últimos meses. “No son de nuestra comunidad. Los compraron como un activo. Alguien les ayudó a comprarlos, o puede que una empresa lo hiciera por ellos”. Aun así, a Welch le parece bien que las celebrities compren, porque eso significa que alguien más pobre ha cambiado su mono por el dinero de toda una vida. “En enero vendió un montón de gente de mi entorno”, explica. “Ahora tienen mucha más pasta que yo, y es en plan: ¿Por qué sigo aferrándome a estos monos? Todo el mundo me dice que debería vender, pero me he acostumbrado a ver cómo sube el precio”.
Me aparto un rato para hablar con Zi Wang, uno de los anfitriones de la fiesta y exdirector creativo global de Google, que me dice que el equipo de Bored Ape es “extremadamente generoso, hasta el punto de la ingenuidad, para renunciar a toda esa propiedad intelectual”. Le pregunto qué quiere decir. “¿Habrías renunciado al 99 por ciento de tu valor?”. Ésta es, me explica, la verdadera innovación del Yacht Club: a diferencia de proyectos similares anteriores, que mantenían cierto grado de control sobre los NFTs incluso antes de que alguien los adquiriera, el Yacht Club permite a los compradores poseer completamente sus monos y hacer con ellos lo que quieran, variando entre lo obvio (usarlos como fotos de perfil online) a lo nunca visto (licenciarlos para diferentes aventuras comerciales). Pueden ponerlos en tablas de monopatín, variedades de cannabis o marcas de café, cederlos para series de televisión, videojuegos o iniciativas musicales —como Kingship, un grupo de Bored Apes, formado recientemente, que ha fichado por Universal Music Group—.
Tiene sentido que estemos en Hollywood, porque la industria del entretenimiento ha percibido el olor de una clara y lucrativa oportunidad en estos humildes monos en JPEG, y empieza a merodear a su alrededor como si fuera un buitre. Algunos de estos simios ya tienen representación en renombradas agencias como CAA y WME, y la compañía madre del Yacht Club, Yuga Labs, la gestiona Guy Oseary, entre cuyos clientes se incluyen U2, Madonna y los Red Hot Chili Peppers. Yuga también ha ayudado a acuñar recientemente una criptomoneda, ApeCoin, pensada como medio principal de intercambio en su mayor proyecto hasta la fecha, un metaverso lanzado en abril que se llama Otherside —una misteriosa expansión tridimensional del mundo BAYC que pronto podría llegar a vender bienes inmuebles virtuales (y que podría convertirse, en palabras de la compañía, en “un metaverso que deje obsoletos a los otros metaversos”). Es como una carrera por el oro, o en cualquier caso un laboratorio de propiedad intelectual cada vez más monolítico, y legal al menos teóricamente, que puede demostrar las radicales posibilidades de la Web3. O lo contrario, forzar un retroceso hacia las instituciones e intermediarios (Hollywood, las agencias de representación) que los NFTs están llamados a suplantar.