Resulta lógica la catarata de hipótesis, rumores y falsas predicciones que se amontonan estos días en los medios y en los cenáculos políticos, dada la exigua -casi nula_explicación del presidente del Gobierno ante lo ocurrido con el ‘espionajegate’, tanto a los independentistas catalanes por el CNI como al propio Pedro Sánchez y varios ministros por persona o personas desconocida/s.
La comparecencia de Sánchez este jueves ante el Parlamento para dar cuenta de lo ocurrido con todos los ‘affaires de las escuchas Pegasus’ fue francamente decepcionante, y el presidente se atuvo a la vieja práctica de sortear la información debida a la ciudadanía a base de denigrar a la oposición y salirse por la tangente prometiendo reformas legislativas de calado. Pero sin concretarlas, lo que ha avivado aún más la barahúnda en torno a los espías españoles.
Desde luego, no comparto los elogios desmedidos que desde sectores de la oposición se lanzan sobre la actuación del Centro Nacional de Inteligencia ‘de Paz Esteban’ frente al presunto descontrol introducido actualmente por el Gobierno, que, por cierto, ha sustituido a la señora Esteban por alguien de su misma trayectoria, formación, edad y perfil. O sea, que no ha cambiado nada sino el nombre de la directora de ‘la Casa’.
El CNI, antes CESID, ha ofrecido en su trayectoria una larga serie de errores, incompetencias, abusos en los controles e incapacidades, desde aquel 23-F del que seguimos sin tener una versión definitiva hasta las famosas ‘urnas perdidas’ el 1 de octubre de 2017, pasando por el espionaje ilegal hasta al Rey, que hizo dimitir al entonces vicepresidente del Gobierno Narcís Serra en 1995. Así que no me vengan hablando del prestigio cimentado de ‘los servicios’, que sin duda han tenido aciertos que lógicamente desconocemos -y parece mejor así-, pero también equivocaciones que han resultado clamorosas.
¿Qué es entonces lo que ha cambiado con el último traspié, el de los controles telefónicos Pegasus a los independentistas? Ya digo: nada. Excepto que ha puesto en evidencia varias cosas: que Puigdemont, que hizo estallar a conveniencia el ‘catalangate’, sigue siendo eficaz en sus intentos de derrumbar al Estado, por un lado; y, por otro, la evidencia de las malas relaciones entre los ministerios de Defensa y el de Presidencia, o, lo que viene a ser lo mismo, el empeoramiento de la cohesión de un Ejecutivo que no puede estar más falto de coordinación en múltiples y variopintos aspectos.
Lo malo es que ahora llega una ‘cumbre’ de la OTAN en Madrid ante la que precisamente lo mejor del mundo no es presentar unos servicios secretos que no se han recuperado del trauma interno y a los responsables gubernamentales tratando de arrebatarse la elaboración y paternidad de la futura ley de secretos oficiales. Llamo la atención a este respecto acerca de la necesidad que una democracia fuerte y moderna tiene de contar ahora con unos servicios de información especialmente eficaces, sobre todo en un mundo que, como advirtió hace dos días el ministro de Exteriores, Albares, a mi juicio una de las cabezas pensantes más lúcidas del Gobierno, está en cambio radical. Y que va a padecer no poco por causa de una guerra que él dijo que podrá durar ‘años’, con incluso el desabastecimiento alimentario que comportaría y los desórdenes secundarios –migratorios, por ejemplo– de todo tipo que comportará.
Ha sido, está siendo, casi patético el espectáculo de las últimas semanas, desde que el propio Bolaños salió el 2 de mayo, una mañana de festivo en Madrid, a revelar que los teléfonos de Sánchez y de Margarita Robles habían sido ‘pinchados’, lo mismo que los de los independentistas, pero por agentes distintos –quedó flotando en el segundo supuesto el nombre de Marruecos, que el Gobierno nunca ha confirmado… ni desmentido, lo que viene a agravar las cosas–. Un espectáculo de alta incompetencia política, culminado con la comparecencia parlamentaria de Sánchez el jueves, que resultó casi una incomparecencia. Demasiadas preguntas sin respuesta, demasiadas respuestas desafiando las leyes básicas de la credibilidad humana.
Pero hay, sin embargo, que estar de acuerdo con el presidente en algo que sugirió, pero que ni explicó a fondo ni verbalizó claramente: los servicios secretos españoles tienen que experimentar una profunda transformación, lo mismo que todo lo que regula la documentación reservada y los secretos oficiales, incluyendo la desastrosa comisión parlamentaria encargada de regular la cuestión. Y ese debe ser un tema de consenso no solo, ni principalmente, con los peculiares ‘socios’ gubernamentales, sino con los partidos de la oposición, comenzando por el Popular.
Atención, porque da la impresión de que el ‘culebrón’ de los espías y los espiados españoles está lejos de concluir. Las evasivas de Sánchez en la Cámara Baja lo han reavivado. Y es cuestión que puede pesar no poco sobre la Legislatura e incluso sobre su duración.