En 2018 hacía una revisión de la literatura colombiana y los desaparecidos para escribir La sombra de Orión, cuando llegó a mis manos Camposanto, la primera y única novela publicada por Marcela Villegas. Quedé conmovido por las maneras en que una escritora trataba uno de los asuntos más difíciles de nuestra condición nacional: la violencia y el sórdido olvido que de ella practicamos.
Hace poco supe, por las editoras de Sílaba que la hicieron visible, que Villegas había muerto a causa de un cáncer devastador. Impresionado por el final prematuro de esta autora, volví sobre su obra. De nuevo me sumergí en Camposanto, novela que recibió el premio de la Universidad Pontificia Javeriana en 2016, y quedé aún más impresionado por este corto y certero libro. Leí también La conmoción de los encuentros, los diez cuentos que Marcela Villegas escribió durante un período de descanso en su tratamiento de quimioterapia, publicados igualmente por Sílaba.
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Los cuentos, que abordan el tema de la inmigración en Miami, poseen una atmósfera de desarraigo que se va tejiendo con sobriedad y tacto. Villegas nunca es altisonante y afecta a los bajos mundos que un universo de esta índole suele generar en la literatura. Al contrario, es fina y delicada y atenta a los íntimos conflictos de sus personajes.
Historias atravesadas por una maternidad tierna y acogedora, pero en las que se trasunta los percances de una familia colombiana que trata de acomodarse a esa condición de extranjería en la que nunca se llega a una adaptación plena. En los dos últimos cuentos, de pronto, surge el cáncer en la mujer que narra. Y la desdicha, apenas tocada por la escritura, pareciera detenerse. Este conjunto de cuentos culmina, pero se abre un ámbito que, acaso, se podría continuar con la agonía y muerte de Villegas. Ignoro, empero, si ella dejó algo sobre su enfermedad que más tarde pueda publicarse.
Mientras que La conmoción de los encuentros traza un mundo inacabado, en Camposanto todo está tan prodigiosamente construido que, al volverla a leer, la he asociado con algunas de esas obras de música de cámara de Brahms o de Schumann. Composiciones que, cuando me sumerjo en ellas, me dejan anclado en una tristeza íntima y un abandono desgarrador. De modo similar, en Camposanto sus dos grandes temas –la desmemoria y la fosa– están urdidos por la congoja y la indignación, por el amor y la solidaridad, que dos mujeres viven en medio de un país estremecido por el mal.
Elena es la madre de Amalia y la novela empieza cuando la hija sabe que su madre padece Alzhéimer. Tal olvido, que va devorando minuciosa y terriblemente el mundo familiar, se une a los recorridos que Amalia, como antropóloga forense, hace por territorios donde hay fosas comunes. El supremo acierto de Camposanto es que actúa como una metáfora de un país que, desde hace años, se ha convertido en un gigantesco cementerio anónimo, y de cómo la verdad de este horror, poco a poco, comienza a develarse.
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Pero esta realidad no podría afectarnos con tanta fuerza si no fuera por la escritura precisa y contundente de Villegas. El libro abre con un epígrafe que nos prepara para esa inmersión en la íntima desgracia de dos mujeres que se aman, y para esa llaga enorme que atraviesa a Colombia. El epígrafe de Mark Strand dice: “En un campo soy la ausencia del campo. Siempre es así. En donde esté soy lo que falta”. Camposanto, en efecto, muestra, en toda su aciaga magnitud, el territorio de la ausencia.
La novela es bella y oscura. Aunque está tan penetrada por la empatía humana –la sensibilidad de Villegas hacia el mundo de lo que está vivo mantiene el decoro necesario ante la devastación– que hay como una luz crepuscular. Hermoso resplandor que nos rodea en la medida en que vamos atravesando el universo doliente de Camposanto.
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He mencionado a aquellos dos compositores románticos del siglo XIX, porque la música de ambos, como la novela de Marcela Villegas, me llenan de una impotencia aplastante y también de un consuelo ilimitado. Nacida en Manizales en 1973 y muerta en Bogotá en 2022, ella se ha ido demasiado pronto. Y yo, como colega suyo, lo he lamentado profundamente. Pero ha dejado una novela que permite poner la cara, lúcida y valiente, ante un país que sigue insensible la dimensión de su tragedia.