Mientras en Estados Unidos el trumpismo se afila los dientes apostando a lograr, a corto plazo, el control del Congreso, y con la mira puesta en la Casa Blanca, a mediano plazo, el nativismo y la intolerancia siguen ganando terreno en el país. Sus cada vez más constantes mensajes de campaña en los que recurre otra vez al gastado discurso contra las minorías migratorias conllevan un dejo de racismo multiplicado a la quinta potencia, que hace remecer nuevamente los cimientos de la democracia.
Pero eso ocurre no solo aquí, sino en otras democracias del mundo, como demostró la elección por la presidencia de Francia el domingo pasado.
Emmanuel Macron ganó, en efecto, la reelección, pero la extremista Marine Le Pen logró más del 40% del voto, algo así como el 42% de la población estadounidense que en 2020 seguía apoyando a Donald Trump. De hecho, Le Pen incrementó su apoyo entre los electores franceses con respecto a 2017, cuando obtuvo 34% de respaldo electoral.
No sorprende, por supuesto, el reacomodo internacional de la extrema derecha con base en mensajes políticos subrepticios de supuesta “salvación” nacional. Lo que asusta y al mismo tiempo indigna es que aún hoy, en pleno Siglo XXI, cuando la dirección del mundo se suponía que estaría encaminada hacia un equilibrio mayor en todos los ámbitos —empezando por los derechos humanos y las libertades—, haya grandes segmentos de la población que están dispuestos a que retroceda el mundo y su historia.
Porque como Macron, Biden ganó la elección en 2020, sí, pero los monstruos del racismo, del prejuicio y de la xenofobia siguen vivitos y coleando. Por ejemplo, las recientes apariciones públicas de Trump ante cientos de sus seguidores están ahí para comprobarlo, como ocurrió el fin de semana pasado en Ohio. Ahí, el expresidente se sacó de la chistera como siempre, para avivar el fanatismo del que se rodea, que durante su presidencia “doblegó” a su homólogo mexicano, Andrés Manuel López Obrador, para imponer el programa “Quédate en México”.
Acostumbrado a mentir por los cuatro costados, Trump usó un lenguaje altamente prejuicioso para dejar en un nivel de humillación, no al mandatario mexicano precisamente, sino a los miles de migrantes de diversas partes del mundo que buscan asilo y a quienes el mismo Trump paró en seco estableciendo las políticas migratorias más draconianas en la historia contemporánea de Estados Unidos.
Esta semana seguimos viendo eso en el circo mediático desplegado por una delegación de 10 republicanos en la frontera entre México y Texas. El líder de la minoría republicana de la Cámara Baja, Kevin McCarthy, acudió a la franja para darnos su dosis diaria de demagogia y de mentiras. Fueron a defender la permanencia del Título 42, como si una medida sanitaria pudiera sustituir una reforma integral de nuestras leyes migratorias que su partido ha bloqueado sistemáticamente durante décadas, porque es un hecho que los republicanos no quieren soluciones reales, sino explotar el tema y a los inmigrantes para acumular puntos políticos con la base que los sostiene.
De hecho, vuelve a sentirse en todo el país el resurgir de ese sentimiento antiinmigrante que nunca durmió del todo, sino que se ha mantenido agazapado en espera de otra oportunidad que, ahora mismo, le brindan los que mantienen latente el trumpismo, anomalía política que aún tiene secuestrado al Partido Republicano ante un país que empieza a salir del prolongado letargo que representó la pandemia y sus consecuencias.
Y esa es otra similitud con la extrema derecha francesa personificada por Le Pen: los inmigrantes son sus chivos expiatorios favoritos. Saben explotar el descontento de sectores de trabajadores ante la pérdida de empleos entre los sectores industriales y manufactureros, tal como en Estados Unidos. Ante ese cuadro de inequidad, es fácil buscar un “culpable”, y el inmigrante siempre es la pieza favorita en su convenenciero y cínico juego de ajedrez político.
Le Pen es porrista de Trump, del presidente ruso Vladimir Putin y del primer ministro de Hungría, Viktor Orban, tres personajes cuya imagen ahora mismo, al menos en Occidente, no es precisamente el modelo a seguir. ¡Y ella ganó casi 42% del voto francés! Esa es otra señal de que la fragilidad de la democracia, pero sobre todo la pérdida de valores en favor de los más elementales derechos humanos —como es el migrar y solicitar asilo— no es exclusiva de Estados Unidos.
Lamentablemente esa desagradable receta de nativismo y racismo que el Partido Republicano ha perfeccionado con el uniforme puesto del trumpismo se pondrá a prueba una vez más en los próximos comicios de medio de tiempo en noviembre, donde la inmigración se perfila, otra vez, como el tema favorito de los republicanos para acusar a los demócratas de estar en favor de “fronteras abiertas” y del “caos”.