El video es de 2018, la escena fue filmada unos meses antes del Mundial de Fútbol de Rusia y anda dando vueltas en estos días en los que el líder ruso cumplió con las expectativas de sus adversarios y lanzó la ofensiva contra Ucrania, bastante más allá de los territorios donde se esperaba algo parecido a una invasión. Un Maradona de pelo renegrido cortísimo y llamativo moño amarillo le hace un numerito a Putin, a quien llama Putín, casi como si se tratara de una broma privada para sus amigos. Le habla con absoluto desparpajo en nombre de otros futbolistas, le dice que todos quieren sacarse una foto con él pero que no se animan a pedírselo. Putin tiene una copa de champagne en su mano derecha; sus ojos se ven achinados en la sonrisa, claramente un signo de admiración por Diego, el atrevido. Mientras le habla, Maradona le toma la mano izquierda y Putin no se molesta, es más: le permite el gesto, parece emocionado. Solo alguien como Diego podía no intimidarse ante una personalidad inquietante como la de Vladimir Putin. Solo alguien como Diego podía, también, hacer caer por un momento la máscara de duro del más duro de todos.
Hay una frase que funciona como una aplanadora cuando se trata de definir la personalidad y los atributos de Vladimir Putin, el hombre que conduce los destinos de Rusia desde hace veintidós años. “Los gobernantes rusos más exitosos fueron siempre aquellos en los que se combinaban cualidades de criminales y estadistas”, escribió en sus memorias el general Pavel Sudoplatov, célebre espía soviético y cerebro detrás del asesinato de León Trotski en México. Sudoplatov murió en 1996 y no llegó a conocer a Putin, quien sorprendió como heredero de Boris Yeltsin en diciembre de 1999, fecha en la que comenzó a pavimentar su ruta hacia el poder absoluto. A partir de ese inesperado salto del mundo de los servicios secretos -Putin fue el director del FSB, sucesor del KGB- a la gestión de gobierno, hubo un empeño general por conocer quién era ese desconocido que había llegado al Kremlin sin que nadie advirtiera antes su presencia. La desconfianza y la sospecha se centraron en su figura y semejante clima a su alrededor no parece haberlo disgustado sino que hasta podría pensarse que fueron su objetivo.
“Putin tiene ese instinto animal de los dictadores: huele la debilidad”, dijo sobre él Garri Kasparov, uno de sus más férreos opositores, una figura muy ligada al Occidente que preferiría no tener a Putin enfrente. La frase del ex campeón de ajedrez parece destinada a iluminar el presente guerrero del presidente ruso. Asistimos al momento en que la sentencia de Kasparov toma cuerpo si lo que buscamos es explicar las razones detrás de una de las acciones militares y políticas más arrolladoras de las últimas décadas en Europa. ¿Qué debilidad huele Putin ahora que lo motiva para tomar una decisión como la que tiene al mundo en vilo y lo deja a un paso de convertirse en un criminal de guerra? ¿Acaso la de un Estados Unidos con pérdida de influencia, golpeado por cuatro años de Trump, una pandemia no controlada a tiempo, una inflación inédita y un gobierno que convence a muy pocos, como el de Biden? ¿La de una Europa que en su momento no cumplió su compromiso de acompañar a Georgia durante la breve guerra del 2008 y tampoco a Ucrania durante la anexión de Crimea y la guerra en Donbás que ya lleva ocho años y que hoy, además, ya no tiene a la cabeza a una líder como Angela Merkel, que podía dialogar con Putin y hasta llegar a acuerdos razonables y válidos para todos? ¿O lo que lo empuja es más bien la fortaleza de contar con el apoyo no tan tácito de China, el mayor jugador de la política y la economía internacional?
Con solo seguir las noticias, se sabe que a Putin no le tiembla el pulso a la hora de lanzar operaciones potencialmente letales y eso pudo comprobarse dramáticamente en 2002 con la recuperación a sangre y fuego del Teatro Dubrovka, tomado por terroristas chechenos y en donde hubo cerca de 200 muertos -en su enorme mayoría, civiles- y en el asalto de las fuerzas de seguridad a la escuela de Osetia del Norte en 2004, también tomada por el terrorismo checheno, y en donde el resultado fueron más de 300 muertos, entre ellos muchos niños. Tampoco se lo percibió inseguro al comienzo de su primer gobierno al lanzar la segunda guerra en Chechenia -que provocó denuncias en tribunales internacionales por la violencia desatada por los militares rusos sobre la población civil de ese territorio de población musulmana- o la modesta guerra contra Georgia por los territorios de Abjazia y Osetia del Sur.
Podríamos seguir enumerando una larga cantidad de episodios en los que su capacidad para la intimidación y la humillación del otro quedaron expuestas. Es como si Putin hubiera construido un portafolio de escenas, un marketing de la crueldad y la perversión para intimidar fronteras adentro pero también al resto del mundo, donde su juego de encarnizamiento aterroriza a muchos pero también seduce a los sedientos de violencia. La ofensiva en Ucrania bajo la consigna de “desmilitarizar y desnazificar” el país, la intimidación a otros países como Finlandia y Suecia que podrían ingresar a la OTAN y la furia del discurso en el que advirtió a quienes “se vieran tentados a intervenir en el actual conflicto (…) que la respuesta de Rusia será inmediata y acarreará consecuencias que nunca han experimentado en su historia” va en esa dirección: el fantasma de una guerra nuclear acecha como la peor pesadilla.
Un liderazgo sin modales
Si se hace difícil leer sus gestos es porque por su formación como espía es experto en jugar al hombre sin rostro, como tituló su biografía la gran periodista rusoestadounidense Masha Gessen. Y es tal vez por esa ausencia de gestos reconocibles que sus palabras adquirieron tanto peso y que cuando sí exhibe alguna clase de sentimiento oscila entre su ternura con las mascotas o la admiración por figuras como Maradona y que cuando es tomado por la ira recurre a frases y formas impúdicas que quienes lo admiran pretenden ver como franqueza lo que es pura grosería y crueldad.
Putin fue pionero de un estilo de liderazgo sin modales que más tarde pudo verse en figuras como Donald Trump y Jair Bolsonaro. Legitimó un modo de ejercer el poder de manera despótica no solo por el alcance de sus medidas o acciones sino también por la forma salvaje de su retórica. Desde un comienzo llamó la atención su talento para incomodar a la prensa y a visitantes ocasionales, al recurrir para ello no sólo al lenguaje cotidiano sino, incluso, a su variante más bestial, el argot carcelario.
La primera vez que sorprendió a todos fue cuando aún era premier de Yeltsin y nadie veía en él más que un burócrata heredero de los hombres grises soviéticos. En medio de una ola de atentados de la guerrilla chechena y en una frase que aún se recuerda por su violencia y vulgaridad, amenazó: “Perseguiremos a los terroristas por todas partes. Si están en el aeropuerto, será en el aeropuerto; si los encontramos en el baño, pido perdón por lo que voy a decir, los aniquilaremos en el retrete y listo”. Ocurrió también una de las primeras veces que le preguntaron por las dimensiones de su fortuna personal y respondió con una frase despectiva y letal, en tiempos del reinado del periodismo de papel: “Se ve que ustedes se sacaron los mocos de la nariz y lo untaron en sus periódicos”.
No respeta a subalternos ni se frena ante líderes extranjeros ni tampoco ante miembros de su gobierno. Días atrás recibió a Macron ante una mesa de seis metros de largo porque el presidente francés se había negado a hacerse un PCR y, sin ir más lejos, esta misma semana pudo verse el modo en que su jefe del Servicio de Inteligencia Extranjera, Sergei Naryshkin, fue protagonista involuntario del ataque de arrogancia y sadismo presidencial durante una reunión que estaba siendo grabada. Corregido y burlado ante las cámaras por un Putin molesto y maleducado, Naryshkin debe haber pasado el peor momento de su vida.
Sin embargo, lo que estamos viendo en estos días se sale del cauce tradicional de las exhibiciones del “gran domador” y marca un punto de no retorno. La invasión a Ucrania es eso, una invasión a un país soberano. Los argumentos para llevarla adelante solo pueden tener buena recepción entre seguidores acríticos y ciegos por la fe. Pero, además, no se trata de cualquier país sino de un país de tensiones dramáticas que es bastante más que el patio trasero de la Rusia que conserva su ímpetu imperial.
Sometido o protegido –según con quién se hable– por Rusia desde sus orígenes, la mitad de su población aspira a integrar la UE, mientras que el resto, ubicado geográficamente más cerca de la madre Rusia, no tiene problemas de identidad. Para Rusia, Ucrania es –también depende con quién se hable– un hijo, un hermano menor, un amigo entrañable. La Rus de Kiev fue el primer Estado eslavo ortodoxo que existió en el este de Europa. Esto ocurrió a finales del siglo X, cuando el príncipe Vladímir I abrazó el cristianismo ortodoxo, en el 987 y es en esa clave de identidad y cultura donde se da uno de los mayores enfrentamientos entre ambos países ya que tanto Rusia como Ucrania reivindican ese hecho histórico como identidad y origen.
En términos históricos, más allá de los lazos “familiares” hay un episodio que marcó a fuego la relación y es lo que los ucranianos llaman el “Holodomor” (muerte por inanición), la muerte de unos cuatro millones de personas durante la hambruna de 1932-33 en el marco de la colectivización forzosa de las granjas por parte de Stalin. Imposible que semejante marca no culmine en resentimiento.
Ucrania, es, además, el terreno por el que cruzan los caños del gas que Rusia le vende a Europa, una materia prima extorsiva que durante muchos años, y manejada por Putin con inteligencia, consiguió posicionar a Moscú como un actor ineludible de la política internacional. Pero Ucrania, o, más específicamente, Crimea, es asimismo la playa de estacionamiento de la flota rusa del mar Negro desde el siglo XVIII, una condición que Moscú no perdió ni siquiera con la independencia de Ucrania en 1991 y que conservó a fuerza de pulseadas retóricas y amenazas económicas.
Una península clave
Fue durante el reinado de Catalina la Grande (una de las figuras históricas admiradas por Putin) que, en 1783, como corolario de una de las periódicas guerras con los turcos, Rusia anexó Crimea, una península ubicada entre el mar Negro y el de Azov por donde habían pasado a lo largo de los siglos escitas, romanos, griegos, godos, judíos, genoveses, mongoles, armenios y tártaros. La necesidad de Catalina era geoestratégica: una nueva salida para sus barcos y una potente demostración de fuerza hacia Occidente.
Pero la zarina contaba, además, con una razón religiosa de peso: para los rusos, Crimea es un territorio sagrado porque, sostienen, fue en la antigua colonia griega de Quersoneso, en las afueras de lo que hoy es Sebastopol, donde en el 988 fue bautizado el príncipe Vladimir de Kiev, llevando la cristiandad a esa población. Y los rusos se erigen desde siempre en guardianes de todo aquello que tenga que ver con su origen y su cultura. Como explica el historiador británico Orlando Figes en su ensayo Crimea: “Dentro de la ideología fundacional del estado zarista, […] el Imperio ruso fue concebido como una cruzada ortodoxa”. Algo así como un “nosotros” contra “los otros”. Y ese “nosotros” puede no estar en casa, es decir, puede estar en la casa de otro, pero seguimos siendo sus tutores. Si fuera un lema, sería: “Allí donde haya rusos, hay Rusia”.
En 1954, cuando se cumplían 300 años del pacto por el cual Ucrania pasó a integrar Rusia, en un gesto que algunos leyeron como arbitrariedad del poder y otros como simple borrachera, el entonces líder soviético, Nikita Kruschev –quien había sido líder del Partido Comunista en Ucrania–, entregó Crimea a los ucranianos. Para Ucrania fue un regalo envenenado: desde el colapso de la URSS, los rusos buscaron recuperar el territorio que siempre siguieron sintiendo propio. Si en el 2014 el argumento para la anexión de Crimea, que los rusos llaman “recuperación”, fue “traer de regreso lo nuestro”; ahora, las razones que esgrime Putin para explicarle al mundo que Ucrania no tiene derecho a reclamo alguno es negar su estatus como país independiente ya que esa condición habría sido en realidad un regalo de los bolcheviques, más específicamente de Lenin.
Antes en el tiempo, más precisamente en 1922, la Unión Soviética se estableció en el territorio del antiguo imperio ruso y Ucrania fue una de las cuatro repúblicas nacionales originales de la URSS. Más tarde las repúblicas llegaron a ser quince. En 1991, cuando llegó la hora de la disolución, Ucrania (al igual que las demás repúblicas) heredó estas fronteras “soviéticas”. En la narrativa de Putin, “la razón de la crisis actual es la ingratitud persistente de Ucrania por el ‘regalo’ de Rusia y, lo que es peor, el desperdicio”, como señalaba la historiadora Victoria Smolkin, de la Wesleyan University, en el sitio Meduza. El desperdicio pero también la ingratitud, podríamos añadir ya pensando en el modo en que Putin encara la política y entiende al agradecimiento como categoría.
Como para terminar de precisar la gravedad de lo que está sucediendo, la historiadora ofrece un ejemplo de revisionismo y pretendida restauración de un orden perdido. “¿Qué pasaría -se pregunta Smolkin- si, por ejemplo, alguien intentara reconstituir el imperio austrohúngaro reclamando las actuales Austria, Hungría, la República Checa, Eslovaquia, Eslovenia, Rumania, Croacia, Bosnia-Herzegovina, así como partes de Serbia, Montenegro, Rumania, Italia, Polonia e incluso las partes occidentales de Ucrania?”
Las ambiciones imperiales de Putin -que nadie ignoraba- hoy parecen desbocadas y sin freno a la vista, tanto como su voluntad de permanecer en el poder más allá de la vida terrenal. Como llegó a escribir Boris Nemtsov, un político opositor que estuvo en 2014 a la cabeza de las protestas por la anexión de Crimea y terminó asesinado a metros del Kremlin en 2015: “¡Ocupó Crimea porque quiere gobernar para siempre!”. En palabras del presidente estadounidense Biden, Putin no se conforma con ocupar Ucrania y sino que su objetivo es restablecer la Unión Soviética. “Sus ambiciones van en sentido completamente contrario al lugar al que ha arribado el resto del mundo”, dijo el mandatario demócrata.
Sin explicaciones
La perplejidad domina todo análisis pese a que hubo advertencias sobre lo que Putin se proponía hacer, aún cuando mintió durante todo el proceso de negociaciones que desembocó esta guerra elegida por él. Lo que comenzó como una supuesta defensa de los territorios independentistas rusoparlantes hoy es una masiva invasión por tierra y aire a lo que se suma un llamado del propio Putin para voltear el gobierno de Volodimir Zelensky, un gobierno al que Putin acusa de ser “una banda de drogadictos y neonazis”, una frase que, al menos en su último calificativo, resulta algo contradictoria, teniendo en cuenta el origen judío de Zelensky, quien en su momento ganó las elecciones con el 73% de los votos.
Hablábamos de la debilidad del adversario y del modo en que alguien como Vladimir Putin sabe capitalizar esas flaquezas. El presidente ruso está enfurecido con Ucrania desde una hora temprana de su liderazgo, puntualmente desde la Revolución Naranja de 2004, la movilización masiva con la cual esa mitad de ucranianos que se siente emocional y políticamente lejos de Rusia quiso mostrarle al mundo su voluntad de terminar con lo que viven como opresión. Años después, en 2013, Ucrania parecía volver a acercarse a la UE cuando el presidente prorruso Víctor Yanukóvich bloqueó un proyecto de asociación con el bloque europeo, lo que dio lugar a las llamadas protestas de Maidan, nombre con el que se conoce a la Plaza de la Independencia de Kiev. Se sucedieron entonces choques sangrientos que derivaron en la huida de Yanukóvich a Rusia bajo el paraguas de denuncia de golpe de Estado, una denuncia compartida con el Kremlin. Ese fue el puntapié para la anexión de Crimea y el comienzo de la guerra en la región de Donbás que, lejos de terminarse, siguió en sordina durante todo este tiempo.
Ubicados en el centro de una disputa geopolítica entre los antiguos adversarios de la Guerra Fría, ¿quién defenderá a los ucranianos fuera de los posteos y los tuits de ocasión a favor de la vida y en contra de la violencia? Más allá de la voluntad de gran parte de los ucranianos de pertenecer a la Unión Europea e integrar la OTAN, ese carnet de identidad no parecía estar cerca de sus bolsillos: las reformas exigidas para formar parte de la poderosa alianza militar podrían demorar años en presentarse y cumplirse, de modo que el principal argumento de Putin no se sostiene en su urgencia. Para ser precisos: más allá de los coqueteos y la utilización política que hace la alianza intercontinental de este país a modo de provocación a Moscú, Ucrania no integra la OTAN y, por lo tanto, sus ejércitos no están obligados a salir en su defensa. Putin lo sabe perfectamente y pudo confirmarlo durante estos años en los que la guerra civil en el este ucraniano fogoneada por Rusia continuó aunque el mundo no estuviera mirando hacia ese punto del mapa.
El Rasputín del líder ruso
No es solo el impulso o la megalomanía: hay sustento teórico para esas ambiciones. El filósofo y activista político Aleksandr Duguin -a quien algunos llaman el Rasputín de Putin- nació en 1962 y es el creador de la teoría del “neoeurasianismo”, una mezcla de cultura tradicional rusa, autoritarismo gubernamental y liderazgo carismático. Se declara “antiliberal y antimoderno”, tiene vínculos con todos los partidos de ultraderecha de Europa -estuvo en la Argentina, invitado por círculos nacionalistas peronistas- y piensa a Rusia no como un país sino como el corazón de una civilización euroasiática. Sin cargo oficial en el gobierno, es un asesor de peso del presidente ruso y la acción militar sobre Ucrania parece llevar este sello. En 2009 Duguin “profetizó” la división de Ucrania en dos Estados diferentes: el oriental se aliaría a Rusia y el occidental seguiría mirando a Europa. Según su opinión, ambas naciones tenían conformación y orientaciones geopolíticas diferentes y contrapuestas, lo que significaba que Ucrania no era un Estado-nación y que su división estaba predestinada. Ya entonces Duguin había advertido que podía haber una guerra.
Para Masha Gessen, autora de algunos de los mejores libros sobre la Rusia postsoviética, aunque la personalidad del líder ruso sufrió a lo largo del tiempo diferentes mutaciones -desde la actitud impiadosa contra el terrorismo checheno de sus primeros años en el Kremlin hasta el putinismo zen de cuando intervino como inesperado adalid de la paz evitando la invasión en Siria que los EEUU y sus aliados estaban dispuestos a lanzar en cualquier momento-, hay cuestiones básicas que siguen siendo el motor de sus días y que seguramente forman parte del conjunto de razones que lo decidió a romper con el mundo entero.
Dijo Gessen durante una entrevista con Infobae, un par de años atrás: “Putin aprendió a estar en posición de poder y pasó de ser un burócrata más a ser tal vez uno de los hombres más ricos del mundo: eso cambia a cualquiera. Sin embargo, sus ideas básicas sobre el mundo siguen siendo las mismas porque sigue actuando de acuerdo a ellas: las de que el mundo se está corrompiendo y que él puede ofrecer protección, que la democracia no funciona y que es un caos que trae corrupción. Y, lo más importante, que Rusia debe recuperar su poder porque fue tratada injustamente por la historia. Todo eso sigue siendo su norte”.
En su discurso de reconocimiento como estados independientes de las provincias separatistas de Donetsk y Lugansk, preanuncio de la invasión que llegaría dos días después, Putin, a quien muchos ya daban por pre jubilado del poder, hizo un discurso que encendió las alarmas y en el cual desdibujó la soberanía ucraniana cuando dijo que Lenin le había regalado la independencia a ese país. También “introdujo nociones como ‘la Rusia histórica’ que es, si lo traducimos a nuestro país como decir ‘la Argentina histórica’, refiriéndonos al Virreinato, y entonces declarar que Paraguay, Uruguay, Bolivia, una parte de Perú y de Chile son parte de Argentina y nos las robaron”, explica el prestigioso historiador argentino Claudio Ingerflom, una de las mayores autoridades sobre el tema de la historia de Rusia. “Putin dejó claro como el agua que el objetivo es recuperar Ucrania para Rusia y no en un sistema federal. Estamos frente al ‘síndrome Sudetes’, con lo que eso implica. Es un Galtieri más inteligente. No se entretiene 8 años con una guerra civil en Ucrania sin pensar dónde tiene que terminar y cómo prepararse para la reacción mundial que, además, no le importa”, sostuvo.
Ucrania, los Sudetes de Putin
La comparación con el Hitler de 1938 que, luego de anexar Austria, invadió Checoslovaquia bajo el argumento de defender a la minoría de alemanes étnicos que vivían en Bohemia, Moravia y Silesia no parece errada aunque hasta hace algunos días podía parecer improbable. El Putin que avanza sobre Kiev dejando cientos de muertos ya no teme ni a las sanciones ni al aislamiento internacional. Eligió ser un paria porque está persuadido de que aún siendo un paria puede ser poderoso. Del político que negociaba con Estados Unidos el regreso del estatus de las negociaciones de Ucrania con la OTAN a 1997 al que puso en marcha una operación que podría terminar en una masacre a nivel continental para conseguir un cambio de régimen por la fuerza ya nada tiene que ver con la defensa de sus propios intereses y en cambio ha adquirido las formas trágicas y perversas utilizadas por los Estados Unidos en países como Irak, por ejemplo. No deja de ser curioso que, en este escenario dramático al que asistimos, Rusia se mimetice con sus enemigos aún señalando que busca defenderse de ellos.
De acuerdo con las Convenciones de Ginebra, a partir de la invasión a Ucrania Putin podría calificar como criminal de guerra ya que se consideran crímenes de guerra el homicidio intencional y la destrucción extensiva de propiedad “no justificada por la necesidad militar y llevada a cabo de manera ilegal y sin sentido”. La calificación puede ser arbitraria en función de las influencias. “El concepto crimen de guerra ha sido interpretado de manera inconsistente y se ha aplicado de manera despareja a los líderes o países, incluidos los EE. UU. y sus funcionarios, que han iniciado la agresión por razones que se consideran injustificadas. En Ucrania, la ‘guerra por elección’ de Putin ha violado claramente el derecho internacional al invadir un país soberano e intentar derrocar a su gobierno”, como explica Robin Wright en The New Yorker.
Cerca de cumplir 70 años, lejos de diseñar su retiro -una especulación que tomó forma luego de la última reforma constitucional- en materia de política exterior Vladimir Putin decidió abandonar el mundo de la extorsión y las amenazas y apostar de manera trágica a los juegos de guerra. Se escribe y se especula mucho sobre esta decisión audaz, extemporánea y demencial pero no hay aún razones convincentes para entender qué lo llevó a diseñar una operación militar que en principio lo dejaría a pura pérdida en materia de imagen, de negocios y de influencia global, aún si consiguiera agigantar el territorio físico e ideológico de sus dominios. No es hora de hacer psicología de sofá, pero por ahora lo que se ve detrás de la ofensiva que nos hace retroceder como humanidad es a un hombre iracundo que busca imponer su reescritura de la historia y restaurar un orden perdido en la evolución de los tiempos.
Siempre dio a entender que su propósito no era que lo amaran -aunque no le disgusta- sino que lo respetaran. O que le temieran, que en su particular concepción del poder, parece valer lo mismo.
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