Ejerció durante años como médico rural en la zona de Malargüe, Mendoza. Hoy es coordinador de esa área y capacita a alumnos en esta rama. Para él es fundamental “volver a las bases y entender a la medicina como arte”.
Invisibles: No siempre el valor y la fama coinciden; ni los médicos más dedicados son los más visibles. Valoran el agradecimiento de quienes los necesitan más que algunos minutos en televisión. Forman parte de sus comunidades y están comprometidos con ellas. No tienen nada para vender; más bien comparten lo que tienen, lo que saben. Atienden en localidades remotas a familias humildes, no quieren dejar huérfana a ninguna enfermedad. Curan cuando se puede y cuidan siempre. Son aquellos que con los pies en el barro le dan sentido a una profesión milenaria. IntraMed quiere homenajearlos con este ciclo de entrevistas que se propone darles visibilidad a los “Invisibles”.
El doctor Francisco Pinol, quien insiste en que lo llamen “Pancho”, es sinónimo de Medicina Rural en la provincia de Mendoza, no sólo porque ejerció esta práctica durante mucho tiempo, sino porque también forma a alumnos de Argentina y del exterior. Hoy ocupa el puesto de Coordinador del Área Sanitaria de Malargüe y supervisó trabajos casi ‘de ingeniería’ en tiempos de COVID-19, donde hubo que vacunar a personas a grandes distancias.
“Acá nunca te vas a aburrir. Uno se inunda del paisaje, la gente. Algo que siempre cuento es que hay muchas familias con el mismo apellido y entonces empezás a conocerlos por los apodos. Y preguntás al administrativo del centro de salud o al enfermero ‘¿qué le anda pasando al Chanchi’? o ¿por qué vino el Pichi?’”, ríe el doctor Pancho, que no niega las dificultades, pero es su pasión hacerles frente. “Como decía Paco Maglio, antes de ser buen médico uno tiene que ser buena persona. Y una buena persona entiende lo que es necesario y hace lo mejor, no para uno sino para el otro”, agrega.
Más allá de que su vocación hoy está clara, no siempre estuvo seguro de que quería ser médico. De hecho se dio cuenta de que la carrera le gustaba cuando empezó a cursarla. Siguió la especialidad en Medicina de Familia, que fueron sus bases para ejercer como médico rural. En diálogo con IntraMed habló de cómo salir de los entornos urbanos lo llevó a encontrar su vocación.
¿Cómo llegó a ser médico rural primero y formador en esta rama después?
Un montón de cosas terminaron por cerrar el vacío que me generaba quedarme en las áreas urbanas. Cuando atendía en la ciudad de Mendoza y alrededores, sentía que iba a un trabajo, cumplía un horario, pero no había una diferencia que me marcara o que me hiciera sentir que ejercía mi vocación. Luego de emprender búsquedas, acepté un trabajo en un pueblo de Neuquén llamado Las Coloradas, en un hospital de baja complejidad de una zona rural, a 100 kilómetros del hospital de cabecera. Al ser solo dos médicos para una comunidad de 1.500 habitantes, empecé a aplicar realmente mi especialidad: medicina familiar. Algo que siempre comparto con alumnos y compañeros es que ahí diagnostiqué el embarazo de una chica; hice los controles durante la gestación y el preparto; realicé el parto; hice la recepción del recién nacido y posteriormente realicé el control de niño sano y de la puérpera. De hecho, mi estancia en Las Coloradas fue como una segunda especialización, porque aprendí a hacer un poco de todo: radiografía, yesos, algunos análisis de laboratorio.
Estar en un lugar como estos hace que uno empiece a cambiar la mentalidad que tiene desde la universidad, más intervencionista, en la que se trata de aplicar numerosas técnicas, análisis y remedios. Porque muchas veces, la gente cuando va al consultorio lo único que quiere es contar lo que le pasa, sentirse contenida, tener un referente. Además, uno comprueba que nosotros naturalizamos los servicios como la luz, el gas o el agua, mientras ahí hay gente que no los tiene. Son otras necesidades, mucho más básicas. Personalmente esta actividad rural dio un vuelco en mi vida, porque empecé a ver otras cosas, no solo a pacientes que necesitan una receta o un análisis, sino el acompañamiento de muchas afecciones que muchas veces no son solo algo físico sino emocional o espiritual.
Por supuesto que guardamos historias graciosas, tristes y desgarradoras. Colegas y alumnos de todo el país y del extranjero se asombran de ver lo que nosotros trabajamos y se preguntan por qué seguimos en esto aunque nos falten cosas. Porque como con cualquier otra profesión uno tiene que tener una pasión. A mí me encanta lo que hago y hay otros médicos que con más o menos formación pero con mucha pasión entienden las necesidades y se vuelcan en todo sentido para hacer una diferencia. Yo siempre les digo a los chicos que el campo saca lo mejor o lo peor de vos, porque uno empieza a ser uno mismo y no puede caretearla. Ahí es cuando uno entiende lo que está haciendo y ve si lo va a seguir haciendo.
¿Cómo eran los clásicos días de rutina en su tarea?
Yo atendía en Agua Escondida, un pueblo a casi 190 kilómetros de Malargüe y para llegar, solo 20 kilómetros son de ruta de asfalto, el resto del camino es de tierra. Al principio me animaba ir con mi autito modelo ‘91 hasta que lo tuve que cambiar y pude conseguir una camioneta que me aseguraba entrar y salir del campo. Muchas veces iba y me quedaba, en principio 15 días y más tarde 10 días al mes. En ese tiempo estaba a disponibilidad, a cualquier hora. A los alumnos les explico que te suelen llamar para decirte: “Doctor, necesito que venga porque el paciente está descompuesto”. Y ‘descompuesto’ puede ir desde que un dolor de cabeza a un infarto. Entonces uno va a la deriva, sin saber bien qué pasa, recorriendo una gran cantidad de kilómetros, son horas de viaje. A veces llegás y tenés que pedir un traslado en ambulancia, otras no, pero ante la duda hay que salir. En lugares donde hay más cantidad de profesionales se permite el “si no lo veo yo seguro lo va a ver otra persona”, pero acá no hay opciones, estamos a 100 kilómetros de cualquier otro lugar, inclusive farmacias. No hay tampoco otros consultorios particulares.