Idealista, romántico, irreal, eso y más podrá parecer este texto, pero no por ello deja de estar lleno de verdad. Es tan veraz, como lo fueron en la antigüedad las reflexiones pitagóricas; tan cierto, como lo fueron las de todos aquellos filósofos del siglo XIX que reconocieron en el seno de la propia comunidad humana al principal origen disruptor del tejido social, pero sobre todo tan contundente como lo son hoy las cifras que desgarran nuestra alma al evidenciar el tamaño de la trágica crisis humanitaria en la que estamos hoy insertos como Nación.
\u0009En la Grecia del siglo VI a.C., nació en la isla de Samos una de las mentes más revolucionarias de su tiempo y enemiga de la tiranía. Era la de Pitágoras, cuyas teorías elaboró a partir del estudio y análisis de la íntima relación que identificó existía entre la música y las matemáticas. Con él nacieron la armonía y la acústica y cobró forma el germen de la “música de las esferas” y de la “proporción áurea”, pero también derivado de su reconocimiento a la importancia e influencia que los números ejercen en el Universo -particularmente en la vida humana-, tomó cuerpo el concepto de “anomia”. Para llegar a él, Pitágoras comenzó distinguiendo la existencia de dos tipos de números: el científico y el divino. El primero: origen de la aritmética. El otro, puro, vinculado al hermetismo, a las ideas y a la Naturaleza: origen de la Unidad que, al subdividirse y transformarse en lo indiferenciado, daba lugar justamente a la anomia, comprendida como lo ilegal y fuera de la norma que, al paso del tiempo, se convertiría en sinónimo de desorden, impiedad e injusticia.
\u0009Transcurrieron casi dos milenios desde entonces y en las últimas décadas del siglo XIX, dos autores retomaron en Francia dicho concepto: Jean-Marie Guyau y Emile Durkheim. Para Guyau (considerado por algunos como el Nietzsche gálico: un profundo conocedor del pensamiento helénico), quedaba claro que mientras más progresa la sociedad humana más se diferencian entre sí los hombres, individualizándose, y viceversa: cuanto menos civilizados, menos diversos y elementales en consecuencia son. De ahí su necesidad por recurrir a la categoría anómica como concepto idóneo para describir la moral en crispación de su época. Durkheim, en cambio, sostendría en su obra “La división del trabajo” que la anomia es un estado de inmoralidad y anormalidad de la sociedad en el que priva la falta de ley, de coordinación y de organización estatal. Esto es, se trata de un estado de crisis en el que se desborda el control institucional, produciéndose la desintegración y el dislocamiento de la solidaridad sociales. La razón de ello es que desde su óptica el delito hunde sus raíces en la influencia que el medio social ejerce en el individuo, de ahí que toda sociedad habría de tener a los criminales que se mereciera, al considerar la visión anómica durkheimiana que el foco delictivo se encuentra en la sociedad, más que en el individuo. Ello, dado que como lo mostró en “El suicidio”, cuando el cuerpo moral social entra en crisis, la anomia se apodera de él y genera un suicidio anómico.
Ideas por demás profundas y reveladoras que, en conjunto, más adelante habrán de reformular diversos autores como Merton, Cohen, Cloward, Jean Duvignaud, Messner y Agnew, quienes ubicarán en el centro de su revisión criminológica a la anomia y su interdependencia con la tensión en la criminogénesis social. Categorías y reflexiones todas ellas a las que hoy, más que nunca, necesitamos regresar para tratar de entender cómo es que hemos llegado a la situación actual, al estado “de esclusa”, como diría Duvignaud, quien en su obra “Herejía y subversión” destacó que si la palabra anomia podía tener un sentido, era cuando designaba a “las manifestaciones ‘inclasificables’ que acompañan el difícil tránsito de un género de sociedad que se degrada a otro que le sucede en un mismo periodo y que aún no ha cobrado forma”, esto es, cuando la sociedad se encuentra “en la esclusa”, y es que trágicamente hoy nuestro México es una paradigmática Nación anómica en la que su Estado de Derecho y su régimen democrático están siendo engullidos y pulverizados.
Un lejano día Pitágoras nos hizo conocer que en los números podía reinar la armonía. Hoy en cambio las cifras en que se inscribe la crisis humanitaria en que estamos atrapados como sociedad (feminicidios, homicidios dolosos, estigmatización y asesinato de periodistas, linchamientos, desapariciones, tráfico de cadáveres, violencia moral, corrupción en todas sus modalidades y en todos los niveles, impunidad superior al 99%, abandono del Estado, etc.) son el espejo fiel y macabro que refleja nuestra conducta anómala y psicopática y que nos habla de la ausencia total de aquella otrora armonía pitagórica divina, desde el momento mismo en que permitimos que la anomia se empoderara y multiplicara exponencialmente, hasta conducirnos por la ruta suicídica que, de no revertirse, nos estará precipitando en lo que anunció Durkheim: el inminente dislocamiento social y desintegración de nuestro ser nacional.
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