El presidente López Obrador vive convencido de que el mundo entero está pendiente de lo que él dice en la mañanera. Suena a megalomanía, pero luego pasa lo que pasa y puede que Andrés Manuel no ande tan despistado.
El miércoles dijo que había que pausar la relación de México con España, acto seguido en ambos lados del Atlántico, que es medio planeta, empezó el quebradero de cabezas de funcionarios, empresarios, periodistas y, por supuesto, diplomáticos tratando de descifrar qué quería decir el mandatario mexicano con esa declaración en la mañanera.
De entre las interpretaciones que se han hecho de ese dicho, hay dos destacables por su pertinencia. La efectista y la de fondo.
La primera, no por obvia menos importante, es que a AMLO le urgía cambiar la conversación; buscaba que ya no se hable –como ha sido por semanas— de que no salen las cuentas sobre la forma de vida de su hijo mayor en Houston, de que la sombra del conflicto de interés sobrevuela a su nuera, de que la llamada “casa gris” está convirtiéndolo en Peña Nieto II. Este viernes, como hiciera en su momento el expresidente priista con la “Casa Blanca”, ya mandó a su familiar a aclarar. Mismos errores, mismo destino: el desprestigio.
La segunda interpretación sobre la pausa en la relación con España, sin embargo, apunta al modo que usa López Obrador para doblar a quienes cree que se interponen entre él y el fulgurante espacio que asume que le tiene reservada la historia patria. Para decirlo pronto: Andrés Manuel ataca a España para que España apriete a sus empresas a fin de que estas renuncien a su derecho y a sus contratos, sobre todo en materia energética.
De forma que el presidente mexicano, urgido de salir del pantano mediático de las casas habitadas por su primogénito en Texas, recurre a su habitual táctica de dar un golpe en la mesa, provocar una airada (no sin justificación) respuesta en España y México, para con ese nuevo escándalo no solo cambiar el tema en la opinión pública, sino hacer que las empresas y las autoridades españolas cedan lo que él busca.
La táctica implica costos, entre ellos diplomáticos. Para lidiar con estos ahí está el canciller Marcelo Ebrard, que desde 2018 tiene que emplearse en una doble diplomacia: la que construye por sí mismo, y la otra, la que emplea para fungir de, entre otras chambas, policía bueno de López Obrador.
Ebrard se ha visto forzado a hacer gala de diplomacia hasta consigo mismo y su equipo, obligado como está a consecuentar desde declaraciones destempladas contra Panamá hasta inopinados nombramientos de los que nunca tuvo anticipo presidencial.
Este secretario de Relaciones Exteriores por un lado teje una red de apoyos en América Latina y Europa, y por el otro funge de gestor de los chantajes de su jefe.
En casos como el de España, se encargará de minimizar el impacto, más no necesariamente la efectividad, de los embates lopezobradoristas. El canciller tratará de aplacar los nervios de los hispanos, pero lo hará no solo sin desautorizar al presidente, sino proponiendo una salida en la que AMLO pueda presumir que al final tenía razón, y que los demás así lo han reconocido.
López Obrador ha dicho infinidad de ocasiones que la mejor política exterior es la interior. En realidad, a él no le importa la diplomacia ni las relaciones internacionales. Actúa solo en función de establecer la noción de que devolverá a los mexicanos una soberanía que él considera fue conculcada por empresas extranjeras en contubernio con los malos, por entreguistas además de corruptos, gobiernos que antecedieron el suyo.
Los daños que surjan en las relaciones de México con el mundo por los desplantes de López Obrador lo tienen sin cuidado. El canciller Ebrard no puede atribuirse la coautoría de esa, digamos, estrategia. Ni en las peleas con España, que han sido la tónica de todo el sexenio, ni en las veleidades con Estados Unidos el titular de Exteriores aporta a priori cosa alguna. En el caso español, su rol es aparecer tras el descontón presidencial y tratar de convencer a los agredidos que más vale hacer caso, que cooperar es lo prudente para no provocar una nueva embestida. A saber si España accederá a tan poco diplomática oferta.
Ebrard se presta a ese rol no solo porque tiene una aspiración presidencial que le impide ejercer un criterio propio o distinto al de López Obrador. Además de conveniencia pura –de buscar que el presidente vea en todo momento cómo él es el más funcional para el proyecto de Morena–, el canciller pretende, llegado el momento, adjudicarse parte del éxito de esa política de supuesto corte nacionalista. Lo que a su vez incrementaría sus probabilidades en la sucesión. Por tanto, el comportamiento tipo camorra de AMLO a él no le disgusta.
Pero es capaz de presentarse como ese actor conciliador en medio de la tormenta porque también es cierto que ha dedicado estos años a construir una renovada solidaridad con América Latina.
Como ejemplo de ese impulso está el caso de Perú, donde el gobierno mexicano se ha empeñado en apuntalar el régimen de Pedro Castillo. López Obrador envía a ministros a ayudar con estrategias financieras y de política social. Un singular intervencionismo del mismo presidente que luego se rehúsa a pronunciarse sobre retrocesos democráticos en la región diciendo que no se inmiscuye en asuntos de otros países.
Y a nombre propio Ebrard ha desplegado una presencia destacable en el patio latinoamericano, donde desde la Patagonia hasta Centroamérica se ha vuelto una figura frecuente. De cierta forma ha reinstalado en México, más que afuera, la imagen de que este país está llamado a ser el hermano mayor en América Latina. Para ello Marcelo ha trabajado con denuedo, lo mismo al encabezar foros regionales en casa, que ejecutando decididas intervenciones como cuando salieron al rescate de Evo Morales, en los albores del sexenio.
En este gobierno MEC es el adulto en el cuarto que ha soportado a su jefe en cuanta imposición le ha recetado. Cultiva pacientemente su margen de maniobra frente a Washington o Europa sabedor de que fuera y dentro se sabe que en el gabinete de AMLO nadie tiene la cabeza tan amueblada como él, nadie es tan capaz para comprender el lugar que podría ocupar México en el mundo… una vez que se vaya López Obrador.
La ruta que se ha planteado Ebrard es a prueba de bochornos. Seguirá tejiendo su red de alianzas en América Latina, Norteamérica y lo que pueda en Europa. Y en el ámbito interno será lo que tenga que ser, es decir, lo que diga el presidente: policía bueno, gestor de favores, cuidador del patio trasero de Estados Unidos lo mismo con Trump que con Biden, dispensador de vacunas para mexicanos y latinoamericanos por igual, y ejemplo de disciplina incondicional.
Hay quien ve desdoro en esa lealtad ciega y muda. La verdad sea dicha, con tanto que ha ocurrido en estos tres años, lo que realmente sorprende no es que Marcelo se mantega en su puesto, sino que incluso haya gabinete.
El mundo, en efecto, contempla con azoro algunos de los desplantes de López Obrador, y lo hace sin dejar de ver que, al menos, su canciller sigue siendo el interlocutor con otros países, a veces uno que entrega el sobre de la extorsión, a veces uno que prodiga desde creativas iniciativas hasta solidaridad. Marcelo Ebrard en su estado puro.