TV Azteca no tuvo el partido de la Selección Mexicana contra Jamaica. La resignación se volvió norma en un país acostumbrado a las malas noticias. Pese a ello, en las redes sociales se respiraba un ambiente cercano al fatalismo. No podía ser de otro modo: Christian Martinoli se volvió más importante que los jugadores. Y eso se sabe desde hace mucho tiempo. Lo han aceptado todos como un pacto de conveniencia.
Sus colegas coinciden en lo mismo: este tipo es capaz de hacer divertido, y hasta disfrutable, el más simplón de los partidos. Martinoli ha tiranizado la crónica deportiva durante más de diez años sin apenas oposición. Los ingentes esfuerzos de Televisa por hacer frente a la irreverente dupla que forma con Luis García han ido a parar una y otra vez al cesto de basura.
Ideas recicladas vendidas como revolucionarias, comentaristas chapados a la antigua, narradores jóvenes emanados de un reality show. Televisa lo ha intentando todo. Cierto es que el aficionado asiste a cada intento de innovación ya predispuesto a la decepción. Los prejuicios son la mejor arma para desbaratar cualquier impulso de cambio.
Ni hablar de las malas imitaciones. Que le pregunten a Paco Villa, que hasta hace unos años era admitido por el consenso como un buen narrador. Quizá lo sea todavía, pero nadie se ha dado cuenta, pues ha pasado más tiempo impostando una personalidad polémica en redes sociales. Ya es imposible distinguir cuál máscara usa. Entre tantos planes fallidos, se puede concluir que tal vez la receta es más simple de lo que parece. Y no está ningún rebuscado manual de comunicación.
Martinoli se tomó muy en serio la sugerencia que un día le hicieron en su empresa: diviértete narrando partidos. El futbol, deporte tan afecto a la estridencia, goza de mucha seriedad para ser un juego. Conceptos, tácticas, debates, nombres impronunciables. ¿Ejemplos? Preste atención al debate más cercano sobre futbol que tenga a su alcance: pareciera que en cada argumento está en juego el futuro de la humanidad.
Los tiempos actuales, tan volátiles y dispersos, invitan a banalizar lo importante y, en contraparte, a darle una relevancia desmedida a los asuntos intrascendentes. Se equivocó el autor de clichés que dijo que “el futbol es lo más importante de lo menos importante”. No. El futbol es, en realidad, tan importante que hoy en día tiene tantos tecnicismos como si de especialidad matemática se tratara.
Quizá ahí reside el principal mérito de Martinoli, García, Campos y asociados: le han devuelto al futbol su carácter lúdico. Muchos teóricos se han encargado de adjudicarle valores cercanos a la física nuclear, mientras otros más, vistos con recelo por esa Santa Inquisición Balompédica, han preferido regresar al origen. El ritual de solemnidad que conocemos como futbol moderno necesitaba una sacudida. Quienes lo supieron ver, Christian a la cabeza, hoy gozan de una relevancia inusitada.
Desde luego, como en todo fenómeno masivo, la unanimidad es una utopía. Cada vez hay más aficionados que rechazan el estilo desenfadado de Martinoli. “Me gusta ver el partido, no a unos payasos”, dicen. ¿Quién les puede contradecir? Finalmente la línea que separa a la rebeldía de la bufonería es tan difusa como aquella que separa a lo importante de lo superfluo. Nunca habrá un veredicto absoluto.
Martinoli dejó de usar sus célebres tan gradualmente que pocos repararon su ausencia. A estas alturas ya no importa. Sus críticas se van escuchar, sus palabras van a marcar tendencia. ¿Qué futbolistas pueden sentirse tan poderosos hoy en día? Muy pocos.
A la gente no le importa el juego. Le importa crear y recrear historias a partir del juego. Durante dos horas el aficionado abrumado por la vida, por la realidad, tiene la potestad de ser juez y verdugo: en suma, puede restarle seriedad a juego empeñado en la sofisticación. Y lo consigue gracias un mensajero que hace tiempo superó en importancia al mensaje.